jueves, 31 de mayo de 2012

¿Y si nos quitan lo bailado?


Esto es un alegato pseudo-optimista sobre las cosas que no rulan bien pero podrían ir mucho peor. Porque la desgracia es gradable y todavía no conocemos los términos absolutos.
Mal consuelo es para muchos resignarse a que en lugar de llevar gafas por astigmatismo en los ojos pudiera venir un cuervo de crianza y arrancárselos de las cuencas. Pero ocurre. A veces las cosas que aparentemente no pueden empeorar se caen al mismísimo infierno. Y ahí, en el calor del averno, uno recuerda su mal menor como la mayor de sus esperanzas no retornables.
“Ah, pero lo que has vivido no te lo pueden quitar”, dices. Pues sí. Viene un Alzheimer desmemoriado y se lo lleva todo, sin preguntar, sin avisar, y sin ápice de nostalgia alguna. Las cosas siempre van a peor, he afirmado en ocasiones. Lo que nunca he puntualizado es que pueden ir a pésimo. Son esos casos en los que dices “qué putada” y dejas de comprender el mundo. Cómo escoge el hacedor las desgracias no lo sé. Alguno habrá  torturado niños en otra vida, o serán los dados de Muerte y de Muerte-en-vida –véase la “Rima del anciano marinero” de Coleridge– los que se jueguen la desgracia ajena al azar más arbitrario.
De un modo u otro, de nada sirve atribuir los grados de desgracia a los deméritos contraídos. Nunca se certificó que la suerte y el éxito personal tuvieran relación alguna con el esfuerzo, la generosidad y las ganas de hacer bien las cosas. No existe la justicia divina. El partido no lo gana el que mejor juega, ni le dan el Nobel al que escribió la mejor novela. Son otros retorcidos y banales factores los que dirimen tan altas cuestiones: vence el que marca y se lleva el premio el que apareció más veces en promociones, entrevistas y actos sociales. Por algo lo llaman “fallo”.
Sólo el hombre intenta clasificar la excelencia, valorarla en términos absolutos, premiarla y darle palmaditas en la espalda a quién creemos que la rayó. Hasta allí llega nuestra arrogancia barata que parece colonia en frasco gordo. Y sólo nosotros determinamos qué nos merecemos y qué no, estimando qué nos ocurrirá en un futuro cercano “porque nos lo hemos ganado”. Somos unos ingenuos.
Pero mientras te llega la llamada de Del Bosque, el Óscar, la reina del baile de graduación, el millón de visitas en la web, los quince minutos de fama de Andy Warhol, la medalla al cuello mientras silban tu himno, el soplar de velas, el aplauso del campus, la estrella en el Paseo de la Fama, el “vendida la 7º edición” de tu libro… recuerda que casi nadie lo consigue, y que por cada uno que llega a la cima hay cincuenta ya no que se quedan por el camino, sino que se despeñan por el barranco interminable mientras se preguntan por qué el destino se cebó con sus destartalados traseros.
Por todo ello, si te han echado del trabajo, tu novia el pibón te dejó, tu hijo saca treses en tutoría, se te ha jodido el coche, te han subido el IBI, nadie quiere comprar tus cuadros a 3 euros cuando te han costado 15 sólo en materiales… recuerda que tienes hijo y casa, que no hay una ceguera que te impida pintar, que tienes piernas para ir caminando, que hay más mujeres que trabajos y que todavía tienes unos padres maravillosos con una cama que lleva tu nombre. Si ya eres huérfano, sin techo, ciego, discapacitado, desempleado, sin hijos ni pareja… conozco un sitio en el Puente de Hierro donde puedes tirarte con silla y todo. Tal vez entonces sí le importarás a alguien, aunque sea a los siluros mal nutridos de cierto riachuelo descaudalado. 

domingo, 27 de mayo de 2012

Cúpula artística

El arte no puede ser copiado; al menos gratis.

La existencia de Patricio Márquez ya no tenía sentido. Durante meses había consumido documentales piratas del top manta de National Geographic. Sus valores y preceptos copyrightísticos eran historia. Ahora, ni siquiera los especiales de “Tiburones con caries” o “Buitres avariciosos” conseguían despertar en él ligeros síntomas de querer continuar viviendo. Dos de los reclusos más poderosos e influyentes, “el Puros” y “Princesa Disney”, habían conseguido incluso meter de extranjis en su celda dos ornitorrincos en época de apareamiento. No quedó muy impresionado con la cópula. Patricio estaba perdido para la causa.
Entonces apareció él. Llevaba la corbata de los dólares y el traje italiano recién planchado. Cogió el telefonillo de la sala de visitas y comenzó su inesperada arenga, no sin antes colocar sobre la encimera el cofre del tesoro de Jacques Cousteau. 23 DVDs con documentales, escenas suprimidas, comentarios del director y un “como se hizo” sobre la serie de “Mundo submarino”. A Patricio se le hacían los ojos algas.

-Buenos días, señor Márquez. Soy Teddy Bear, el presidente entrante de la $GA€.
-Buenos días, señor Bearn . ¿Qué desea?
-¿Que qué deseo? ¡Pues qué va a ser! Al mejor agente de cobro de la $ociedad General de Autores €spañoles! A usted, amigo mío. Le ofrezco la libertad.
-Espere, señor Teddy Kruger. ¿Y usted que saca con esto?
-¿Yo? Nada. Que se haga justicia, que siga con su trabajo de siempre. Seguirá percibiendo su nómina de 715 euros netos. Pagaremos su fianza y nos encargaremos de que su expediente quede limpio, señor Márquez.
-Señor Freddy Mercury, no puedo aceptar su propuesta.
-¿Por qué no, memo? Me imaginaba algo así.
-Usted ha cometido un delito contra la propiedad intelectual. Ha plagiado una…
-¡Váaseustedalamierda! ¡Se quedará para siempre en este estercolero! ¡Fracasado, tiquismiquis, cuadrícula de Excel, friki gilipollas, asperger de los cojones, insulso!
Teddy Bear se levantó iracundo, agarró el cofre de Cousteau desafectadamente y se largó como una tortuga de mar en medio de una corriente oceánica. En la cabina de al lado, Pincho Moruno llevaba tiempo atendiendo a la conversación de Patricio y asintiendo sin escuchar a las preguntas de Gladis. Tan pronto como Bear hubo cogido la puerta, Pincho inquirió con una reconcomiente curiosidad.
-¿Por qué ha sido, Márquez?
-¿No lo sabes, Pancho Marino?
-Sí. Te llevo observando varios meses. El nombre. Teddy Bear es un plagio a Teddy Roosvelt, el presidente americano.
-Buen intento, Jincho, pero no. Los nombres propios no están sujetos a la legislación vigente… por ahora.
-¿Entonces?
-La corbata. Apareció en una viñeta del Don Miki 42 del año 1976. Tío Gilito se la come a trozos para paliar la tristeza de un negocio fallido. La corbata con dólares es un producto no comercializado, pero los derechos de autor pertenecen a la Disney. Ese hombre era un fraude.
-Ehm…. Vale, Márquez, lo que tú digas. ¿Vienes al patio a echar un frontón?
-No, gracias, Pincho de Tortilla. Prefiero el documental de “Ballenas antropomorfas”.  Es un clásico.
-Yo lo flipo contigo, macho.

Patricio no respondió al recluso, pero en su rostro se dibujaban unos ojos eternos perdidos en la inmensidad y unos labios definitivos en una sonrisa contenida. Fuera por lo que fuera, el agente de la $GA€ había vuelto.

miércoles, 23 de mayo de 2012

Antes

Antes podías abrazar a un niño sin despertar oscuros presagios de pederastia; comerlo a besos, jugar con él en la arena o sobre una alfombra de gravilla. Podías decirle “te quiero”, gastarle bromas, llevártelo al cine y retomar en sus ojos inocentes tu extinta niñez con pureza y complicidad.
Hace muchas lunas embarcarte en una vivienda era una ilusión pagadera en cinco o diez años; entonces el trabajo era algo preciado en su justa medida, no un tesoro al alcance de pocos idealizado hasta ser la mayor de las loterías. Laborar era un medio de ganarse la vida, y dejar de hacerlo siempre era una oportunidad para abrir otra de las muchas puertas que chirriaban tu nombre invitándote melosamente al éxito.
Antes los alimentos eran genuinos y saludables; no tenían aditamentos, no generaban toneladas de residuos plásticos; no había que hervirlos, colarlos o triturarlos; tampoco costaban un dineral. No existía la leche de continuación ni la de bebés. Los potitos no se categorizaban por edades y los juguetes no asfixiaban a nadie. Compraras lo que compraras, siempre acertabas y tu regalo no acabaría en el fondo del sofá a los cuatro minutos y medio anonimado entre montañas de otros artefactos lúdicos más caros u originales.
Las oposiciones se aprobaban con un esfuerzo razonable, a veces hasta amable, y había para todos. Algunos conseguían colocarse incluso después de acabar la carrera sin más mérito que firmando en el cuadro inferior. Podías elegir entre un extenso abanico de opciones y categorías, sabiendo que en todos los bombos había un puñado de bolas con tu nombre. Los sueldos eran importantes aunque no millonarios y la gente se alegraba sinceramente por ti y te daba la bienvenida al mundo laboral sin acritud o envidia sibilina alguna.
Entonces los niños no decían tacos, respetaban a los mayores, no bebían indiscriminadamente en parques y descampados; jugaban en la calle con las botas rotas y no se rompían; no los atropellaban ni violaban para luego reventarles la cabeza con un ladrillo; no eran hiperactivos porque no había maquinitas de gráficos acelerados que los activaran; el tuenti era un número en inglés británico y el móvil, el motivo del crimen en las pelis de asesinatos. Los padres estaban más tiempo en casa porque lo más importante era el tiempo con los chicos y no las gigas, caballos, metros cuadrados, píxeles o extraescolares que pudieran comprar trabajando más horas.
Hace años la televisión no estaba borracha y podías colocarla frente a un espejo: no se moría de asco y repulsión. Los rombos anunciaban programas para adultos que hoy en día darían risa ante realities, noticieros y comerciales. Las balas mataban y las espadas pinchaban, pero nadie se volvía loco. No había depresiones, ni estresados crónicos, odio segregacional, obesidad o anorexia.   
Antes los futbolistas cobraban sueldos razonables; los bancos prestaban sin demasiada avaricia y nadie se hacía rico por no hacer nada o por pegar braguetazos reales. Comprar y vender pisos era un medio de vida, no un agresivo ejercicio de voracidad y enriquecimiento deshonesto.
Antaño podías adoptar hijos con facilidad, y tenerlos en casa en pocos meses. Los países ofertantes eran numerosos y te recibían con las puertas abiertas. Los niños eran el bien más preciado para exportar a cambio de una oportunidad en la vida para ellos.
Entonces la música sonaba libre, melodiosa, imperfecta y memorable. Los vinilos eran tesoros surcados por los dedos celestiales de algún dios de la música y las canciones podían efectivamente conmover a las masas y cambiar el mundo. Todo tenía sentido entre notas, desde la más solitaria de las tristezas hasta la más desatada de las pasiones. El rubor era más inocente y el desamor más amargo. La más desafinada de las guitarras era más poderosa que el mejor sintetizador programado del mundo moderno.
Hace tiempo podías besar, acariciar y querer a una persona sin agarrar también un síndrome de inmuno deficiencia adquirida. Quererse a corazón abierto no era frecuente pero una enfermedad terminal no te condenaba a muerte por ello. La sexualidad era sutil, sincera, oculta, tímida y verdadera. No necesitaba megáfono ni aceptación. No era explícita. No había nada que explicar y nada que preguntar.
Antes la vida era más corta, pero más valiosa. La falta de comodidades exigía a los hombres la más receptiva de sus actitudes para disfrutar de lo poco que les ofrecía el destino. Eran simples, inocentes, soñadores y mucho más felices. No había angustia existencial, ni hastío emocional, estrés social, toxicidad digital o síndrome del presentismo. Había tan poco de todo que no se le podía hacer ascos a nada. La saturación y el empacho material era algo que ni siquiera podía llegar a imaginarse, mucho menos a maldecirse. Todo era preciado por escaso, lejano e inalcanzable. Ahora todo es exuberante, contiguo y palpable, y no vale nada. Como nuestros anhelos. Como nosotros.

miércoles, 16 de mayo de 2012

El buen amigo

El amigo verdadero no siente envidia por los logros ajenos. Se alegra por ellos, y sabe aceptar el éxito de sus queridos con felicidad sincera. Si acaso siente un ligero hilo de celos gotear por sus comisuras labiales, asume su naturaleza mezquina con entereza y arrincona los sentimientos negativos en el cuarto oscuro de la irracionalidad y la pasión primigenia, permitiendo a su cabeza prevalecer sobre su corazón infantil.
El amigo de verdad esconderá su tristeza por su propio fracaso en el fondo de su desdicha, y ofrecerá al triunfador la mejor de sus sonrisas, franca y llena de orgullo fraterno, filial o paternal. No entiende de comparaciones odiosas ni delirios de grandeza. Comprende perfectamente que no es su fiesta y nunca arruinará el cumpleaños fingiendo dolor de cabeza o una repentina indigestión. Sabe que todos somos protagonistas en nuestra historia y comparsas en las películas de los demás. Asume su rol con propiedad y busca siempre el bien común, cumpliendo lo que se espera de él para que la maquinaria esté engrasada y funcione. Prefiere que el motor ruja limpio antes que chirríe aunque lo conduzca otro. Sabe estar y ser. No entiende de reproches, no persigue la fama, no se pone la medalla de mejor amigo. No lo necesita.
El amigo a muerte discutirá contigo si debe hacerlo. Será respetuoso, aunque tal vez borde, y sus enfados dolerán más que las palabras bonitas de los hipócritas. Y siempre pensará en ti antes que en sí mismo, porque en cierto modo ya eres una extensión de él. No te agobiará con sufrimiento innecesario, ahorrándotelo si puede, aunque sabe que en caso de necesidad aparecerás con el pack de cervezas y las orejas receptivas; lo mismo que haría él si se terciase. Te abrazará si tiemblas, te besará si te acongojas, te reprenderá si desatinas, te aconsejará si te nublas, te guiará si te pierdes, te lavará si te ensucias. Y nunca te exigirá nada a cambio. Ni siquiera lo mismo en caso contrario.
El amigo honesto se equivocará por miedo, cobardía, convicción o exceso de celo, pero nunca por egoísmo. Callará lo que te dañe gratuitamente, dirá lo que te duela curando, te dará patadas en el alma si estás podrido, y buscará la mejor versión de ti sólo si tu felicidad lo necesita. Para él, el más cutre de tus prototipos será un tesoro inmerecido, y sólo entenderás lo mucho que te quería cuando las circunstancias lo maten en el universo de tu vida. Sé el mejor amigo de alguien y serás único aunque te hundas en tu propia mierda.

sábado, 12 de mayo de 2012

Malvada burocracia

Creo que no hay nada peor, aparte de los domingos sin fútbol y los retretes sin papel higiénico, que los vericuetos administrativos. Para nacer o para morir hay que rellenar inscripciones, por mucho que no las firme el interesado. Si quieres comprar un piso, vender un coche, regalar tu dinero, coger un paquete, apuntarte a un curso… siempre debes cumplir con el trámite y ponerlas.
Y así nos va. Por cada papelajo firmado y sellado tenemos a cinco seres yermos manejando el tampón, el ordenador o la grapadora de pinza, como si su función sirviera para algo y hubiéramos de pagarle por ella. Los trámites burocráticos no valen para nada. Son el antivirus de la vida, que para mantener tu status seguro te ralentiza el sistema hasta que parece que estás existiendo a cámara lenta. Para eso más vale prescindir del Norton y formatear el bicho cuando sea su hora.
Y lo mismo con los documentos. Creo que se idearon para darles un sueldo a los inútiles. No aportan absolutamente nada. Los de la ventanilla, hablo. No recogen melones del campo, no llevan cosas a otro lugar, no causan orgasmos, ni aguantan críos mientras los demás trabajan, no sirven tapas, no limpian cristales, ni escriben libros, no arreglan coches ni montan armarios. La función administrativa debería penalizarse con la cárcel. Pero eso sí, sin rellenar denuncias ni sentencias –no habría nadie para sellarlas.
Decía un pavo chupatintas, no recuerdo si notario, banquero o vampiro similar, que “una sociedad demuestra su nivel de desarrollo en el grado de burocracia que posee” o epitafios por el estilo. Más allá de que el nota viviera de eso, y de que acompañase su postilla de unas ínfulas prepotentes que ya las quisiera Cristiano Ronaldo, que una cantidad tan ingente de recursos humanos, económicos y temporales se malempleen en salvaguardar y legitimizar el terruño de uno o la bici del otro me parece una soberbia tomadura de pelo inventada por los magos de la pluma, esos que certifican que el billete de cien es tuyo mientras te cobran treinta por jurarlo. Pues, oiga, no me burocratice el pecunio. Prefiero vivir con la sospecha y dirimir mi legitimidad a ostias, que total, cuando me pase ya me habré ahorrado perras como para comprarme otro modelo nuevo de lo que quiera que el chorizo me quiera expropiar. Total, para que ahora me lo quiten legalmente y con firma, mejor que venga un desgraciao y viva bien una semanas a mi costa.
En la sociedad de bienestar que hemos creado, donde a lo más que puedes aspirar a día de hoy es a un trabajo remunerado –olvídense de lo de digno– y rezar para que te ingresen la nómina a cambio de un porcentaje de tu trabajo tal vez no necesitemos que el banquero prepotente arañe unos céntimos de nuestra cercenada paga. Igual nos deberían dar las perras en un sobre, como hacían antaño. Total, hay gente que lleva años cobrando así y riéndose de de los impuestos y las burocracias ajenas.
No necesitamos papeles. No tiene sentido que le pagues al banco por error y para devolverte el importe debas iniciar unos trámites de devolución de ingresos erróneos. O que te den un resguardo para entregarte el DNI que te obligan a renovar. ¿Para qué? Si los chorizos ya saben falsificar documentos mejor que los burócratas. El papeleo solo daña a los legales. Le resbala a los furtivos y engorda a los chupatintas. Además, ¿ustedes saben lo que cuesta darse de baja de Internet?