Nos separamos dos horas antes de lo planeado. La tristeza era demasiado grande para sentirlas agonizar. Marché a casa, sombrío y solo, con muchas dudas y muy pocas certezas, a subir peldaños hacia la distancia: La estación de autobuses, Madrid-Barajas, Newark, Nueva York, Staten Island y, finalmente, Worcester.
No hay nada más duro que viajar sin querer hacerlo, y aunque nada ni nadie me impelieron a malpisar seis estados norteamericanos, yo sentía la inescapable necesidad de reinventarme a mí mismo, de madurar como persona y de fluir como angloparlante. Sencillamente tenía que hacerlo, y aquel instante desprendía un premonitorio vapor de último tranvía procedencia fracaso y destino esperanza. Ya se habían escapado demasiados trenes para un filólogo de veinticinco años, a seis asignaturas de titular y ninguna experiencia internacional, olvidando tres escasos días en la capital europea de la prisa.
No sentía demasiado miedo. Era tan inmensa la pena que el temor no me asustaba. Lo único que de verdad temía era perder a mi novia. Llevábamos un año y medio de cuantiosos encuentros y escasos desencuentros, siendo el mayor de ellos mi obcecante decisión de testarme como monitor de colonias en un campamento americano, siendo el aprendizaje de la lengua inglesa mi auténtico objetivo. Las dudas me abrasaban el juicio y me emborrachaban de inseguridades. ¿Y si al volver uno de los dos se había dado cuenta de que estaba mejor sin el otro? ¿Y si ambos sentíamos lo mismo?
Los seis meses previos ya nos habían enseñado el umbral de la incertidumbre.Yo no deseaba irme y ella lo anhelaba mucho menos. Teníamos mucho miedo. Las diez semanas en Massachussets fueron largas como la espera de noticias alentadoras en las puertas del quirófano. No había conversación telefónica en la que mi chica no empezase con voz grave ni acabase con amargura entre sus lágrimas.
La estancia en América estuvo jalonada de luces y sombras. Jugué en el casino más grande del mundo, contemplé ballenas saltar en la bahía de Boston, me tomé una cerveza en Cheers, comí donuts de mil colores y sabores, fumé a escondidas, me atiborré de helados, hice pequeños amigos (de edad, no de intensidad), compré ropa de marca a precios de saldo, caminé por el piso 0 de las torres gemelas, desenredé la bandera americana que ningún patriota había conseguido desenmadejar, enseñé a los nativos a jugar al fútbol, pateé mil calles, me transformé en un animal neoyorkino, y sobretodo, abandoné mi niñez en la plaza del Príncipe Felipe, en el mismo lugar donde decidimos separarnos dos horas antes de partir.
Puedo decir que a partir de la semana siete empecé a disfrutar. Sentía que se moría mi destierro y las sensaciones se revertieron. Las cosas que me eran dolorosamente cotidianas pronto serían sólo recuerdos. La última semana fue agridulce. Aunque pocos, abandoné preciados amigos y valiosos compañeros, inigualables instantes y episodios curiosos.
El momento más dichoso de mi devenir lo sentí al acomodarme en el avión de vuelta a España. Sólo quince horas me privaban de volver a besar sus labios, de contemplar sus ojos, de escuchar su voz dulce. Cuando la vi estaba más guapa que nunca: el pelo muy largo, la tez morena, un brillo nuevo en sus ojos pequeños.
No negaré que mi primer y único viaje iniciático me pasó factura. Si queréis saber si el precio fue demasiado alto, os diré que aquella chica dejó de ser mi novia. Ahora es mi mujer. Respecto a mí, comprendí muchas cosas al volver de mi infierno experiencial. El mundo no me esperó ni me recibió con vitores, pero yo me hice un hombre y crecí en tres meses lo que no había madurado en muchos inviernos, y empecé a descubrir que la vida tan sólo era una autopista inexorable hacia la desilusión.
No hay nada más duro que viajar sin querer hacerlo, y aunque nada ni nadie me impelieron a malpisar seis estados norteamericanos, yo sentía la inescapable necesidad de reinventarme a mí mismo, de madurar como persona y de fluir como angloparlante. Sencillamente tenía que hacerlo, y aquel instante desprendía un premonitorio vapor de último tranvía procedencia fracaso y destino esperanza. Ya se habían escapado demasiados trenes para un filólogo de veinticinco años, a seis asignaturas de titular y ninguna experiencia internacional, olvidando tres escasos días en la capital europea de la prisa.
No sentía demasiado miedo. Era tan inmensa la pena que el temor no me asustaba. Lo único que de verdad temía era perder a mi novia. Llevábamos un año y medio de cuantiosos encuentros y escasos desencuentros, siendo el mayor de ellos mi obcecante decisión de testarme como monitor de colonias en un campamento americano, siendo el aprendizaje de la lengua inglesa mi auténtico objetivo. Las dudas me abrasaban el juicio y me emborrachaban de inseguridades. ¿Y si al volver uno de los dos se había dado cuenta de que estaba mejor sin el otro? ¿Y si ambos sentíamos lo mismo?
Los seis meses previos ya nos habían enseñado el umbral de la incertidumbre.Yo no deseaba irme y ella lo anhelaba mucho menos. Teníamos mucho miedo. Las diez semanas en Massachussets fueron largas como la espera de noticias alentadoras en las puertas del quirófano. No había conversación telefónica en la que mi chica no empezase con voz grave ni acabase con amargura entre sus lágrimas.
La estancia en América estuvo jalonada de luces y sombras. Jugué en el casino más grande del mundo, contemplé ballenas saltar en la bahía de Boston, me tomé una cerveza en Cheers, comí donuts de mil colores y sabores, fumé a escondidas, me atiborré de helados, hice pequeños amigos (de edad, no de intensidad), compré ropa de marca a precios de saldo, caminé por el piso 0 de las torres gemelas, desenredé la bandera americana que ningún patriota había conseguido desenmadejar, enseñé a los nativos a jugar al fútbol, pateé mil calles, me transformé en un animal neoyorkino, y sobretodo, abandoné mi niñez en la plaza del Príncipe Felipe, en el mismo lugar donde decidimos separarnos dos horas antes de partir.
Puedo decir que a partir de la semana siete empecé a disfrutar. Sentía que se moría mi destierro y las sensaciones se revertieron. Las cosas que me eran dolorosamente cotidianas pronto serían sólo recuerdos. La última semana fue agridulce. Aunque pocos, abandoné preciados amigos y valiosos compañeros, inigualables instantes y episodios curiosos.
El momento más dichoso de mi devenir lo sentí al acomodarme en el avión de vuelta a España. Sólo quince horas me privaban de volver a besar sus labios, de contemplar sus ojos, de escuchar su voz dulce. Cuando la vi estaba más guapa que nunca: el pelo muy largo, la tez morena, un brillo nuevo en sus ojos pequeños.
No negaré que mi primer y único viaje iniciático me pasó factura. Si queréis saber si el precio fue demasiado alto, os diré que aquella chica dejó de ser mi novia. Ahora es mi mujer. Respecto a mí, comprendí muchas cosas al volver de mi infierno experiencial. El mundo no me esperó ni me recibió con vitores, pero yo me hice un hombre y crecí en tres meses lo que no había madurado en muchos inviernos, y empecé a descubrir que la vida tan sólo era una autopista inexorable hacia la desilusión.
¡Qué bonito!
ResponderEliminarQué suerte tiene tu mujer.
ResponderEliminarHay veces que nos empeñamos en ponernos unas obligaciones que realmente no son muy útiles.
ResponderEliminara veces es necesario volar sin saber porqué.
ResponderEliminarMe ha parecido alucinante. Mucho mejor que otros que has escrito. Un saludo
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