miércoles, 23 de abril de 2014

Intimidad en las toallas

La experiencia nos enseña que las personas, una vez más, se dividen en caprichosas dicotomías que revolotean por todo el espectro vital, desde lo más metafísico a lo más frívolo. Claro que tamaña simplificación insulta a la inteligencia de lectores reflexivos y analíticos, y por descontado que admito medias tintas, plan C, partidos minoritarios, la X en la quiniela, bisexualidad o George Harrison, pero así en genérico todos pintamos una raya en el suelo y nos posicionamos a un lado u otro.
El episodio que dinamitó mis neuronas al respecto de este ensayo ocurrió hace ya una semana larga, cuando la autopista de vacaciones venideras todavía no tenía horizonte conocido, pese a que el trayecto ahora se me acaba en doce horas. El caso es que ahí estábamos, ante la imposible tarea de elegir un hueco de playa cuando la tienes casi toda para ti. Fácil, ¿no? Unas chavalas echándose unas risas en Sebastopol y unos maduritos en el quinto pino –bueno, palmera–. Genial. Cincuenta o setenta metros de intimidad, compartida circunstancialmente por el perro de la vecina que se está pateando toda la costa –a estas alturas habrán llegado lo menos a Algeciras–, y unas perpectivas fabulosas para que nada de eso cambie.
Error. Se me olvidaba la gente del otro parecer; los que no saben buscar un espacio desierto –claro, tanta arena– si no es con un punto de referencia, a ser posible a menos de ocho metros y que tengan pinta de querer estar solos. Pero… ¿por qué tener un grupo de vecinos no deseado cuando puedes tener dos? ¡Dónde va a parar! Y así, en menos que re-pasa el parapente a motor que incluyen todas las playas del mundo –es de suponer que era una cláusula que tuvo que firmar dios cuando creó el mundo–, ahí teníamos a la pareja joven de bañador Pepito Piscinas y a la familia de mediana edad con niño.
A mí, sinceramente, no me da igual. Yo entiendo que en Salou hay que colocar la toalla donde no haya pierna y punto, no queda otra, pero… ¿entre Santa Susana y Pineda de Mar? Joder, si es que estaba todo vacío, menos nuestro cacho, en a tomar por culo. Y encima va una y se pone a hacer topless, mas no la chavala nini, no. ¡La maruja!
Decía, ahora ya más en serio, que el ser humano busca la compañía o la soledad. Yo soy más de los segundos, cierto, y me cuesta comprender ese afán por estar cerca de desconocidos –pudiendo elegir intimidad toallística, se entiende–. Tal vez los “sociales” tienen una vida aburrida y prefieren imbuírse un poco de la miseria ajena, de sus pequeños cismas filosóficos, de sus palabras diminutas de amor eterno y cotilleos de terceros que nunca llegarán a conocer. Tal vez hay gente con una existencia tediosa, anodina, poco aventurera y menos emocionante. Quizá es que les gustaría gastar el comodín del público y la llamada era para ti.
En todo caso, los que buscamos el anonimato, la paz y el autismo físico, siempre optaremos por soluciones que nos aislen de todo esto. Por ejemplo, viviendo en urbes grandes, donde uno puede existir rodeado de seres a los que no conoce ni falta que hace, cogiendo un capazo de cada mil personas con las que se cruza, acompañado por la soledad que confiere esa moderna costumbre de buscar la felicidad estanca en los allegados y los demás que arreen. Sólo así se entiende que en Navidad gastemos muchas horas y euros en regalar afecto del Corte Inglés y después le hagamos la cobra al indigente de la puerta. ¿Me pone un chupito de contradicción? Es que soy abstemio.

miércoles, 16 de abril de 2014

La erótica del triunfo

Nota del autor: Por primera vez, se incluyen notas a pie de página como los escritores de verdad.
 
¿Admiran a alguien? ¿Sienten debilidad por algún personaje histórico como Alejandro Magno, Napoleón, Franklin Delano Roosevelt, Julio César, Ghandi, Adolfo Suárez, Hitler o Leónidas? ¿O por deportistas de élite tipo Karl Lewis, Valentino Rossi, Rafa Nadal, Tiger Woods, Michael Schumacher, Cristiano Ronaldo, Pau Gasol, Michael Phelps, Eddie Merckx o Iñaki Urdangarín1? Bien, no se preocupen. Nos pasa a todos.
Decía una canción de J.J. I. de la Cueva2, ganadora del festival de Benidorm en 1968, “Pocos amigos que son de verdad. Cuántos te halagan si triunfando estás y si fracasas bien comprenderás: los buenos quedan; los demás, se van.” Lo que para muchos es una traición interesada y oportunista, para mí es únicamente un impulso natural del ser humano. Lo que hace a las gentes volcarse con sus ídolos no es su hermosura, ni su carisma, ni su personalidad, cosas que pesan, pero no deciden. Lo que atrae a las masas es su capacidad para asociarse con la victoria, la sensación de que estamos apoyando al que gana siempre. En el momento en que nuestro campeón deje de vencer, perderemos –lógicamente– el interés en él.
¿Alguien se imagina a Leo Messi siendo aclamado por la muchedumbre si no hiciera slaloms de dibujos animados, o a Cristiano Ronaldo vitoreado hasta el hastío si dejara de meter cuarenta pepinos por temporada? Necesitamos creer en algo, emborracharnos de épica y reflejarnos en gente que de verdad es excepcional, bien conquistando territorios agrestes o bien levantando horribles ensaladeras de metal.
Lo malo de esta erótica del triunfo es que a veces está mal entendida, y se confunde frivolidad y éxito superficial con valores de verdad. ¿Por qué la masa no aplaude y jalea a los héroes auténticos? ¿Porque no salen en la tele, no ganan discos de platino, no sueltan discursos con un oscar en la mano, no corren el circuito en 3:27:45 o no le ponen pinchitos de merluza a Lebron James?
Esta epiquización de los valores nos lleva a desechar todo lo que ya no funciona. Y eso es peligroso. Por eso muchas estrellas del cuero o del celuloide no han soportado el ocaso de los dioses. Y entonces aparecen las depresiones, las drogas, los excesos, las llamadas de atención de unos medios que ya no te recuerdan porque ya no interesas a nadie, el alzheimer popular y la gran debacle, truncada a veces por un suicidio liberador. Por supuesto que te han olvidado; sólo el triunfo te hacía encantador. Cuando eres tan mediocre como todos los demás, ya no importas un carajo. Terrible, ¿verdad?
Tal vez la sociedad crea iconos para consumir y tirar al poco, al más puro estilo Operación Triunfo, mientras los creadores de mitos se enriquecen en la sombra a costa de un populacho débil y entregado a la manipulación y una estrella rutilante, inmadura y mimada, que se embriaga de una atención que nunca mereció, inflada por los poderosos invisibles, ésos que nunca salen en la foto y no pasan de moda porque jamás estuvieron en el escaparate. La vida es muchas cosas, pero no es fama. Resulta demasiado gaseosa, burbujeante, y sin chispa cuando se le va el gas.
Por todo eso, si puedes, no seas famoso. El olvido debe ser insoportable. Siempre puedes chocarte con el coche a todo trapo, pasarte con la ingesta de pastillas, ensartarte un pitón de toro en la femoral o practicar sexo sin protección, pero convertirte en mito te costará la vida en el momento más álgido. Que se lo pregunten a Paul Walker, James Dean, Marilyn, Kurt Cobain, Francisco Rivera Paquirri o Freddy Mercury. Pero de la morbosa relación sadomasoquista entre vida efímera, muerte trágica y fama inmortal hablaremos en otra ocasión. Como se atribuyó una vez el rebelde sin causa3, “Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver”. Dos de tres, porque su mortaja quedó hecha un asco. No se puede tener todo, James.


1 Entre los deportistas de élite anteriores hubo un príncipe que me salió rana. Mil perdones.
El cantante era Julio Iglesias y la canción, La vida sigue igual.
3 La frase se dijo en realidad en la película “Llamad a cualquier puerta” (Knock on any door) de Nicholas Ray.

miércoles, 9 de abril de 2014

Te lo dije

¿Cuántas veces hemos escuchado estos epitafios tras proféticas palabras? Más de la cuenta, seguro, y menos de lo necesario.
Los vendedores de consejos siempre sacan pecho a posteriori. Es fácil aconsejar a caballo ganador, sobre una apuesta segura o siguiendo el curso de las apariencias. El noventa por ciento de las veces, las cosas son siempre lo que parecen.
Sin embargo, queda un diez por ciento de engañosas realidades, de fachadas de cartón piedra y de conclusiones equivocadas. Y eso de colarse, aunque sea una de cada diez veces, pasa por prejuzgar.
A nadie le gusta que le etiqueten antes de tiempo. Curiosamente, es una de las primeras cosas que hacemos: clasificamos al rival, lo cotejamos con otros y lo encasillamos donde nos sale de las neuronas. Generalmente bien; a veces, mal (e) intencionadamente.
Ninguno podemos escapar de lo que parecemos. Es inmanente a nosotros. Además, la culpa no es nuestra. Quien está metiendo la pata es el prejuzgador. Todos jugamos a ser mejores de lo que realmente somos, y esperamos que nos vean en una versión optimizada de nosotros mismos. Pese a ello, “piensa mal y acertarás” se ha pervertido hasta ser “piensa mal y encontrarás la maldad que buscabas en mí”. Y aquí, como decía un amigo mío, “o no follamos ninguno o no follamos nadie”, lo que viene a ser que todos pierden: el que valora antes de conocer se merece llevarse un buen chasco, o tener la razón que nunca habría admitido si no hubiera prejuzgado al elemento en tela de juicio; el sujeto a examen también se come su parte, porque ha resultado ser tan nocivo como se decía, y ya nunca quedará claro si lo era de serie o es que se ha rebotado de tanto mirarle mal.
La solución pasa por no hacer juicios de antemano. Yo vengo a hacer un trabajo, no a prejuzgar a nadie. Para eso hay gente especializada. Si menganito parece un cabrón con pintas –o tiene pintas de cabrón, que viene a ser lo mismo– pues habrá que esperar a que cornee. Que sí, que hay muchas posibilidades de que salgamos heridos por asta de toro, pero en alguna de ésas puede que resulte manso y cordial. A veces basta con no encabronar al personal para que no te embistan. Otras te las llevas, sí, pero la vida, al fin y al cabo, son muchas cornás. ¿Por qué no torearlas sin marcar paquete?