viernes, 30 de diciembre de 2011

Los profesores y las vacaciones

Siempre vuelvo al mismo tema. Supongo que será porque mi profesión esta en grave entredicho desde hace milenios. Y estoy harto. Cansado de oír que somos unos jetas, que trabajamos cinco horas al día, que tenemos 29 meses de vacaciones al año, que cobramos una pasta, que nos quejamos continuamente… Yo lo que veo es una envidia malsana, infectada y venenosa por todas partes. También mucha incultura, falta de rigor y argumentos ventajistas, pero sobre todo ganas de hacer daño y sentimiento de que nos reímos del resto de oficios.
Opinar es fácil. Cualquier borrego sabe hacerlo. El borrego que suscribe lleva opinando aquí tres años con y sin criterio, dando en el clavo o metiendo la zarpa en asuntos que no eran de su incumbencia. Pero siempre buscando la objetividad, o justificando una postura con argumentos razonables. Por eso me cuesta tragar tanta envidia, odio y ganas de arreglar el sistema jodiendo a los demás. No debería continuar leyendo comentarios y foros de opinión en la prensa digital. Es malo para la salud.
Antes de continuar debo aclarar que no soy funcionario. Mi contrato tiene fecha de caducidad 31 de agosto de 2012. Luego ya veremos lo que toca si es que toca algo. Trabajar con jóvenes es maravilloso. Pero también es agotador. Mucho más que la mayoría de trabajos actuales. 50 minutos de clase mala supone un desgaste emocional muy superior al de dos o tres horas frente al mostrador o en el almacén. No exagero. No miento. Hablo de lo que yo he vivido, de los oficios que he tenido en mi extinta juventud. Una mala mañana te pasa factura, te vas a casa con la voz rota y el ánimo por los suelos, preguntándole al cielo por qué te hiciste profesor. La sensación te puede durar de uno a dos días, hasta que el nuevo periodo docente con el mismo alumnado te oferta la posibilidad de tomarte la revancha académica. Controlar los tiempos, bajar los humos, demostrar a los nenes que hoy no estás para tontadas, que tus pulmones ensordecerán sus voces, que estás dispuesto a dar guerra y que o se callan ellos o el teléfono sonará en su casa. Gestionar el comportamiento de 25 niños de 13 ó 14 años supone un ejercicio de estrés importante. Aunque tengan buena intención y mejor fondo, la materia sigue siendo lo último a lo que están dispuestos a prestar atención. Y pelear contra eso cuesta, consume recursos, contractura el alma. Pocas labores me parecen más intensas, auque se me ocurren algunas: broker, por ejemplo. La gente de la bolsa gana un pastizal levantando la mano a tiempo y usando el móvil con pericia, pero el nivel de estrés es insoportable. No es de extrañar que muchos lo dejen o se ahorquen. Trabajar de minero también debe ser una hazaña. No por el estrés, pero sí por las condiciones inhumanas en las que se desarrolla la labor: sin luz, sin aire, sin espacio físico, soportando a veces temperaturas extremas, y con graves riesgos de explosiones o aplastamientos. O laborar en un horno o fundición. Igualmente, cuidar ancianos supone un esfuerzo emocional imposible. Hay que cuidarlos, limpiarlos, mimarlos, alimentarlos… y enterrarlos. Que se te muera el trabajo debe ser lo más duro del mundo. También los controladores aéreos sufren una presión laboral impresionante, pero a ellos les amparan los sueldos millonarios, del mismo modo que a nosotros se nos crucifica por nuestras magníficas vacaciones. Periodos vacacionales que yo encuentro necesarios. A veces llevas dos meses con chicos y la cabeza está a punto de reventar. Cuentas las horas hasta que llega la siguiente sesión y sabes que a los dos minutos y medio empezará la crisis. Todavía habrás de aguantar 47 minutos de gritar y contemporizar a partes iguales. Castigarás a cinco o seis, pero a Mengano no le dirás nada porque no sabes por dónde va a salir. Es injusto, pero es lo que hay. Sabes que si le llamas la atención u osas amonestarle la va a montar gordísima, te va a insultar y no va a obedecer. Nadie tiene más mano izquierda que un profesor de secundaria.
Si los docentes tuvieran 23 días de vacaciones en lugar de 60, que son los que me salen después de descontar los fines de semana y festivos que todo el mundo tiene, entonces el trabajo ya no merecería la pena. ¿Por qué motivo iba a merecerlo? ¿Por las condiciones de estabilidad? ¿Por el sueldo? ¿Por la fascinante sensación de impartir en una clase? Venga, si el 80% de una clase es imponer orden, respeto y disciplina hasta llegar a unos ridículos mínimos. El salario no es para tirar cohetes –hablamos de licenciados–, y la seguridad está muy bien cuando apruebas la oposición, pero supone mudarte con toda seguridad de tu vivienda habitual, con la merma económica que implica el gasto en desplazamiento u hospedaje.
¿Merece la pena ser docente? Para mí sí, pero no todo el mundo vale. Rectifico, mucha gente no vale, prácticamente la mayoría. Porque, si fuera de otro modo, todos los que despotrican contra el colectivo y tanto nos odian callarían, comprarían un temario de oposiciones y empezarían a bailar por lo bajini, esperando a la siguiente convocatoria para vivir de puta madre. Pero claro, a veces el camino es demasiado largo. Igual hay que empezar por sacarse la ESO, que no es por nada, pero la regalamos. Luego el bachillerato. Aprobar selectividad, que también está de saldo, y luego a la universidad. Tras un master de nada y dos o tres convocatorias inspiradas, ¡tachaaaaan! ya eres funcionario de carrera. Ahora te vas a 200 km de casa durante seis años. Ya volverás. Éste es el caso rápido. El lento implica que te cueste aprobar la ESO, que repitas bachillerato, que te tiren en selectividad y que se atragante el master. De la carrera ya ni hablamos, y de aprobar la oposición –que no el examen– antes de quince años tampoco. Lo mismo te jubilas nada más empezar tu carrera docente.
No hay razones válidas. Sólo envidia. Por los que lo han conseguido o por no tener uno cojones de arriesgarse a intentarlo. Es más fácil odiar que aplaudir, porque si supierais la de malabarismos que hay que hacer en un aula, aplaudiríais con las orejas. Si queréis envidiar a alguien, odiar a alguien, menospreciar a alguien, empezad con los que cobran más de 4000 euros mensuales por salir en la foto, firmar convenios y hablar en micrófonos. Nosotros educamos a vuestros hijos en lugar de vosotros, tiene delito, en lugar de junto a vosotros.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Cuento de Nochebuena (7/7)

Las paredes, techado y suelos se encontraban enmoquetados de carmín, y los muebles eran de terciopelo dorado. Allí, en lo más profundo de un sofá granate y oro, el viejo pudo reconocer a un antiguo amigo.
–¡Pablo, oh, Pablo! Pero, ¿qué estás haciendo aquí? –preguntó Dennis entre asombrado y perplejo.
–Ya ves –dijo el señor mayor que momentos antes se besaba con un honorable chino de más de cincuenta–, aquí pasando un buen rato.
–Pero, pero… si es un hombre –replicó Dennis escandalizado–. Pablo, que yo fui a tu boda con Leonor. ¿En qué te has convertido?
–No me he convertido en nada. Mira, te presento a Noriyuki Morita, mi novio. Y no es chino, es japonés.
–¡Pero si tu estabas casado con Leonor! –Dennis no podía creer aquello–. Tú no eres maricón.
–Mira, Dennis. He querido mucho a Leonor, y la tendré siempre en mi memoria y en mi corazón. Ahora estoy con Nori, y nos queremos mucho. Antes estaba con una persona, preciosa, por cierto, y ahora estoy con otra, también maravillosa –mientras decía esto, Pablo acompañaba sus palabras de unas tiernas caricias en el brazo del anciano japonés.
–Pero, Pablo –argumentaba Dennis con un tono estridente, de incredulidad en su voz–, que te has vuelto trucha.
–No, Dennis, no. Yo ya hacía a todo. Mientras estuve con una mujer todo iba genial, pero ahora que estoy con un hombre, mayor y asiático ya no está bien, ¿verdad?
–No, si a mí que sea mayor me da igual –arregló el viejo.
–Vaya por dios –sentenció Pablo.
–¡Pero tú eras mi amigo! –reprochó Dennis.
–¡Y lo sigo siendo! –replicó Pablo subiendo el tono de voz–. ¿Qué tiene que ver una cosa con otra? ¿Qué relación tiene que me acueste con un chop suey para que nuestra amistad se resienta? ¿Tan cenutrio eres?

Dennis Crespo Martins no sabía qué decir. Una cosa era que los homosexuales camparan por ahí furtivamente y otra muy distinta que su amigo de infancia casado 45 años con una mujer beata y abnegada ahora se pasara al lado oscuro por degeneración o soledad. Empezó a negar con la cabeza, a sentirse aturullado, a gritar desprecio y homofobia a las cuatro paredes. Estaba hecho una furia. El corazón le iba a mil por hora. Buscó la salida entre agobio y prisa. Cada puerta que atravesaba contemplaba espectáculos más viciosos. Se arrodilló con la cara entre las manos. Por un momento todos se pararon a contemplarle. Después continuaron abrazados a sus diversas perversiones. Cuando ya nadie reparaba en el anciano en camisón postrado en la derrota, el espíritu apareció de nuevo con un cubata en la mano. Bebió un tragó y le ofreció a Dennis. El viejo acabó el copazo de un sorbo ahogado. Después le suplicó al fantasma que le llevara de allí.

La mañana siguiente era 24 de diciembre. Dennis se levantó aliviado. No era niño ni negro. Le gustaban las mujeres. Todo debía ser un mal sueño encadenado, resaca sin duda del exceso de lasaña de la noche anterior. Se aseó con alivio, se puso la ropa de los domingos y salió a la calle. España podría no ser un paraíso, pero él al menos tenía gran bagaje de vida, era español y castizo.
El aire parecía haber invitado a las nieves perpetuas a quedarse. El vaho bucal recortaba el frío en la atmósfera. El invierno había dejado de llamar a la puerta y se recostaba en el salón de la ciudad con cierta familiaridad. Dennis vio pasar un hombre de color. Desprendía cierto olor como a cebolla. Le pareció un sudor muy varonil. Era alto, bien plantado, de unos cuarenta años. Vestía mejor que la mayoría de los negros en Europa. Los africanos creían que las ropas coloridas les quedaban bien, o sentían predilección por los jerseys marrones, rojos o negros, colores que no pegaban nada con su tono de piel. Este moreno, en cambio, combinaba con acierto ropajes azules y blancos. Era elegante, tenía porte y parecía educado. Dennis le preguntó algo intrascendente. El negro le contestó con cercanía. Siguieron hablando mientras caminaban.

A las siete de la tarde sonó el timbre en casa de Greta. Lorraine se apresuró a abrir ganando la partida a Salomón. Tenía mucha curiosidad por conocer al amigo que el abuelo Dennis iba a traer a la cena. Decían que vendría con sus hijos. Poco se esperaban en aquella casa que el abuelo se presentase con su novio, un varón senegalés de piel oscura y 40 tacos, viudo y padre de ocho niños conguitos entre los quince y los cuatro años. Los diez fueron bienvenidos. Dennis traía un saco enorme de regalos. El senegalés varias bolsas de catering para completar la cena. Se miraban de modo especial. Se habían conocido sólo unas horas antes, pero sentían algo eterno entre ambos. Dennis era un cielo. Se había ganado a los chicos en tiempo record, y parecía otra persona. Incluso los nietos biológicos del anciano se sentían celosos. Pero aquello duró pocos instantes. Dennis Crespo Martins se ganó el corazón de Salomón, Lorraine y Sabina con tanta pericia como había cautivado los de su chico y sus deliciosos conguitos. A Cristo todo le parecía estupendo. Sólo Greta flipaba en colores. No se creía lo que veía. Su padre nunca había soportado a los niños, ni a los inmigrantes, ni mucho menos a los gays. Cuatro horas de incredulidad después decidió rendirse. Aceptó que las personas cambian, y que más vale tarde que nunca. Fue a la ventana a recolocar un adorno navideño. Entonces creyó ver algo recortándose sobre las nubes. Escudriñó mejor esperando ver a un anciano gordo de barba blanca y vestido de coca-cola sobre un trineo volador. En lugar de tan anglosajona estampa, Greta Crespo atisbó un aura resplandeciente de tonos dorados, azules, rojizos y blancos. En su interior, Barack Obama, Freddie Mercury y un pueril Michael Jackson le sonreían con cierta complicidad. Greta no entendió nada, pero cerró la sospecha y abrió el corazón. Después se abrazó a su padre con una sinceridad olvidada en el amanecer de los tiempos y en el ocaso de los sentimientos desnudos.

martes, 27 de diciembre de 2011

Cuento de Nochebuena (6/7)

Se levantó moro perdido. Su cabello seguía siendo rizado y moreno; su piel, sucia y oscura; su voz, ágil y verborreica. Se vistió y marchó a la calle. Seguro que su médico de cabecera podía ayudarle. Llegó a consulta con su tarjeta sanitaria. Sólo había colombianos, rumanos, negros y mexicanos. Entró cuando le llegó el turno. La médico era ecuatoriana. Eso a Dennis no le pareció nada bien. Vio su tarjeta y le pidió el DNI. La doctora concluyó que él no era él. Dennis no comprendía nada. Se miró al espejo de la consulta. Era negro como el tizón. Empezó a gritar. La ecuatoriana llamó a admisión. El viejo seguía histérico. A los quince minutos apareció la policía local. Le invitaron a irse con ellos. Dennis no quería. Le pidieron los papeles. Discutieron acaloradamente. La bronca acabó en una celda. Le llamaron “ilegal” tantas veces como “sin papeles”. Pasó las horas volcando lágrimas sobre el suelo. A media tarde volvieron los agentes. Al verlo se quedaron estupefactos.
–¿Dónde está el negro? –preguntó el policía gordo.
–¿Cómo? –dijo Dennis.
–El africano de esta celda –aclaró la mujer.
El preso se levantó y se miró al espejo. Ya no era subsahariano. Su estatura había menguado unos treinta centímetros. Su piel era criolla. Su cabeza más cuadrada. El pelo mucho más liso y negro. Sus ojos estaban más separados. Ahora era latino.
Los agentes lo llevaron a una sala e interrogatorios. Ahí permaneció en soledad durante 45 eternos minutos. Apareció otro policía. A juzgar por sus ropas, debía ser inspector. Preguntó por el ecuatoriano. Dennis ya no sabía qué pensar. Pidió permiso para mirarse en el reflejo del cristal. Su tez se había vuelto de un blanco sucio, y su cabello era rubio. Parecía un rumano de manual. Rompió a llorar preso de una crisis de identidad. El inspector no entendía nada pero intentó consolarle.
Unas horas después apareció una abogada de oficio. Al verlo, quedó pensativa. Llamó al guardia. Ambos hablaron unos minutos. Acudió el inspector y los agentes del principio. Después de cierta deliberación acordaron dejarlo en libertad. Se disculparon con él millones de veces y lo llevaron en coche patrulla a casa. En el espejo del vehículo Dennis Crespo Martins volvió a reconocer su rostro, su piel y su vejez. Volvía a ser español, viejo e inmundo. Cuando el anciano pudo entrar en su casa, cuya puerta se encontraba misteriosamente mal cerrada, se abalanzó sobre el espejo con un profundo temor. ¿Y si había cambiado de nuevo? Se acostó cansado y chino.

Cuando el nuevo espíritu le despertó, Dennis ni siquiera se molestó en sorprenderse. Tan sólo agarró el espejito que se había traído a la cama y comprobó que era español de nuevo.
Este fantasma era bajito, musculoso, con una boquita de piñón y un prominente bigote corto. Era Freddie Mercury. Llevaba su camiseta amarilla sin mangas con un rayo dibujado a la altura del pecho, la chaqueta blanca y el pantalón también blanco con una raya roja en el exterior de la pernera. Un brillo dorado lo mistificaba todo. Lo primero que dijo Freddie parecía una declaración de intenciones.
–Quiero ser libre.
–¿Cómo? –replicó el anciano.
–Quiero liberarme de tus mentiras –completó el espíritu.
–No entiendo nada –expresó Dennis.
–Bah, es sólo una canción –dijo Freddie–. Escucha, muchacho, no estás siendo tolerante.
–¿Qué quieres decir? ¿Quién eres? Quiero decir, sé quién eras pero, ¿a quién representas?
–Dennis Crespo Martins, soy el fantasma de las Navidades homófobas. He venido para que dejes de despreciar, odiar y rechazar homosexuales. Ellos no han hecho daño a nadie, son buenos y poseen, en muchos casos, una sensibilidad especial.
–Tío, no te me acerques mucho que tú eras trucha –advirtió el viejo con su habitual tacto.
–Eres un ladrillo. Un trozo de barro cocido sin alma –contestó el espíritu desencantado–. Este paseo era obligatorio, pero hubiera preferido que estuvieras preparado de antemano. Veo que no lo estás.

El fantasma se agarró al micro de pie como si fuera un asidero de autobús. El aura dorada los tragó con cierta brusquedad. Después salió, una vez más, por la ventana, como si fuera un tren de mercancías sin control. En esta ocasión todo parecía más vertiginoso. El viaje fue breve. Llegaron hasta la puerta de un local sin letras. Dennis había pasado por allí cientos de veces sin saber que misterios ocultaban sus negras paredes. Esta vez estaba a punto de averiguarlo.
En el interior del recinto varias salas interconectadas hacían adivinar que se trataba de un sitio público de ocio y recreo. Barras de bar adornaban cada salón o habitación, además de camas, perchas, sofás, mesas de café, focos tenues y bolas de discoteca. Una música bakaladera ensuciaba el silencio con osadía. Sin duda se trataba de un templo del vicio y la depravación. No es que Dennis fuera un lince de la deducción: la cohabitación aparentemente casual de parejas de personas en cada rincón ayudaba a semejante conclusión. El anciano pudo registrar todo tipo de combinaciones: dos chicas, chico y chica, dos chicos, soltero y casada, jovencita y abuela, feo y guapo, rumano y venezolana… las posibilidades eran tantas como dúos albergaba el lugar. Todo aquello le produjo una profunda repulsión al viejo Dennis. ¿Por qué tenían que reunirse así para retozar? ¿No podían quedarse en sus casas y mantener el decoro? ¿Por qué había tanto degenerado? Ganas le entraban de coger una cerilla y prender fuego a todo.
Freddie Mercury observaba desconfiado la expresión reprobatoria del anciano. Frunció el ceño, dibujó en sus labios una sonrisa maliciosa y condujo a Dennis a una habitación roja.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Cuento de Nochebuena (5/7)

Un brillo azulado y rojizo descerrajó sus párpados. El anciano miró el espejo que se había traído a la cama. Seguía siendo él. El despertador marcaba las tres de la mañana, pero le parecía que hubieran pasado días. El resplandor metalizado volvió a llamar su atención. Un hombre de piel oscura y semblante serio le miraba fijamente. Iba trajeado y anudaba su garganta con una corbata impecablemente ajustada. Su expresión denotaba una seguridad en sí mismo que Dennis no recordaba haber percibido antes en ningún carismático orador. El espíritu era, o se parecía mucho a, Barack Obama. No era de extrañar que los destellos que emanaban de su aura fueran rojiazules, o que un sinfín de estrellas revoloteasen alrededor de su cabeza como si quisieran coronarle rey de América; o tal vez se había roto la crisma y veía las estrellas en lugar de pajaricos; otra posibilidad era que la bandera norteamericana hubiera tomado vida luminiscente a su derredor. En cualquiera de los tres casos el juego de luces le aportaba un glamour muy patriótico. Igual que Michael Jackson la noche anterior, Obama se expresaba en la lengua autóctona del lugar, lo cual agradeció el anciano.

–¿Cómo estás, Dennis? –preguntó el político con gravedad.
–Eres Obama –respondió el viejo entre estupefacción.
–Bueno –dijo el espíritu–, soy el fantasma de las Navidades racistas.
–Pero, pero… ¿qué hace aquí y por qué habla mi idioma? ¿Puede hablar inglés?
–Yes, we can –respondió Obama sin inmutarse–. Muchacho, es hora de buscar un cambio, un horizonte de esperanza y sanidad pública para todos.
–Oiga, que aquí ya hay sanidad para todos. También para esos negr…–Dennis se paró en seco cuando la sílaba ya delataba sus tintes xenófobos.
–No has aprendido nada, Dennis Crespo Martins –concluyó el espíritu con cierta amargura en su decepción–. Tendrás que acompañarme.

Antes de que el anciano pudiera quejarse, inmutarse o agarrarse a la pata de la cama, el halo de azul y rojo le envolvió con suavidad mientras las estrellas satélite le escoltaban por encima de azoteas y árboles. La nieve adornaba la atmósfera navideña cayendo con suavidad sobre la ciudad. Dennis sentía que lo precipitado del vuelo revolvía sus tripas, y decidió mirar hacia delante para que su estómago se olvidara del mareo. Sólo pudo ver a Obama como piloto de su inusual viaje astral. La extraña pareja continuó hasta el centro, y al llegar a la plaza del ayuntamiento comenzó a descender ante la indiferencia de todos los caminantes. Al tocar el suelo Obama comenzó a difuminarse. Las estrellas se extinguían, el resplandor rojiazul se debilitaba como si fallasen las pilas. Sólo el anciano permanecía entero y opaco, ya sin brillo. Cuando todo signo de sobrenaturalidad murió, Dennis quedó solo, en camisón y desubicado.
De repente notó que tenía frío. Su ropa de dormir y las babuchas eran abrigo escaso para una noche tan climatológicamente adversa. La nieve sería muy bonita, pero se hacía inhóspita en semejantes circunstancias. Decidió entonces volver a casa, pero el camino era largo. Nevaba, helaba e iba en camisón. Debía coger un transporte. Sin embargo, no tenía dinero encima. Pensó que alguien le llevaría. Intentó parar un coche. Casi lo atropellan. Otro conductor le hizo un comentario racista. Dennis no entendía nada. Luego lo llamaron moro. Él se paró frente a un escaparate. No creía lo que veía.
Sus finos labios eran ahora más carnosos. Su pelo entre gris y blanco era negro y muy rizado. Su piel se había oscurecido considerablemente. Reparó entonces en que su voz se aceleraba por momentos, y aunque hablaba español parecía comerse las vocales como si fuera un marroquí. Estaba mutando.
Tenía que volver a casa. Suplicó ayuda, hizo autostop, pidió dinero. Nadie le hizo caso. Los seres de aquella plaza caminaban deprisa o despacio, pero ninguno parecía verle. El frío le congelaba las entrañas. Empezó a tiritar de rodillas. A nadie le importó. Era absolutamente invisible. No duraría mucho. Iba a morir estúpidamente porque la gente lo ignoraba. Cuando la congelación le invitaba a dejarse caer sobre el asfalto nevado, una estrella blanca y luminiscente revoloteó a su alrededor creando una espiral de estrellitas en torno a su gélido cuerpo. Un aura azul y roja semitranslúcida y tremendamente brillante lo inundó y se lo quitó a la muerte heladora.

El aura aparcó en doble fila en un barrio marginal poblado de todo tipo de tonalidades raciales, menos la aria. El viejo esperaba una lluvia de miradas reprobatorias, gestos discriminatorios y actitudes amenazantes. En lugar de eso, se encontró rostros acogedores y manos abiertas. Allí se ayudaba al necesitado, especialmente si se trataba de señores mayores en camisón y cara de alelados. Los negros, moros y ecuatorianos no parecían ver a Obama, y lo único que percibían en el pobre Dennis Crespo era un temblor de huesos nacido no de la situación, ni de la xenofobia, sino de algo mucho más elemental y primario que los prejuicios arbitrarios: el frío de diciembre.
Un congoleño ofreció al viejo un tazón de sopa. Ésta era transparente y demasiado salada, denotando que sus únicos ingredientes eran agua hirviendo y concentrado de caldo de marca blanca. Sin embargo, el señor en camisón agradeció el gesto y sus manos el calor del tazón. Nunca había sentido frío. Era una sensación húmeda, desagradable, cortante como una lluvia de cuchillos, hiriente como las palabras mentadas a golpe de rencor. Pronto entró en calor. No sólo por el caldo concentrado de sal, también por la manta que un marroquí le vistió sobre los hombros. Una mujer ecuatoriana tan amable como pequeña le ofreció un cojín para salvar el suelo. Dennis no estaba en condiciones físicas de despreciar nada. Apareció un rumanito de unos once años devorando un bocadillo de pechugas empanadas. Se acercó a él y le ofreció un mordisco de su manjar, restringiendo con los dedos la envergadura del bocado que el viejo podía tomar. Con el hambre no valían las tontadas. Luego de ver que Dennis no mordía sus uñas al morder decidió ofrecerle otro trozo. Al final partió el bocadillo en dos. El anciano se echó a llorar y se abrazó a él. La ecuatoriana le acarició el hombro con un gesto de solidaridad. La esposa del marroquí salió de una puerta destartalada portando un té moruno a la menta y cuatro pastas secuzas. Dennis devoró todo con más hambre afectiva que física. Le ofrecieron entrar a media docena de casuchas y chabolas, pero él no quiso moverse de ahí. Deseaba morir de frío, pena e inanición. Había sido injusto, muy injusto con aquellas gentes. Se merecía acabar sólo como un perro.
La climatología estaba loca. La nieve que otrora flotase impecable se tornaba azulada y rojiza con destellos brillantes, como si alguien estuviera triturando espumillones desde el cielo. Unas estrellas blancas fulgurantes cayeron sobre el desolado viejo. Dennis Crespo Martins se vio envuelto en el aura de Obama otra vez, y se dejó llevar, abatido, hasta su lecho de miseria y egoísmo. El espíritu no dijo nada, y él tampoco abrió la boca.

sábado, 24 de diciembre de 2011

Cuento de Nochebuena (4/7)

A la mañana siguiente Dennis se levantó asustado. La pesadilla había sido cruel. No sólo se transformaba en niño sino que encima le gustaba serlo. Bajar de la cama, sin embargo, se le hizo más difícil que de costumbre. Parecía estar un metro sobre el suelo. Cuando llegó al lavabo sus sospechas se hicieron ciertas: apenas alcanzaba al grifo. Era pequeño. Se subió a la banqueta y se contempló en el espejo mentiroso que aquella mañana sólo reflejaba verdades. Tenía otra vez dos o tres años.
Estaba asustado. ¿Cómo le iba a decir eso a Greta? ¿Le internarían en un centro? ¿Y qué más daba? Meó rápidamente haciendo dibujitos con el pis y corrió al dormitorio buscando ropajes. Encontró un esquijama rojo con ositos de su misma talla y unas botas azules de Papá Pitufo. Se encasquetó uno y otras y salió a la vida.
Esta vez sí había adultos, camiones, autobuses y actividad urbana, pero a Dennis Crespo Martins todo le daba igual. Se abalanzó sobre un monopatín desperdigado y comenzó a remontar el carril bici hasta el parque de niños. Allí se reunió con los amiguitos del día anterior. No lo recordaban, pero pronto se hicieron inseparables.
Pasó allí la mañana, despreocupado, feliz y risueño. Cuando ir en la bici de Soraya se le hizo costoso, miró a sus piernas: eran muy grandes. Estaba creciendo a toda máquina. También el resto de su cuerpo y sus ropas cambiaban a velocidad vertiginosa. Se miró en el cristal del Mercadona. Lo mismo tenía siete u ocho años.
Una congoja existencial se apoderó de él. No quería crecer. Era precioso ser niño, despreocuparse, correr mirando al cielo y dándose con las farolas, rebozarse contra el asfalto, pintarse las manos de suciedad y el alma de vida. Fue a casa como un rayo. La puerta estaba abierta. Comió algo rápido de la nevera y marchó a la calle otra vez. Jugó y rejugó como si le fuera la vida en ello. Al atardecer estaba cansado de canicas, espadas de madera y pelotas de tenis. Las niñas en cambio le parecieron monísimas. Pero eran mayores para él. Alrededor de trece o catorce años. Con todo, ellas también le miraban. Cuatro chicas se acercaron hasta él.

–¿Cómo te llamas? –dijo la rubita de pelo liso.
–Dennis –respondió él con una voz ronca completamente distinta a la que había usado todo el día. Entonces observó su cuerpo y se dio cuenta de que había crecido un palmo o dos. Giró su rostro hacia el cristal de un escaparate. En lugar de su reflejo un atractivo chico de unas quince primaveras le devolvió la mirada. Entonces comprendió que no le quedaba mucho de inocencia. Cogió a la morena de la diadema y la besó con una pasión abrasadora. La nena cayó desmayada de la emoción. Continuó con la rubia de coletas, la del pelo rizado a lo chico y la rubita de pelo liso. Las cuatro niñas acabaron en el suelo rendidas a sus pies, amontonadas unas encima de otras. Dennis se marchó acelerado en un mar de suspiros y lanzamientos de besos a discreción.
Aquella noche se marchó de botellón con unos chavales que conoció bajo el puente. A las doce estaban todos borrachos, y por eso a nadie extrañó que el nuevo pareciera mayor. Dennis era ya un hombre maduro para las dos de la mañana, y cuando se acostó en su cama le pareció volver a su edad real.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Cuento de Nochebuena (3/7)

Eran casi las doce cuando el abuelo se metió en su cama. Tenía una cita con “Jane Eyre” y su teoría de que la película no hacía justicia a la novela de Charlotte Brontë. No leyó mucho rato. El sopor caía pesadamente sobre sus párpados como cables de plomo. Apagó la luz y la consciencia simultáneamente. A Dennis le parecieron horas de reparador descanso, pero unos minutos después percibió que el nivel de luminiscencia se multiplicaba exponencialmente en su habitación. Al principio creyó que la pesada de su hija había equivocado su cumpleaños y se había montado un funesto tinglado de fiesta sorpresa invadiendo su intimidad con una horterísima tarta apuñalada en bengalas, y que acompañaba tan desacertado ritual con toda la prole al completo: el respectivo y las tres fieras corruptas. Pero no. El asombrado vejete hubiera respirado tranquilo de no tener a su odiosa familia intentando caer bien a estas alturas del partido si un profundo temor no le hubiera agarrado la nuez con gélida firmeza. Ante él se erigía una figura reluciente como adorno navideño. Un niño afroamericano de unos nueve años de edad flotaba a escasos metros de su cama. Sus ojos eran grandes y expresivos; su sonrisa, traviesa y arrebatadora; su pelo rizado y negro recubría su cabeza en un escorzo redondeado y sesentero. Vestía un esmoquin con pajarita y unos dientes tan blancos que competían con su aura en méritos luminiscentes. Era Michael Jackson con ocho años.
Dennis hubiera jurado que se trataba del malogrado cantante de no ser por tres o cuatro detalles sin importancia: había muerto hacía un año; de seguir vivo debería tener unos 50; no podría flotar ingrávido a un metro del suelo; y sobre todo, su cuerpo no irradiaría ese brillo traslúcido a medio camino entre la transparencia y la luz. Realmente parecía una bombilla suspendida de ninguna parte. El pobre abuelo hubiera ralentizado su asombro por unos minutos más, pero la voz del espíritu lo sacó del trance en que se hallaba atrapado.

–Dennis –dijo el niño,– he venido a buscarte.
–No, por favor –replicó el anciano–. Soy muy joven para morir. Y no he pagado el piso este mes –si albergaba alguna duda de la naturaleza esotérica de su invitado, el acento vallisoletano perfecto y la lengua castellana en la que se expresaba lo sacó de su indecisión para siempre.
–Dennis, no eres bueno. Te has vuelto huraño y seco.
–No, por favor –gimió el viejo lleno de temor a una desintegración masiva de sus átomos–. Dame otra oportunidad y seré bueno. Querré a mis nietos. No le contestaré a mi hija, y me iré con mi yerno a jugar al fútbol sana.
–Es fútbol sala –replicó el fantasma con mesura–. No, Dennis Crespo Martins, tu pecado es mucho mayor que eso, y es hora de que te arrepientas de tus faltas.
–No, por favor, no volveré a jurar frente a Jorge Javier Vázquez –adelantó el asustado anfitrión preso del pánico existencial.
–Ya basta –cortó el espíritu con su blanca y cálida sonrisa–. Ven.

Poco hubiera importado que Dennis se resistiera o no. El aura que rodeaba al niño Michael Jackson lo embriagó hasta que sus huesos flotaron en la misma atmósfera. El anciano tuvo que sujetarse el camisón para evitar que la ingravidez descubriera sus partes pudendas. La ventana estaba cerrada pero se abrió suavemente ante la proximidad de ambos entes flotantes. Una vez en el exterior, el aura dorada de estrellas basculantes se aceleró hasta que al pobre viejo se le salieron las tripas por la boca. Al llegar al piso la nube frenó en seco, librando al abuelo de rendir cuentas al segador en tan aciagas fechas.
Dennis Crespo esperaba encontrar vacías calles y plazas. Sin embargo, un tropel de niños animaba cada rincón del barrio. Los había casi bebés, caminando torpemente entre los adoquines de piedra descuajeringados, y también adolescentes coquetos intentando impresionar a las chicas del banco de al lado. Muchos niños de diez u once años perseguían un balón que parecía tener vida propia y muchas ganas de esquivar una lluvia de patadas intencionadas. Los de ocho o siete correteaban con patines y bicis. Los había chinos movidos, ecuatorianos tranquilos, gitanos guapísimos, rumanos espabilados, negritos atléticos, moros traviesos, portugueses tristones…todo el lugar era una ONU en miniatura o un anuncio de United Colours of Benetton.
Sin embargo, lo que más desconcertó al señor es que no vio por ningún sitio adulto alguno. Los chicos estaban solos, incluso los más pequeños. Seguro que pronto empezaban a pegarse, o a proyectar una lluvia de japos. Esa última posibilidad parecía tan factible como apetitosa. Dennis se acomodó en su burbuja estrellada deseando contemplar la chispa que iniciara el inevitable conflicto. Al fin y al cabo, su fracaso suponía la victoria de la supervisión de los mayores, la necesidad de normas y disciplina frente a tanta algarabía y desorganización.
Pero los minutos corrían y la risa no se hacía llanto. El conflicto no venía, el caos no era caótico, y tan insignificantes resultaban las escasas amarguras que parecían dulces. Pronto el anciano hubo de cambiar censura premonitoria por sorpresa positiva: los niños eran capaces de convivir, jugar, correr, reír, compartir, ayudar y sentir. No necesitaban a sus padres para seguir un patrón de comportamiento, se mostraban autónomos y valientes. A Dennis le costaba aceptar tanta mesura en seres tan inmaduros, pero acabó por echarle la culpa al fantasma. “Bah”, dijo, “seguro que estos niños están trucados por el crío ese de color”.
Pero la noche se consumía y Dennis a cada minuto se maravillaba más de lo que veía. No mucho después el abuelo había bajado de la nube y se revolcaba por la nieve cual croqueta en una sartén de granizado. Los más pequeños se revolvían con él en la blancura con un coro de risas desatadas. Después vinieron los columpios, la pelota, los polis y cacos, el patín de Eric, la bici de Sandra, la comba de Snrhine y los soldaditos de Samba. Michael Jackson le conminó a volver a casa:
–Es tarde –insinuó Michael.
–No, por favor, un poco más –respondió Dennis.

De repente se quedó paralizado. Se echó las manos a la garganta y volvió a hablar. Su voz era pueril, aniñada, como de seis años. Se miró las manos. Eran diminutas y suaves. Su ropa tampoco era el camisón que llevaba antes. En su lugar un abrigo naranja y azul le protegía del frío, y unas botas de esquiador rojas y blancas guiaban sus impredecibles pasos. El pantalón también era de nieve, pero esta vez amarillo. Todo era chillón y de dudoso gusto, pero a Dennis le pareció precioso. Corrió apresurado hasta el maletín de la Sta. Peppis de Adina, le pidió el espejo con una mueca arrebatadora y encontró su verdadero yo al fondo del mar que contenía el cristal. Sus ojeras no estaban. Sus labios eran finos y sonrosaditos. La piel, otrora áspera y oscura, mostraba una tonalidad luminosa y llena de vida. Sus dientes seguían siendo escasos, pero blancos y relucientes en lugar de amarillentos y gastados. Sus ojos encerraban un universo de inocencia e ilusión. Aquel niño de cuatro o cinco años no podía ser él.
Dennis se sintió flotar. Los niños, sus amigos, parecían caerse al vacío con la tierra misma. El mundo parecía desplomarse en caída libre. Sin embargo, no era el barrio lo que se movía. Era él el que ascendía en un aura brillante de estrellas doradas. Rompió a llorar, sin saber si era la tristeza o el hambre lo que producía semejante reacción. Ya no sabía hablar. Movía las manos torpemente y chillaba para que Michael Jackson le hiciera caso. Era un bebé de pocos meses cuando el cantante lo dejó en su cama.

Cuento de Nochebuena (2/7)

Pero la paedofobia constituía, tan sólo, uno de sus caballos de batalla. Cuando caminaba por sus calles, ésas que miles de veces había pateado, se cruzaba frecuentemente con seres alienígenas que se hallaban allí para invadirlo todo. Algunos eran más bajos de lo normal, con el pelo liso y negro, el rostro chato y la tez mestiza. Otros eran muy blancos, pero extrañamente sucios en su tono de piel. Hablaban muy extraño. También los había musculosos, de sudor infame a cebolla y color marrón; amarillos de ojos rasgados y sonrisa excesiva; individuos pseudo-oscuros y pelo rizado con tendencia al machismo. Dennis no tragaba a los extranjeros. Los había de todos los colores y aromas: sudakas, moros, ponypayos, mafiosos del este, orangutanes del aquel, gitanos chaboleros. Ninguno merecía la pena. Sólo habían venido a llevarse el porvenir, a reventar el mercado, a robar las ayudas. Los extranjeros estaban colapsando el sistema. Dennis no iba mucho al médico, pero le reventaba sentarse junto a senegalesas con largas túnicas multicolores y aroma de cebolla, o compartir su autobús de línea con rumanos y ecuatorianos de distintas tonalidades. Incluso entre ellos no se ponían de acuerdo. Tampoco le hacía mucha gracia ver ingleses, americanos e irlandeses, pero estos al menos sí mostraban respeto por la raza blanca, además de afincarse en España con la cartera llena, a diferencia de los marcianos de colores.
Dennis nunca volvía a entrar en bares y comercios donde le atendían personas con acento extraño, piel de tonalidad sospechosa o hábitos poco salubres. Cada vez era más complicado tomarse el carajillo en su país. Por momentos tenía la sensación de que habían arrancado su edificio de cuajo y lo habían asentado en medio de la estepa china o los altiplanos peruanos. Salir al exterior suponía recorrer Kinsasa o Brazzaville a pleno sol, y adentrarse por según que callejones le transportaba al Taiwán más exótico que nunca vieran pupilas europeas. Si uno cerraba los ojos podía oír el sonido inconfundiblemente ininteligible de etnias árabes escupiendo palabras encadenadas a mil por minuto, y si el oyente tenía la suerte de entender otras conversaciones circundantes, éstas sin duda arrastraban los dejes y acentos de culebrones venezolanos y noticieros mexicanos. España ya no era España. Los albañiles eran rumanos; las masajistas, chinas; las camareras, ecuatorianas; los ambulantes, senegaleses; las limpiadoras, portuguesas; los guiris, alemanes; los chatarreros, gitanos; los gamberros, ingleses; los puestos del rastro, morunos.
Por toda esa indeseable colonización de sus insignes terruños ibéricos, el señor Crespo repudiaba a los inmigrantes todavía más que a los niños, y sólo dos cosas le producían mayor rechazo. La primera era los críos extranjeros. La segunda eran los homosexuales y otros desviados, especialmente si acompañaban tan ignominiosa enfermedad con unos denigrantes orígenes foráneos. Dennis recordaba especialmente a un mozalbete brasileño de marcada pluma y arrogante insolencia que gustaba de presumir de sus tres grandes pecados; esto es, de su raza, edad y condición sexual. El pobre Dennis no acertaba a determinar, cuando veía al efebo, cuál de los tres defectos le producía mayor repulsión.
La mayoría de los homófobos tenían animadversión al exceso, la parodia, el histerismo y las necesidades primarias de escandalizar llamando la atención gratuitamente, pero aceptaban a regañadientes a aquellos enfermos que ocultaban su debilidad entre el raso de sus mancilladas sábanas. Dennis no. Cierto que odiaba la pompa y el ruido de los maricas por encima de cualquier otra cosa, pero tampoco perdonaba a aquellos individuos, mujeres u hombres, que gozaban de su pervertida sexualidad en la intimidad de su alcoba. Para el viejo lo mismo era una cosa que otra, y el sida se erigía como una señal divina de que la promiscuidad desatada y desviada sólo podía conducir al vesubio de la purga celestial. Todo en ellos era desagradable: sus cortes de pelo, las ropas indecentes, las manos atadas en un falso guiño paródico al verdadero amor, las orejas sin pendientes en ellas y multiperforadas en ellos, las voces de flauta o machorra, la indolencia gestual, la falta de higiene o el exceso de la misma, las plumas, el cuero, los colorines, la chulería desafiante, la provocación, el desenfreno público, los gemidos privados…todo era una completa perversión que indicaba que el mundo efectivamente se torcía sin remisión.
Dennis Crespo Martins imaginaba a veces que la pesadilla se hacía verdad, que el hombre perdía el interés en la mujer y viceversa, y ambos se relacionaban sólo y equivocadamente con los de su género. Entonces los niños dejaban de nacer. La tierra envejecía, y en un centenar de años moría el último de los seres humanos sin posibilidad alguna de perpetuación. Ese día se estaba acercando. Y él no podría evitarlo. Ni le respaldaba el vigor de antaño ni la confianza para convencer a los equivocados. Tampoco quería acercarse mucho a ellos. La homosexualidad estaba destrozando el mundo más rápido que los extranjeros y los criajos. Todo se iba a pique.
Tan enfrascado se hallaba el insigne anciano en sus trascendentales digresiones que no reparó en la oscuridad avasallando al día. No era seguro pasear a la suerte de la luna, y menos en estos tiempos donde uno podía ser atracado por inmigrantes, atropellado por niños en bicicleta o acosado por homosexuales desatados. Dennis cerró tan horrendos presentimientos dirigiéndose con celeridad a su hogar. Era 23 de diciembre y en apenas cuatro horas irrumpiría la madrugada de Nochebuena. Desde pequeño le gustaba estirar los días especiales hasta convertir la noche del 24 y el día siguiente en tres jornadas mágicas donde todo podía ocurrir. El encanto parecía haber muerto hacía muchas Navidades, pero todavía esperaba con cierto descreimiento que ocurriera algo especial; no maravilloso, pero sí indicativo de algún cambio, mejora o novedad, por pequeña que fuera.
Dennis Crespo Martins no lo sabía. Pero esas noches indelebles estaban a punto de serigrafiarse en su alma.