martes, 27 de diciembre de 2011

Cuento de Nochebuena (6/7)

Se levantó moro perdido. Su cabello seguía siendo rizado y moreno; su piel, sucia y oscura; su voz, ágil y verborreica. Se vistió y marchó a la calle. Seguro que su médico de cabecera podía ayudarle. Llegó a consulta con su tarjeta sanitaria. Sólo había colombianos, rumanos, negros y mexicanos. Entró cuando le llegó el turno. La médico era ecuatoriana. Eso a Dennis no le pareció nada bien. Vio su tarjeta y le pidió el DNI. La doctora concluyó que él no era él. Dennis no comprendía nada. Se miró al espejo de la consulta. Era negro como el tizón. Empezó a gritar. La ecuatoriana llamó a admisión. El viejo seguía histérico. A los quince minutos apareció la policía local. Le invitaron a irse con ellos. Dennis no quería. Le pidieron los papeles. Discutieron acaloradamente. La bronca acabó en una celda. Le llamaron “ilegal” tantas veces como “sin papeles”. Pasó las horas volcando lágrimas sobre el suelo. A media tarde volvieron los agentes. Al verlo se quedaron estupefactos.
–¿Dónde está el negro? –preguntó el policía gordo.
–¿Cómo? –dijo Dennis.
–El africano de esta celda –aclaró la mujer.
El preso se levantó y se miró al espejo. Ya no era subsahariano. Su estatura había menguado unos treinta centímetros. Su piel era criolla. Su cabeza más cuadrada. El pelo mucho más liso y negro. Sus ojos estaban más separados. Ahora era latino.
Los agentes lo llevaron a una sala e interrogatorios. Ahí permaneció en soledad durante 45 eternos minutos. Apareció otro policía. A juzgar por sus ropas, debía ser inspector. Preguntó por el ecuatoriano. Dennis ya no sabía qué pensar. Pidió permiso para mirarse en el reflejo del cristal. Su tez se había vuelto de un blanco sucio, y su cabello era rubio. Parecía un rumano de manual. Rompió a llorar preso de una crisis de identidad. El inspector no entendía nada pero intentó consolarle.
Unas horas después apareció una abogada de oficio. Al verlo, quedó pensativa. Llamó al guardia. Ambos hablaron unos minutos. Acudió el inspector y los agentes del principio. Después de cierta deliberación acordaron dejarlo en libertad. Se disculparon con él millones de veces y lo llevaron en coche patrulla a casa. En el espejo del vehículo Dennis Crespo Martins volvió a reconocer su rostro, su piel y su vejez. Volvía a ser español, viejo e inmundo. Cuando el anciano pudo entrar en su casa, cuya puerta se encontraba misteriosamente mal cerrada, se abalanzó sobre el espejo con un profundo temor. ¿Y si había cambiado de nuevo? Se acostó cansado y chino.

Cuando el nuevo espíritu le despertó, Dennis ni siquiera se molestó en sorprenderse. Tan sólo agarró el espejito que se había traído a la cama y comprobó que era español de nuevo.
Este fantasma era bajito, musculoso, con una boquita de piñón y un prominente bigote corto. Era Freddie Mercury. Llevaba su camiseta amarilla sin mangas con un rayo dibujado a la altura del pecho, la chaqueta blanca y el pantalón también blanco con una raya roja en el exterior de la pernera. Un brillo dorado lo mistificaba todo. Lo primero que dijo Freddie parecía una declaración de intenciones.
–Quiero ser libre.
–¿Cómo? –replicó el anciano.
–Quiero liberarme de tus mentiras –completó el espíritu.
–No entiendo nada –expresó Dennis.
–Bah, es sólo una canción –dijo Freddie–. Escucha, muchacho, no estás siendo tolerante.
–¿Qué quieres decir? ¿Quién eres? Quiero decir, sé quién eras pero, ¿a quién representas?
–Dennis Crespo Martins, soy el fantasma de las Navidades homófobas. He venido para que dejes de despreciar, odiar y rechazar homosexuales. Ellos no han hecho daño a nadie, son buenos y poseen, en muchos casos, una sensibilidad especial.
–Tío, no te me acerques mucho que tú eras trucha –advirtió el viejo con su habitual tacto.
–Eres un ladrillo. Un trozo de barro cocido sin alma –contestó el espíritu desencantado–. Este paseo era obligatorio, pero hubiera preferido que estuvieras preparado de antemano. Veo que no lo estás.

El fantasma se agarró al micro de pie como si fuera un asidero de autobús. El aura dorada los tragó con cierta brusquedad. Después salió, una vez más, por la ventana, como si fuera un tren de mercancías sin control. En esta ocasión todo parecía más vertiginoso. El viaje fue breve. Llegaron hasta la puerta de un local sin letras. Dennis había pasado por allí cientos de veces sin saber que misterios ocultaban sus negras paredes. Esta vez estaba a punto de averiguarlo.
En el interior del recinto varias salas interconectadas hacían adivinar que se trataba de un sitio público de ocio y recreo. Barras de bar adornaban cada salón o habitación, además de camas, perchas, sofás, mesas de café, focos tenues y bolas de discoteca. Una música bakaladera ensuciaba el silencio con osadía. Sin duda se trataba de un templo del vicio y la depravación. No es que Dennis fuera un lince de la deducción: la cohabitación aparentemente casual de parejas de personas en cada rincón ayudaba a semejante conclusión. El anciano pudo registrar todo tipo de combinaciones: dos chicas, chico y chica, dos chicos, soltero y casada, jovencita y abuela, feo y guapo, rumano y venezolana… las posibilidades eran tantas como dúos albergaba el lugar. Todo aquello le produjo una profunda repulsión al viejo Dennis. ¿Por qué tenían que reunirse así para retozar? ¿No podían quedarse en sus casas y mantener el decoro? ¿Por qué había tanto degenerado? Ganas le entraban de coger una cerilla y prender fuego a todo.
Freddie Mercury observaba desconfiado la expresión reprobatoria del anciano. Frunció el ceño, dibujó en sus labios una sonrisa maliciosa y condujo a Dennis a una habitación roja.

2 comentarios:

  1. Jo, que tío, ni pasándolas putas es capaz de cambiar la forma de pensar...bueno, supongo que como todos. Pero está siendo divertidísimo verle :D

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  2. Ah, soy "explorador", volví a equivocarme...lo de la habitación roja debe ser tremendo, si allí acaba todo... ;)

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