martes, 28 de julio de 2015

La censura no existe y banearé al que diga lo contrario (3/3)

La censura mató pues a mi relato, pero gracias a este blog pervive en el subconsciente blogosfero hasta el fin de los tiempos. También aproveché el último día de clase, chumino como él solo, para leerlo con los chicos. Nadie se sintió ofendido y les encantó, y todos los enfados nimios eran por ser asesinados antes que el vecino. La venganza es un plato que se postea frío.

Asesinato en el aula 20 (3/3)

NOTA: Todos los personajes y situaciones de este relato son ficticios. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
 
Violeta Cacao tuvo un mal presentimiento al empezar la semana. Habían quedado los seis en la valla para no subir solos al aula 20, pero no había aparecido nadie. Presionada por el profesor de guardia de turno, decidió enfrentarse a su destino en modo individual. Subió sin temor, sabedora ya de que nuevos cadáveres acentuarían su soledad. En cierto modo, ya admitía que estaba condenada.

En el pasillo esperaba la primera víctima, quizá la única que Violeta no esperaba. Era Lucía Cabello. La habían forzado a venir al instituto en lunes, y semejante tortura le había resultado fatal. El asesino era un sádico sanguinario y enfermizo, pero sabía bien lo que se hacía.

Por fin en clase, Cacao pudo reunirse con el resto de chicas. Lástima que estuvieran un poco chamuscadas. Nerea Sol, Ylenia Piquillo y Paula Trallazo permanecían inertes, sentadas sobre unas sofisticadas sillas eléctricas importadas de alguna frankensteiniana aula de electricidad. Tenían la cabeza llena de electrodos y un denso humo blanco flotaba lúgubre en el ambiente. Bubacarr Sinsajo agonizaba en una mesa cercana, brutalmente encadenado a una mesa.

–¿Qué ha pasado, Bubbie?
–Las han… electro…cutado. Por decir tacos. Cada vez que.. que deci-decían una palabrota la má… quina les soltaba una descarga.
–Bueno, al menos habrá sido breve –argumentó Cacao.
–S-sí, unos… segundos.
–¿Y a ti que te han hecho?
–Me han puesto… aquí… encade…nado… sin poder sal…tar… n-ni correr… No lo soporto, Violeta.
–Lo sé, Bubacarr, cielo. Dime quién os ha hecho esto.
–Amancio, el dire… director.

Y con tan reveladoras palabras, el muchacho renunció a la vida. Violeta bajó rápido las escaleras y ganó el aula de música. Ana Laguadaña tampoco estaba para muchas alegrías. Portaba unos auriculares gordos, sangraba de los oídos y estaba fría como una muerta. Un sonido infernal de Gemeliers intoxicaba el ambiente. ¡Qué desenlace tan horrible para tan virtuosa criatura!

Decidida a aclararlo todo antes de que la largasen, Violeta quiso llegar hasta Jefatura, pero unos fuertes brazos la detuvieron antes. El director Amancio Esplugas la arrastró hasta su despacho y cerró la puerta.

–A ver… ¿a dónde vas?
–A contarle todo a Esther.
–Pero… ¿a qué fin?
–¡Los has matado a todos! ¡Has sido tú!
–¡Oye, a mí no me grites que te expulso seis días, eh? ¡Qué tiene que ver suprimir a 17 estudiantes con pegar gritos como una loca, Cacao!
–Bueno, visto así… ¿Vas a matarme? –preguntó Violeta.
–No, tú irás a tercero C el curso que viene.
–Pero, ¿por qué lo has hecho? ¿Por qué los has asesinado a todos?
–Pues por los barracones prefabricados. El año que viene mantenemos las vías y nos hace falta un aula de desahogo. Hemos pensado que haya un tercero menos.
–¿Y para eso les das matarile a todos?
–Mujer, Violeta, piensa un poco. ¡No iba a matar a los 28 de 2º A, con lo chungos que son!
–Ah, bueno, visto así… –asintió con tono irónico–. Pero… ¿te estás oyendo? Te van a detener, a la cárcel vas a ir.
–No señora. Te equivocas.
–¿Ah, si? ¿Por?
–Pues porque ya han venido y se han ido por el mismo sitio y de vacío. El inspector les ha tirado para atrás la orden de detención.
–¿Por?
–No respondía al formato de Calidad. Tampoco me habían dado una copia por escrito. Les han puesto dos “no conformidades”.
–¿Y ahora qué pasa?
–Nada. Caso archivado y tengo un aula más para desdobles y apoyos. Además, han llamado algunas familias de tus compañeros fallecidos para darnos las gracias por todo.
–Oye, ¿y hacía falta ser tan sádico?
–Ah, eso no fue cosa mía. Fue una decisión de equipo docente. Salió por unanimidad.
–¿Y Ana Laguadaña?
–Que le dabais pena, Violeta, después de todo el mal que le habéis dado, y se puso muy brasas con salvar el grupo, y bla, bla, bla… así que me la tuve que cargar también. Y venga, vete a clase que tienes dos profesores esperándote, el titular y el de desdoble.
–¿Y qué voy a hacer, si estoy sola?
–Pues chica, lo de siempre, aprender, pero sin circo.

Violeta Cacao subió a su destino con la mente perdida en planes de futuro. Estaba un poco harta de compartir dormitorio con sus hermanas. De repente, una sonrisa siniestra se dibujó en su rostro pausado.

lunes, 20 de julio de 2015

La censura no existe y banearé al que diga lo contrario (2/3)

Mi flamante relato fue en principio aceptado por el responsable de la revista, pero unos días más tarde fue recomendada su retirada por las altas instancias. Y ya se sabe que donde gobierna patrón no manda marinero, y mucho menos grumete.

Asesinato en el aula 20 (2/3)

NOTA: Todos los personajes y situaciones de este relato son ficticios. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Sonó una mañana más el timbre de entrada al infierno. Ylenia Piquillo cruzó el umbral del aula 20 con cierto reparo, incluso temor, de levantar nuevos fiambres de compañeros recientes. El miedo pronto se hizo certeza, porque en el interior, a modo de lóbrego tanatorio, los cadáveres fríos de Daniel Álamos, Alberto Valenciano e Irene Malena ocultaban sus desdichados rostros bajo una mortaja de workbooks de inglés. Violeta Cacao y Bubacarr Sinsajo aparecieron entonces y repetieron ritual de asombro incontenible y barra libre de pavor. ¿Quién podía hacer una cosa así? ¿Eran ellos los siguientes? ¿Le pondrían parte al asesino?
Poco a poco fueron llegando los demás: Nerea Sol, Diego Dalma, Paula Trallazo, Lucía Cabello y Estevi Soldado. Y cuando los muchachos se sentían fuertes como grupo, Iván Gonzalo avanzó a trompicones por el pasillo. Estaba malherido y su mirada delataba mil atrocidades cometidas sobre su cuerpo. Llevaba el pelo cortado a lo pijo y vestía igualmente ropa pija de marca.

–¿Qué ha pasado, Mª José? –sollozó Estevi absolutamente deshecho.
–No… lo vi venir, colega –se excusó el moribundo.
–¿Quién ha sido? –acertó a preguntarle Nerea.
–Un pro…fesor. Pero… no uno cualquiera. Ha si… si-do…

La frase murió incompleta a la vez que lo hacía su interlocutor. Estevi no paraba de llorar abrazado a su pecho, tal vez pesaroso de no haberle dicho al desdichado Iván lo mucho que le importaba. Los demás no mostraban tanta zozobra, y tan solo se maldecían por no haber podido sacarle al difunto el nombre que buscaban.

El agente de medicina forense no tardó tampoco esta vez en averiguar las causas de tan horrendos crímenes: Daniel, Alberto e Irene habían sido obligados a hacer una página entera del cuaderno de ejercicios de una tacada. Una salvajada morbosa y enfermiza como solo el profesor de inglés podía pergeñar. Respecto a Iván, su cambio de look era altamente tóxico y provocaba horrible eccemas en la piel. Quien quiera que lo hubiera tuneado así, iba a hacer daño y lo había conseguido. Al fondo, recortando su imponente silueta contra la ventana, Estevi Soldado juraba al viento que vengaría a su más que amigo.

Pero aquel viernes de junio, lejos de ofrecerle venganza a Estevi, tan solo le proporcionó asiento en el mismo aforo donde Iván veía el partido de la existencia, sabedor de que nunca más sería convocado. Esta vez fue en el patio, durante la hora de educación física. El profesor examinaba a 2º D de patinaje artístico. Diego y Estevi esperaban su turno echando unos penalties en el exterior. De repente se oyó un disparo seco y un siniestro reventón. Todos salieron asustados al patio. La pelota estaba deshinchándose a gran velocidad y cada silbo fúnebre del idolatrado balón era un estertor más en la respiración sofocada de Diego Dalma y Estevi Soldado. Privados de su balón de oxígeno, sus pulmones empezaban a convulsionarse con desesperación. “Cuánto le gusta al asesino este el rollito de asfixiarnos”, pensó Bubacarr, mientras imaginaba cómo le matarían a él. Para descartar tan sombríos pensamientos, sacó de la manga su rol de macho alfa.

–No os preocupéis, chicas –dijo Bubbie–, yo cuidaré de vosotras.

Las féminas aparcaron el duelo por unos minutos para partirse de risa sin tapujos. Luego cogieron a Buba como si fuera un peluche y le acariciaron la cabeza hasta erosionarle centímetro y medio de rizos. Si el profe criminal no mataba pronto al gambiano, se moriría de sobredosis de mimosín.

Esta vez, sin embargo, tenían una pista. El disparo, según Lucía Cabello, provenía de Jefatura de Estudios. Los seis supervivientes se dirigieron prestos al corredor de la muerte, que era como llamaban al pasillo del Equipo Directivo. Se reunieron con su tutora en el aula de música y convinieron que Ana hablaría con los jefes, pero que mientras, y dado que ya había sonado el timbre del cambio de clase, debían subir al aula 20.

Esta vez no hubo más sorpresas en su clase. Murió el viernes lectivo, de viejo y no por violentos cauces, y todos olvidaron sus nimiedades ante el esperanzador horizonte que se erigía ante ellos. Un viernes a las 14:20 nada importaba ya, ni siquiera un asesino en serie. El lunes macabros descubrimientos nublarían su semblante, pero ese día era ya juerga y desenfreno.

domingo, 12 de julio de 2015

La censura no existe y banearé al que diga lo contrario (1/3)

A finales de curso asumí el orgulloso reto de escribir algo para la revista del instituto. Pero no quería regalar una crónica tostón de una actividad escolar, ni criticar el organigrama con tanto erudito cerca. Necesitaba un relato de ficción con un fondo cáustico que me sirviera para rebelarme tímidamente frente al sistema y de paso vengarme mínimamente de los taladros de mis alumnos. Taladros con un gran corazón, eso sí.

La responsabilidad era grande. No suelo escribir para grandes audiencias. Y sigo sin hacerlo, porque a los pocos días de presentar mi proyecto se me informó de que no era adecuado para el formato elegido.
Liberado ya de obligaciones personales y de responsabilidad civil, penal y académica, me dispongo a sacar a la luz mi indecoroso e inapropiado canto a la violencia gratuita, que según me insinuaron podía incitar a que más alumnos desequilibrados se presentaran en clase con la ballesta cargada. ¿Y ustedes qué opinan? ¿Soy un horrible promotor de la sangre y el macabrismo?


Asesinato en el aula 20

NOTA: Todos los personajes y situaciones de este relato son ficticios. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Ana Laguadaña acometió las escaleras del piso superior más deprisa que de costumbre. No es que le entusiasmara irrumpir en su clase de 2º D, pero los chillidos horrorizados de Violeta e Irene no presagiaban nada bueno. ¿Qué sería esa vez: lluvia de borradores, sillas colgadas del falso techo, puertas arrancadas de cuajo, guerras de desodorante Axe contra mecheros, partidillos entre las patas de las mesas, obras de arte laico en el encerado, rayujos de permanente en la pizarra digital, coca cola en el ordenador?
La respuesta fue a un tiempo descorazonadora y aliviante: el equipamiento resistía los avances de los alumnos; la puerta tenía pomo y el proyector bombilla; Bubacarr no colgaba del fluorescente y Alberto seguía teniendo brazos. Solo un pequeño detalle robaba la atención de propios y extraños. Al fondo de la clase, crucificado sobre un curioso e improvisado tótem de sillas cojas y mesas demacradas, Orlando Florida callaba por última vez.

–¿Qué ha pasado? –preguntó Ana mientras calculaba a cuántos partes equivalía el asesinato de Orlando.
–Estaba así, yo no he sido –dijo Jose Miguel Tarradellas.
–¡Cállate! –le dijo Estevi Soldado.

Los tutorandos se enzarzaron en una de sus típicas discusiones domésticas. Ana Laguadaña no tardó en desconectar. La clase se llenó de foráneos: adolescentes morbosos y profesores afanados en disimular su felicidad. Un forense de la policía apareció de la nada y determinó la causa de la muerte: Orlando había sido obligado a hablar en inglés. Los alumnos, incluso los más indolentes, mostraron su repulsa ante la inmensa crueldad del desenlace. Matar a Florida podía ser algo comprensible,  incluso terapéutico, pero no hacía falta ensañarse hasta ese extremo.

El resto del día un halo de pesar inundó el IES Aguas Bravas. Al fin y al cabo, había un asesino libre por el centro, y dada la naturaleza morbosa y académica del homicidio, posiblemente fuera un profesor de idioma. Las cámaras tampoco pudieron chivarse de nada, pues habían sido convenientemente tapadas con chaquetas despreciadas en las perchas más inhóspitas.
Pero la mañana despejó algunas dudas y trajo otras. Cuando Lucía Cabello subió al aula de informática para chatear con Esmeralda, la escena le borró las simpatías por las nuevas tecnologías para los próximos ciento cincuenta años. Había cuatro sillas con reposabrazos, todas ocupadas con cadáveres frescos y familiares como merluza del día. Fernando Gamo, Iván Mataró, Daniel Rodrigo y Adrián Mejillón estaban atados al respaldo con tortuosas correas de cuero. La mano derecha de cada fiambre se hallaba a escasos milímetros del ratón mientras la pantalla destilaba trepidantes escenas de Call of Duty 13, y los personajes de los cuatro asesinados eran simbólicamente cosidos a balazos por otros participantes allende la web.
Los rumores se dispararon más que las balas virtuales y corrió el bulo de que Fernando, Iván, Daniel y Adrián habían perecido a causa de una suerte de vudú telemático. Sin embargo, voces autorizadas pronto desecharon semejante majadería. La autopsia del forense fue clara: las víctimas habían fallecido de infarto natural, motivado seguramente por la insoportable tensión traumática de no poder engancharse a la partida. Los sospechosos cambiaban así de departamento.
Pero el día no acabó allí. A veces, cuando las cosas parece que no pueden empeorar, aparece José Miguel Tarradellas y lo estropea todo muriéndose sin pedir permiso. El zagal yacía sedente en una silla de mala muerte; el rostro, desencajado; la boca, amordazada; las gafas, a medio resbalar por la nariz; la expresión, una agonía indescriptible.

–¿De qué ha sido? –exclamó Ana con más curiosidad que pena.
–La mordaza –aclaró el forense, un tanto molesto porque aún no se había tomado el bocadillo.
–Ah, vale, ha muerto asfixiado.
–No, si respirar podía –explicó el médico–. Ha fallecido por no poder hablar. El pañuelo le impedía articular palabra.
–Claro, y el pobre Josemi no ha podido aguantar sin decir algo durante…
–Yo diría, por las marcas, que minuto y medio, tal vez menos. Pobre chico, que silencio va a quedar ahora en clase.
–Bah, no se preocupe –le alivió Ana–. Lo superaremos. Tengo repuestos en primero de ESO.

El timbre liberó a todos de sus tribulaciones y la siesta transformó cualquier atisbo de sueño en horrible pesadilla. La tarde vino tranquila y la noche salió por ahí hasta el amanecer. Juerguista que es una.