miércoles, 21 de diciembre de 2011

Cuento de Nochebuena (2/7)

Pero la paedofobia constituía, tan sólo, uno de sus caballos de batalla. Cuando caminaba por sus calles, ésas que miles de veces había pateado, se cruzaba frecuentemente con seres alienígenas que se hallaban allí para invadirlo todo. Algunos eran más bajos de lo normal, con el pelo liso y negro, el rostro chato y la tez mestiza. Otros eran muy blancos, pero extrañamente sucios en su tono de piel. Hablaban muy extraño. También los había musculosos, de sudor infame a cebolla y color marrón; amarillos de ojos rasgados y sonrisa excesiva; individuos pseudo-oscuros y pelo rizado con tendencia al machismo. Dennis no tragaba a los extranjeros. Los había de todos los colores y aromas: sudakas, moros, ponypayos, mafiosos del este, orangutanes del aquel, gitanos chaboleros. Ninguno merecía la pena. Sólo habían venido a llevarse el porvenir, a reventar el mercado, a robar las ayudas. Los extranjeros estaban colapsando el sistema. Dennis no iba mucho al médico, pero le reventaba sentarse junto a senegalesas con largas túnicas multicolores y aroma de cebolla, o compartir su autobús de línea con rumanos y ecuatorianos de distintas tonalidades. Incluso entre ellos no se ponían de acuerdo. Tampoco le hacía mucha gracia ver ingleses, americanos e irlandeses, pero estos al menos sí mostraban respeto por la raza blanca, además de afincarse en España con la cartera llena, a diferencia de los marcianos de colores.
Dennis nunca volvía a entrar en bares y comercios donde le atendían personas con acento extraño, piel de tonalidad sospechosa o hábitos poco salubres. Cada vez era más complicado tomarse el carajillo en su país. Por momentos tenía la sensación de que habían arrancado su edificio de cuajo y lo habían asentado en medio de la estepa china o los altiplanos peruanos. Salir al exterior suponía recorrer Kinsasa o Brazzaville a pleno sol, y adentrarse por según que callejones le transportaba al Taiwán más exótico que nunca vieran pupilas europeas. Si uno cerraba los ojos podía oír el sonido inconfundiblemente ininteligible de etnias árabes escupiendo palabras encadenadas a mil por minuto, y si el oyente tenía la suerte de entender otras conversaciones circundantes, éstas sin duda arrastraban los dejes y acentos de culebrones venezolanos y noticieros mexicanos. España ya no era España. Los albañiles eran rumanos; las masajistas, chinas; las camareras, ecuatorianas; los ambulantes, senegaleses; las limpiadoras, portuguesas; los guiris, alemanes; los chatarreros, gitanos; los gamberros, ingleses; los puestos del rastro, morunos.
Por toda esa indeseable colonización de sus insignes terruños ibéricos, el señor Crespo repudiaba a los inmigrantes todavía más que a los niños, y sólo dos cosas le producían mayor rechazo. La primera era los críos extranjeros. La segunda eran los homosexuales y otros desviados, especialmente si acompañaban tan ignominiosa enfermedad con unos denigrantes orígenes foráneos. Dennis recordaba especialmente a un mozalbete brasileño de marcada pluma y arrogante insolencia que gustaba de presumir de sus tres grandes pecados; esto es, de su raza, edad y condición sexual. El pobre Dennis no acertaba a determinar, cuando veía al efebo, cuál de los tres defectos le producía mayor repulsión.
La mayoría de los homófobos tenían animadversión al exceso, la parodia, el histerismo y las necesidades primarias de escandalizar llamando la atención gratuitamente, pero aceptaban a regañadientes a aquellos enfermos que ocultaban su debilidad entre el raso de sus mancilladas sábanas. Dennis no. Cierto que odiaba la pompa y el ruido de los maricas por encima de cualquier otra cosa, pero tampoco perdonaba a aquellos individuos, mujeres u hombres, que gozaban de su pervertida sexualidad en la intimidad de su alcoba. Para el viejo lo mismo era una cosa que otra, y el sida se erigía como una señal divina de que la promiscuidad desatada y desviada sólo podía conducir al vesubio de la purga celestial. Todo en ellos era desagradable: sus cortes de pelo, las ropas indecentes, las manos atadas en un falso guiño paródico al verdadero amor, las orejas sin pendientes en ellas y multiperforadas en ellos, las voces de flauta o machorra, la indolencia gestual, la falta de higiene o el exceso de la misma, las plumas, el cuero, los colorines, la chulería desafiante, la provocación, el desenfreno público, los gemidos privados…todo era una completa perversión que indicaba que el mundo efectivamente se torcía sin remisión.
Dennis Crespo Martins imaginaba a veces que la pesadilla se hacía verdad, que el hombre perdía el interés en la mujer y viceversa, y ambos se relacionaban sólo y equivocadamente con los de su género. Entonces los niños dejaban de nacer. La tierra envejecía, y en un centenar de años moría el último de los seres humanos sin posibilidad alguna de perpetuación. Ese día se estaba acercando. Y él no podría evitarlo. Ni le respaldaba el vigor de antaño ni la confianza para convencer a los equivocados. Tampoco quería acercarse mucho a ellos. La homosexualidad estaba destrozando el mundo más rápido que los extranjeros y los criajos. Todo se iba a pique.
Tan enfrascado se hallaba el insigne anciano en sus trascendentales digresiones que no reparó en la oscuridad avasallando al día. No era seguro pasear a la suerte de la luna, y menos en estos tiempos donde uno podía ser atracado por inmigrantes, atropellado por niños en bicicleta o acosado por homosexuales desatados. Dennis cerró tan horrendos presentimientos dirigiéndose con celeridad a su hogar. Era 23 de diciembre y en apenas cuatro horas irrumpiría la madrugada de Nochebuena. Desde pequeño le gustaba estirar los días especiales hasta convertir la noche del 24 y el día siguiente en tres jornadas mágicas donde todo podía ocurrir. El encanto parecía haber muerto hacía muchas Navidades, pero todavía esperaba con cierto descreimiento que ocurriera algo especial; no maravilloso, pero sí indicativo de algún cambio, mejora o novedad, por pequeña que fuera.
Dennis Crespo Martins no lo sabía. Pero esas noches indelebles estaban a punto de serigrafiarse en su alma.

2 comentarios:

  1. Joder con Dennis...menudo segregador de odios jajajaja, ¡¡pero si odia a los niños y la pesadilla de que no nazcan niños!! En fin, supongo que les gustan los ancianos. Y que necesitará algo muy fuerte para cambiar su manera de pensar (y de ser ni te digo). Bueno, continúo expectante :)

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  2. Te deseo felices fiestas junto a tus seres queridos.
    Saludos.

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