Eras chulo, prepotente y creído, pero jovial, amable y tierno. Vivías imbuido de grandes ideales y una fé clamorosa en la raza humana. Nunca reparé en ello, pero cuando marchabas acompañado de tu grueso y corto amigo me resultabas lo más parecido al hidalgo de La Mancha, si bien cambiabas la armadura por chupa de cuero y la lanza por cigarillo a medio consumir. Caminabas por las nubes como un Dios renacentista, mirando a la humanidad maravillado y convencido de su sempiterna capacidad de autogestión catártica, y te gustaba estar allí para obrar el milagro: convertir al pecador en bribón de segunda y al cabronazo integral en cabroncete con buen fondo.
Te metías en todos los ajos y en todas las ollas a presión. Cuanto más humo, mejor. Pisabas todos los lodazales de la miseria moral con insolencia y valentía. Desde luego te iba el barro. No sé muy bien si era tu cara de niño bueno o la jeta que le insuflabas a tu discurso quedón. Nunca vencías, siempre convencías. Igual arreglabas desaveniencias sentimentales que enemistades manifiestas, fechorías insulsas que vicios a maltraer, y nadie te mandaba a la mierda, aunque puedo recordar que más de una vez te fulminaban con miradas de puñales tan afilados como tu lengua de predicador en rebajas.
Con todo, debo admitir que siempre hacías más bien que mal, y que todos los amigos te adoraban muy por encima de lo razonable. Pero tú querías más. Tú querías salvar el mundo y hacer de él un lugar mejor para vivir. No te bastaba con ser el mejor amigo de casi todos, también querías ser el ídolo de niños y el pañuelo de niñas. Nunca comprendí qué tenías: carisma, cuento, una bondad infinita, ganas de llamar la atención, inseguridad, arrojo, carencias o un pasado mucho más oscuro que el presente que nos pretendías vender con tus dotes comerciales.
Pasaste de moda cuando los jóvenes nos hicimos hombres y mujeres y la amistad dejó de ser lo más importante. La amistad siempre agoniza cuando aparecen los treinta o las mujeres. Tu discurso se quedó obsoleto y tu consejo, aunque cierto y sabio, dejó de ser válido. Los que te buscaban entonces no más necesitaban de tu alentadora cosmovisión, y los que te vimos caer sentimos el rubor de acompañar a casa en silencio a la vieja gloria del pasado, sin que ni tú ni yo quisiéramos admitir que ya no eras la encrucijada del destino ni la respuesta a todos nuestros demonios. Habíamos madurado y ya no eras nuestro druída espiritual, tan sólo nuestro amigo.
No consigo olvidar cómo dejamos de ser amigos, aunque ahora entiendo que para ti era muy difícil la relación entre iguales, que debíamos estar en deuda contigo para que pudieras sonreírnos con pueril condescendencia, que tenías miedo de ser simplemente un hermano.
No consigo recordar cómo nos conocimos, pero sí tengo en mente los sitios por los que pasamos juntos: cuatro equipos de fútbol sala, decenas de conciertos, miles de cigarros, cientos de litros, siete campamentos, una carrera universitaria, ocho bodas, cuatro entierros, tres bautizos, millones de momentos que se van inmolando de mi memoria como si ya no me importaran, cuando su chisporroteo es lo único que todavía me liga a tu póstuma presencia en mi.
Te metías en todos los ajos y en todas las ollas a presión. Cuanto más humo, mejor. Pisabas todos los lodazales de la miseria moral con insolencia y valentía. Desde luego te iba el barro. No sé muy bien si era tu cara de niño bueno o la jeta que le insuflabas a tu discurso quedón. Nunca vencías, siempre convencías. Igual arreglabas desaveniencias sentimentales que enemistades manifiestas, fechorías insulsas que vicios a maltraer, y nadie te mandaba a la mierda, aunque puedo recordar que más de una vez te fulminaban con miradas de puñales tan afilados como tu lengua de predicador en rebajas.
Con todo, debo admitir que siempre hacías más bien que mal, y que todos los amigos te adoraban muy por encima de lo razonable. Pero tú querías más. Tú querías salvar el mundo y hacer de él un lugar mejor para vivir. No te bastaba con ser el mejor amigo de casi todos, también querías ser el ídolo de niños y el pañuelo de niñas. Nunca comprendí qué tenías: carisma, cuento, una bondad infinita, ganas de llamar la atención, inseguridad, arrojo, carencias o un pasado mucho más oscuro que el presente que nos pretendías vender con tus dotes comerciales.
Pasaste de moda cuando los jóvenes nos hicimos hombres y mujeres y la amistad dejó de ser lo más importante. La amistad siempre agoniza cuando aparecen los treinta o las mujeres. Tu discurso se quedó obsoleto y tu consejo, aunque cierto y sabio, dejó de ser válido. Los que te buscaban entonces no más necesitaban de tu alentadora cosmovisión, y los que te vimos caer sentimos el rubor de acompañar a casa en silencio a la vieja gloria del pasado, sin que ni tú ni yo quisiéramos admitir que ya no eras la encrucijada del destino ni la respuesta a todos nuestros demonios. Habíamos madurado y ya no eras nuestro druída espiritual, tan sólo nuestro amigo.
No consigo olvidar cómo dejamos de ser amigos, aunque ahora entiendo que para ti era muy difícil la relación entre iguales, que debíamos estar en deuda contigo para que pudieras sonreírnos con pueril condescendencia, que tenías miedo de ser simplemente un hermano.
No consigo recordar cómo nos conocimos, pero sí tengo en mente los sitios por los que pasamos juntos: cuatro equipos de fútbol sala, decenas de conciertos, miles de cigarros, cientos de litros, siete campamentos, una carrera universitaria, ocho bodas, cuatro entierros, tres bautizos, millones de momentos que se van inmolando de mi memoria como si ya no me importaran, cuando su chisporroteo es lo único que todavía me liga a tu póstuma presencia en mi.
Es muy triste. Yo tenía una amiga y me pasó igual. Con el tiempo dejamos de vernos y ahora me da pena. Las cosas que cuentas le pasan a todo el mundo, por eso me gusta leerlas.
ResponderEliminarUn saludete
No sé por qué es como si me hubiera pasado a mí. ¿No serás Fran, verdad?
ResponderEliminarMe acuerdo muchas veces de viejos amigos con los que viví muchas cosas y de los que ya no se nada... ¡Me gustaría mucho volver a saber de todos! Pero está claro que no sería lo mismo.
ResponderEliminarYo también creo que nos pasa a todos, incluso a Fran, que por cierto, no soy yo.
ResponderEliminarNo creo que nada vuelva a ser igual, y es mejor recordarlo con nostalgia que revivirlo con desilusión...
Los amigos son efímeros.
ResponderEliminarLos años suavizan el carácter y hacen que te vuelvas una persona más cauta.
ResponderEliminarLos amigos no pueden durar siempre.
ResponderEliminarPues yo creo que, si quieren, los amigos siempre son amigos. Pase lo que pase
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