Las paredes, techado y suelos se encontraban enmoquetados de carmín, y los muebles eran de terciopelo dorado. Allí, en lo más profundo de un sofá granate y oro, el viejo pudo reconocer a un antiguo amigo.
–¡Pablo, oh, Pablo! Pero, ¿qué estás haciendo aquí? –preguntó Dennis entre asombrado y perplejo.
–Ya ves –dijo el señor mayor que momentos antes se besaba con un honorable chino de más de cincuenta–, aquí pasando un buen rato.
–Pero, pero… si es un hombre –replicó Dennis escandalizado–. Pablo, que yo fui a tu boda con Leonor. ¿En qué te has convertido?
–No me he convertido en nada. Mira, te presento a Noriyuki Morita, mi novio. Y no es chino, es japonés.
–¡Pero si tu estabas casado con Leonor! –Dennis no podía creer aquello–. Tú no eres maricón.
–Mira, Dennis. He querido mucho a Leonor, y la tendré siempre en mi memoria y en mi corazón. Ahora estoy con Nori, y nos queremos mucho. Antes estaba con una persona, preciosa, por cierto, y ahora estoy con otra, también maravillosa –mientras decía esto, Pablo acompañaba sus palabras de unas tiernas caricias en el brazo del anciano japonés.
–Pero, Pablo –argumentaba Dennis con un tono estridente, de incredulidad en su voz–, que te has vuelto trucha.
–No, Dennis, no. Yo ya hacía a todo. Mientras estuve con una mujer todo iba genial, pero ahora que estoy con un hombre, mayor y asiático ya no está bien, ¿verdad?
–No, si a mí que sea mayor me da igual –arregló el viejo.
–Vaya por dios –sentenció Pablo.
–¡Pero tú eras mi amigo! –reprochó Dennis.
–¡Y lo sigo siendo! –replicó Pablo subiendo el tono de voz–. ¿Qué tiene que ver una cosa con otra? ¿Qué relación tiene que me acueste con un chop suey para que nuestra amistad se resienta? ¿Tan cenutrio eres?
Dennis Crespo Martins no sabía qué decir. Una cosa era que los homosexuales camparan por ahí furtivamente y otra muy distinta que su amigo de infancia casado 45 años con una mujer beata y abnegada ahora se pasara al lado oscuro por degeneración o soledad. Empezó a negar con la cabeza, a sentirse aturullado, a gritar desprecio y homofobia a las cuatro paredes. Estaba hecho una furia. El corazón le iba a mil por hora. Buscó la salida entre agobio y prisa. Cada puerta que atravesaba contemplaba espectáculos más viciosos. Se arrodilló con la cara entre las manos. Por un momento todos se pararon a contemplarle. Después continuaron abrazados a sus diversas perversiones. Cuando ya nadie reparaba en el anciano en camisón postrado en la derrota, el espíritu apareció de nuevo con un cubata en la mano. Bebió un tragó y le ofreció a Dennis. El viejo acabó el copazo de un sorbo ahogado. Después le suplicó al fantasma que le llevara de allí.
La mañana siguiente era 24 de diciembre. Dennis se levantó aliviado. No era niño ni negro. Le gustaban las mujeres. Todo debía ser un mal sueño encadenado, resaca sin duda del exceso de lasaña de la noche anterior. Se aseó con alivio, se puso la ropa de los domingos y salió a la calle. España podría no ser un paraíso, pero él al menos tenía gran bagaje de vida, era español y castizo.
El aire parecía haber invitado a las nieves perpetuas a quedarse. El vaho bucal recortaba el frío en la atmósfera. El invierno había dejado de llamar a la puerta y se recostaba en el salón de la ciudad con cierta familiaridad. Dennis vio pasar un hombre de color. Desprendía cierto olor como a cebolla. Le pareció un sudor muy varonil. Era alto, bien plantado, de unos cuarenta años. Vestía mejor que la mayoría de los negros en Europa. Los africanos creían que las ropas coloridas les quedaban bien, o sentían predilección por los jerseys marrones, rojos o negros, colores que no pegaban nada con su tono de piel. Este moreno, en cambio, combinaba con acierto ropajes azules y blancos. Era elegante, tenía porte y parecía educado. Dennis le preguntó algo intrascendente. El negro le contestó con cercanía. Siguieron hablando mientras caminaban.
A las siete de la tarde sonó el timbre en casa de Greta. Lorraine se apresuró a abrir ganando la partida a Salomón. Tenía mucha curiosidad por conocer al amigo que el abuelo Dennis iba a traer a la cena. Decían que vendría con sus hijos. Poco se esperaban en aquella casa que el abuelo se presentase con su novio, un varón senegalés de piel oscura y 40 tacos, viudo y padre de ocho niños conguitos entre los quince y los cuatro años. Los diez fueron bienvenidos. Dennis traía un saco enorme de regalos. El senegalés varias bolsas de catering para completar la cena. Se miraban de modo especial. Se habían conocido sólo unas horas antes, pero sentían algo eterno entre ambos. Dennis era un cielo. Se había ganado a los chicos en tiempo record, y parecía otra persona. Incluso los nietos biológicos del anciano se sentían celosos. Pero aquello duró pocos instantes. Dennis Crespo Martins se ganó el corazón de Salomón, Lorraine y Sabina con tanta pericia como había cautivado los de su chico y sus deliciosos conguitos. A Cristo todo le parecía estupendo. Sólo Greta flipaba en colores. No se creía lo que veía. Su padre nunca había soportado a los niños, ni a los inmigrantes, ni mucho menos a los gays. Cuatro horas de incredulidad después decidió rendirse. Aceptó que las personas cambian, y que más vale tarde que nunca. Fue a la ventana a recolocar un adorno navideño. Entonces creyó ver algo recortándose sobre las nubes. Escudriñó mejor esperando ver a un anciano gordo de barba blanca y vestido de coca-cola sobre un trineo volador. En lugar de tan anglosajona estampa, Greta Crespo atisbó un aura resplandeciente de tonos dorados, azules, rojizos y blancos. En su interior, Barack Obama, Freddie Mercury y un pueril Michael Jackson le sonreían con cierta complicidad. Greta no entendió nada, pero cerró la sospecha y abrió el corazón. Después se abrazó a su padre con una sinceridad olvidada en el amanecer de los tiempos y en el ocaso de los sentimientos desnudos.
–Ya ves –dijo el señor mayor que momentos antes se besaba con un honorable chino de más de cincuenta–, aquí pasando un buen rato.
–Pero, pero… si es un hombre –replicó Dennis escandalizado–. Pablo, que yo fui a tu boda con Leonor. ¿En qué te has convertido?
–No me he convertido en nada. Mira, te presento a Noriyuki Morita, mi novio. Y no es chino, es japonés.
–¡Pero si tu estabas casado con Leonor! –Dennis no podía creer aquello–. Tú no eres maricón.
–Mira, Dennis. He querido mucho a Leonor, y la tendré siempre en mi memoria y en mi corazón. Ahora estoy con Nori, y nos queremos mucho. Antes estaba con una persona, preciosa, por cierto, y ahora estoy con otra, también maravillosa –mientras decía esto, Pablo acompañaba sus palabras de unas tiernas caricias en el brazo del anciano japonés.
–Pero, Pablo –argumentaba Dennis con un tono estridente, de incredulidad en su voz–, que te has vuelto trucha.
–No, Dennis, no. Yo ya hacía a todo. Mientras estuve con una mujer todo iba genial, pero ahora que estoy con un hombre, mayor y asiático ya no está bien, ¿verdad?
–No, si a mí que sea mayor me da igual –arregló el viejo.
–Vaya por dios –sentenció Pablo.
–¡Pero tú eras mi amigo! –reprochó Dennis.
–¡Y lo sigo siendo! –replicó Pablo subiendo el tono de voz–. ¿Qué tiene que ver una cosa con otra? ¿Qué relación tiene que me acueste con un chop suey para que nuestra amistad se resienta? ¿Tan cenutrio eres?
Dennis Crespo Martins no sabía qué decir. Una cosa era que los homosexuales camparan por ahí furtivamente y otra muy distinta que su amigo de infancia casado 45 años con una mujer beata y abnegada ahora se pasara al lado oscuro por degeneración o soledad. Empezó a negar con la cabeza, a sentirse aturullado, a gritar desprecio y homofobia a las cuatro paredes. Estaba hecho una furia. El corazón le iba a mil por hora. Buscó la salida entre agobio y prisa. Cada puerta que atravesaba contemplaba espectáculos más viciosos. Se arrodilló con la cara entre las manos. Por un momento todos se pararon a contemplarle. Después continuaron abrazados a sus diversas perversiones. Cuando ya nadie reparaba en el anciano en camisón postrado en la derrota, el espíritu apareció de nuevo con un cubata en la mano. Bebió un tragó y le ofreció a Dennis. El viejo acabó el copazo de un sorbo ahogado. Después le suplicó al fantasma que le llevara de allí.
La mañana siguiente era 24 de diciembre. Dennis se levantó aliviado. No era niño ni negro. Le gustaban las mujeres. Todo debía ser un mal sueño encadenado, resaca sin duda del exceso de lasaña de la noche anterior. Se aseó con alivio, se puso la ropa de los domingos y salió a la calle. España podría no ser un paraíso, pero él al menos tenía gran bagaje de vida, era español y castizo.
El aire parecía haber invitado a las nieves perpetuas a quedarse. El vaho bucal recortaba el frío en la atmósfera. El invierno había dejado de llamar a la puerta y se recostaba en el salón de la ciudad con cierta familiaridad. Dennis vio pasar un hombre de color. Desprendía cierto olor como a cebolla. Le pareció un sudor muy varonil. Era alto, bien plantado, de unos cuarenta años. Vestía mejor que la mayoría de los negros en Europa. Los africanos creían que las ropas coloridas les quedaban bien, o sentían predilección por los jerseys marrones, rojos o negros, colores que no pegaban nada con su tono de piel. Este moreno, en cambio, combinaba con acierto ropajes azules y blancos. Era elegante, tenía porte y parecía educado. Dennis le preguntó algo intrascendente. El negro le contestó con cercanía. Siguieron hablando mientras caminaban.
A las siete de la tarde sonó el timbre en casa de Greta. Lorraine se apresuró a abrir ganando la partida a Salomón. Tenía mucha curiosidad por conocer al amigo que el abuelo Dennis iba a traer a la cena. Decían que vendría con sus hijos. Poco se esperaban en aquella casa que el abuelo se presentase con su novio, un varón senegalés de piel oscura y 40 tacos, viudo y padre de ocho niños conguitos entre los quince y los cuatro años. Los diez fueron bienvenidos. Dennis traía un saco enorme de regalos. El senegalés varias bolsas de catering para completar la cena. Se miraban de modo especial. Se habían conocido sólo unas horas antes, pero sentían algo eterno entre ambos. Dennis era un cielo. Se había ganado a los chicos en tiempo record, y parecía otra persona. Incluso los nietos biológicos del anciano se sentían celosos. Pero aquello duró pocos instantes. Dennis Crespo Martins se ganó el corazón de Salomón, Lorraine y Sabina con tanta pericia como había cautivado los de su chico y sus deliciosos conguitos. A Cristo todo le parecía estupendo. Sólo Greta flipaba en colores. No se creía lo que veía. Su padre nunca había soportado a los niños, ni a los inmigrantes, ni mucho menos a los gays. Cuatro horas de incredulidad después decidió rendirse. Aceptó que las personas cambian, y que más vale tarde que nunca. Fue a la ventana a recolocar un adorno navideño. Entonces creyó ver algo recortándose sobre las nubes. Escudriñó mejor esperando ver a un anciano gordo de barba blanca y vestido de coca-cola sobre un trineo volador. En lugar de tan anglosajona estampa, Greta Crespo atisbó un aura resplandeciente de tonos dorados, azules, rojizos y blancos. En su interior, Barack Obama, Freddie Mercury y un pueril Michael Jackson le sonreían con cierta complicidad. Greta no entendió nada, pero cerró la sospecha y abrió el corazón. Después se abrazó a su padre con una sinceridad olvidada en el amanecer de los tiempos y en el ocaso de los sentimientos desnudos.
Jasjajaja, que buena la conversación entre Dennis y Pablo xDDD
ResponderEliminarY al final, cambió, me ha gustado la elipsis, dejas todo abierto a la imaginación de cada uno. Y la cena final...hubiera molado ver la cara de Greta :DD
Gracias por la diversión. Un abrazo :)
Hola Dry, te echaba de menos por el blog :)
ResponderEliminarEsta vez no he leído tu historia por la falta de tiempo, pero prometo leer tu siguiente post. Te pido disculpas :)
¡Y que estés pasando unas felices fiestas!
Un abrazo enorme,
Manu.