viernes, 25 de julio de 2014

El palacio de las siete puertas

Ya ha pasado más de un mes desde que finalicé mi experiencia docente en un centro penitenciario de los que, como dijo una vez un interno, dan de comer a muchos funcionarios.
Lo primero que cambia uno al vincularse –aunque sea interinamente– a uno de estos lugares es la terminología. Los eufemismos impregnan las estancias tanto o más como las humedades y las desolaciones. Así, ya no hablamos de cárcel, presos, carceleros o alcaides. Eso ha pasado a la historia con Alcatraz y Cadena perpetua. Aquí solo hay centro penitenciario, internos, funcionarios y directores.
Lo segundo que se modifica es la percepción del riesgo. Intramuros reina la aparente socialización reconductiva de los penados. Por eso no es extraño quedarse a solas con un interno, o con muchos, en una misma estancia. Antes de que me lo pregunten, sí, te pueden rajar, pinchar, amenazar, clavarte el boli en el ojo o esas otras cosas en las que están pensando. Qué manía hay fuera con que dentro la necesidad hace a los hombres cambiarse de acera. Pero si han superado la tentación de hacer chistes con la pastilla de jabón en las duchas les hablaré un poco más allá.
Decía que los internos son pacíficos. Todo lo tranquilo que se puede ser cuando uno sabe que para ganarse la libertad por la fuerza hay que atravesar siete puertas enrejadas. No. Los motines son cosas de película. Precauciones, todas. Peligro real, poco. Los muchachos siempre tienen mucho más a perder que a ganar saliéndose de la norma, por eso es poco frecuente los arrebatos de indisciplina. Las medidas punitivas son demasiado severas. Y no hablo de palizas, vejaciones y duchas de agua fría. Ya les dije que habían visto demasiados filmes. Me refiero a pérdida de prebendas (chabolo individual, módulo ventajoso, retirada de permisos o exclusión de talleres).
Por lo general, las excursiones son solo para aquellos internos que tienen algo a perder, para los que no existe riesgo manifiesto de fuga. Es decir, para los que ya disfrutan de permisos, les queda poco de condena y pueden perder mucho más que ganar escapándose. Pese a ello, algún melón aprovecha el permiso para volver enzorrado o directamente no regresar. Esa falta de visión es una constante en la vida de los presos.
Cuando alguien piensa en esta gente se queda en la corteza: asesinos, violadores, pederastas, butroneros, drogadictos, traficantes, atracadores y terroristas. No puedo quitar la etiqueta en ninguno de los casos, pero más allá de los delitos cometidos, se abre una disyuntiva insalvable. ¿Qué hacemos con ellos? ¿Los metemos en una jaula, tiramos dentro un machete y apostamos por el negro de los brazos tatuados?
Entre ellos mismos, el concepto de crimen es muy variado. En general, nadie admite que merezca estar allí. Y si alguien lo asume, pronto acompaña su discurso con la impunidad delictiva de banqueros, asesores y políticos de todos los colores. Y tiene razón.
Los camellos presumen de que no han matado a nadie. Mismo discurso que esgrimen los que no llevan rojo sangre en las manos. Poco importa. Salvo casos de mala suerte, o de riesgo grave de exclusión social, la mayoría son personas que de un modo u otro han cruzado una frontera y nunca podrán volver atrás. Seres humanos incapaces de autocontrolarse, atrapados por la ira, la adicción a las sustancias, las piernas abiertas, la fanfarronería o los ideales radicalizados. Gente que sabes, solo de hablar con ellos, que volverán a delinquir tan pronto como haya ocasión, tal vez porque no pueden hacerlo de otro modo, porque no saben existir sin seis rayas de coca al día o sin vivir a todo trapo.
Los menos, esos que ustedes nunca dirían que han estado aquí si los vieran por la calle, son individuos que lamentan de veras haber pisado la cárcel. Esto es una piscina de pirañas, me dijo un muchacho al que pillaron con 20 kilos de hachís. Yo creo en ese tipo de internos. Estoy convencido de que no volverán a meterse en líos. No les compensa. Todavía pueden vivir de otro modo.
Luego están los institucionalizados. Aquellos que ya no pueden subsistir fuera. No están preparados. Lo más complicado que tiene la vida es vivir. Tomar decisiones, enfrentarse a los problemas, sufrir y madrugar. En prisión la existencia es tedio puro, pero no hay que asumir responsabilidades. Los horarios están definidos; hay turnos de gimnasio; algunos trabajan en talleres y ganan algo de dinero para su día a día, que proporcionalmente es más de lo que perciben fuera, donde la cama y el plato no están puestos, por muy lóbrega que sea una y poco suculento el otro.
Lo único verdaderamente terrible es no poder salir. Y no es poco. Recuerden ustedes qué humor tienen cuando no han salido en todo el día ni a comprar el pan o el tabaco. Otra cosa es que lo merezcan, pero el régimen presidiario a día de hoy es caro para el contribuyente, necesita de muchos recursos y tampoco reinserta. No como debería. En el mejor de los casos, los módulos terapéuticos y demás mandangas lo más que consiguen es crear el espejismo de la reinserción. Más o menos lo que yo enseño a mis críos, que en lugar de inculcarles que no digan palabrotas les alecciono para que sepan cuándo decirlas y cuándo comérselas con patatas. Pues eso pasa con los que se reincorporan a la sociedad, que solo han aprendido a refrenar sus impulsos cuando los demás están mirando. Ya los desatarán en la furtividad.
Me dijo “a qué no tienes cojones de disparar”, y le pegué un tiro. Por eso estoy aquí, pero es injusto. Yo no quiero frivolizar con esto, pero el amigo tiene razón. Si es que lo provocaron. Y el otro, ¡a qué se muere! Por joder, fijo. Así son gran parte de los internos, especímenes que prefieren reventar cabezas antes de que les vacilen, que cambian dos minutos de humillación verbal por dos años de prisión. Y, tiene cojones, les compensa. O eso dicen. Tal vez sean demasiado orgullosos para admitir que metieron la pata. Como mucho, presumirán de que su único error fue que les pillaran.
Luego están los toxicómanos. Estos dan mucha pena. Venderían a su madre por una raya. Están pasadísimos y necesitan lo que sea: una pastilla, unos gramos, un porrito, metadona, chicha… Sus dientes notan de sobra los estragos de la cocaína. Sus neuronas corretean en peligro de extinción por un cerebro hecho gruyere. Son débiles, están atrapados física y sustancialmente, y tienen la autoestima de un patinete sin ruedas en el box de Mercedes.
En todo caso, nada agradecen más todos ellos que una sonrisa y una mirada limpia. Sin miedo. Sin desconfianzas. Sin condescendencia. Quizá el mayor error de algunos que pasan por aquí en su relación con los reclusos es sentirse superiores y hacerlo explícito. Quizá el mayor defecto de los internos, más allá de no saber controlarse, es autocompadecerse hasta competir con el de fuera en grados de desgracia. A nadie le interesa tu mierda. Si vienes llorando y frivolizando las dificultades ajenas nunca podrás empatizar, porque todos tenemos problemas.
Si ustedes salvan esa distancia y consiguen escucharlos, comprenderán que son como niños, que necesitan unas palabras de refuerzo, que les toques el hombro al pasar a tu lado, que son alumnos, no criminales. No digo yo que ahí fuera todo sería distinto. Siempre he defendido que a las personas hay que conocerlas de buenas y de malas. Confieso que al 80 % de estos no me gustaría cogerlos en un día de furia. Y poco importa que dentro hayamos establecido cierto vínculo. Si no son capaces de cuidar de sí mismos… ¿cómo esperar que sean más respetuosos con el prójimo que con su propia dignidad?
No sé si he desarrollado un estocolmo. Puede ser. Pero hay algo que puedo afirmar con rotundidad. Al igual que aquel año que tropecé con un autista en un campamento, este curso he aprendido mucho más de lo que he enseñado. Historias de perdedores, de hedonistas, de ansiosos. Historias de personas que se bebieron la vida de un trago y cogieron tal cogorza existencial que todavía les dura la resaca. A algunos hasta 2020. O lo que diga el juez.

domingo, 20 de julio de 2014

Hasta la cocina

Proliferan en la caja tonta, para satisfacer la voracidad de la audiencia, los criterios monotemáticos y la reinvención de un mismo producto, mientras se consuma la manida fórmula hasta la indigestión.
Etapas plomizas en el medio las ha habido bien gordas: desde los late show de humor, opinión y tetas de postre a las dos de la madrugada hasta los realities pseudo-educativos sobre adolescentes, perros, bebés o encargados memos de negocio, pasando por estúpidos programas de destrezas exóticas, absurdas habilidades con el micro, la coreografía y hasta el trampolín. Una tras otra. A degüello.
La última moda, y ya cansa, es el gusto por los programas de cocina. Bien estaba que Arguiñano aderezara ensaladas y sobremesas bajo la encandilada supervisión de marujas de manual y neófitas de sartén y cacerola. Luego empezó la sobresaturación.
Primero vinieron esas terribles cuñas publicitarias de los telediarios. Traidoras y sutiles, te vendían la nueva estrella michelín del Bulli como si se tratase de una verdadera noticia, cuando se trataba de una mera estrategia propagandística similar a las utilizadas con el nuevo libro de Carlos Ruiz Zafón o Federico Moccia. Yo entiendo que hagan promoción, y más de libros, pero no dejan de ser anuncios en espacios informativos. Un crimen periodístico en toda regla.
De todas formas, los fogones en las noticias tampoco fue el peor delito de las cadenas. Todavía quedaba envenenar la alta cocina con el cáncer de la TV: los realities. Y así aparecieron en la parrilla –televisiva y gastronómica– Master Chef, Mira quién cocina, Master Chef Junior, Entre fogones, Master Chef Zoofilia, Pesadilla en la cocina y cinco mil programas más que afortunadamente he olvidado.
La fórmula es tan mediática, tan irreal, tan llevada y traída que tiene su aquel. El guionista se merece un óscar o un tepe o lo que proceda por su labor imposible de convertir un tostón como es un programa coñazo de cocina en un producto sensacionalista con todo lo necesario para enganchar a una buena parte de la entumecida audiencia: ritmo ágil, jueces peliculeros, formato eliminatorio, apartes con el espectador en plan falso documental, sentencias de muerte gastronómica de esas que lo petan, y una proporcionada dosis de platología, a veces hasta escasa, pero lo que importa es el concurso y no que el churrasco salga jasco. Bueno, y si sale, pues criticarlo y crucificar al pagano de turno.
La última en apuntarse miméticamente a la moda ha sido la ficción nacional con ese revenido El chiringuito de Pepe. Absolutamente infumable. No se salva ni con los fondos de Peñiscola ni con el culo de Dafne Fernández. Un producto evitable, rico en grasas y colesterol, indicado solo en las revisiones de Zapeando. Hablaba de la serie, no del mencionado trasero.
Sigo dándole vueltas al formato este de los realities metiendo la zarpa en cualquier aberración y estoy dispuesto a ofrecer –gratis– un buen puñado de ideas de tarro tan nefastas como lo que están ofreciendo hasta ahora. Por ejemplo: Pizzería Águila Roja, donde Francis Lorenzo y David Janer regentan establecimientos italianos y se pelean por servir la cena de Navidad al rey Felipe IV. Pero tengo otras, como la Pornosalchicha, un reality de actores de cine adulto que cocinan en bolas entre pinchito y pinchito –de merluza, se entiende.
Pero salgamos de la restauración. ¿Qué tal un espacio de telerrealidad llamado Desahucio 1,2,3, donde dos familias son embargadas y la primera que acredite un suicidio gana el concurso y le proporcionan una vivienda de renta baja? Y si la fulanita se quita la vida en directo además le conseguimos a uno de los huérfanos un trabajo vitalicio en Burger King o MacDonalds. Otra propuesta es Cirujanos, un concurso de novatos del bisturí que operan a corazón y cámara abiertos, descaliminando a los que hagan mal el trasplante. Y a sus pacientes también, por motivos obvios.
Mi sugerencia definitiva es Escuela de yihaidistas, donde aprenden a usar armas de fuego y cada día hacen un atentado. El que menos civiles mata queda eliminado y va a la repesca: Si bebes, conduce. El argumento no se lo cuento. Seguro que ya lo adivinan.

jueves, 17 de julio de 2014

Tengo que

Hay una frase que odio. La aborrezco tanto como vivo de ella. O ella de mí. Nuestra convivencia es tan malsana como irreductible. Tengo que es mi santo y seña, mi maldición y mi tumba.
Las infames películas de padre ocupadísimo y ausente se han cansado de mostrar al ejecutivo implacable, entregado a su trabajo en cuerpo y alma, que no tiene tiempo de convivir con su familia y que promete a su hijo que llegará puntual para ver el partido de béisbol y que siempre aparece tarde, aunque en el momento preciso de ver cómo al pequeño Timmy le tiran la pelota con efecto y el chaval naufraga con más deshonra que Brasil o España en el Mundial 2014. El mensaje con moralina barata es siempre el mismo: pasa tiempo con los seres queridos y olvida un poco el trabajo.
Precioso, sí, pero poco real. ¿Saben qué le pasó a Robin Williams en Hook al día siguiente de tirar el teléfono por la ventana? Que lo botaron y sin finiquito. Que eso de preocuparse de la familia está genial y alimenta el alma pero… ¿quién paga las facturas? ¿El amor?
Durante las últimas semanas el abominable Tengo que ha inundado mi vida. Todo eran obligaciones y responsabilidades. Nada que ustedes no conozcan. El pan nuestro de cada día o como alternativa, los lunes al sol. Decidan si prefieren tostarse la calva o seguir comiendo carne y pescado. El caso es que a veces uno siente que las obligaciones le pueden, y lo más parecido a la felicidad sería que un oportuno resbalón le hiciera romperse el fémur y condenarse a parar sí o sí. Y cuando uno desea que se averíe su máquina es que algo no rula, en el consciente, en el subconsciente o en el inconsciente, vaya usted a saber. Lo que importa es que deberíamos trabajar para vivir y no lo contrario, que es lo que llevamos haciendo en los últimos veinte siglos y ahora además poniendo cara de gilipollas agradecidos porque muchos otros ni siquiera pueden permitirse el estrés laboral –les falla lo segundo.
Tal vez la solución pase por no coger mil canicas con los dedos, por reducir el nivel de autoexigencia, por ser dichosos con lo que hay y no con lo que puede llegar a haber. El hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra sillar del castillo en el aire, y cuando se cae la hostia es morrocotuda porque la fortaleza flotaba a distancia del suelo. No. Esto no puede ser así. La felicidad debe ser otra cosa. Tal vez coger el Tengo que y, en cuanto se pueda, tirarlo por el water. Sabemos que volverá, pero que nos deje un poquito en paz.