miércoles, 24 de diciembre de 2014

Tratado educativo: 7. El desorientador

A priori, uno puede pensar que un psicólogo, psicopedagogo o similares es un individuo empático, accesible, cercano. Nada más lejos de la realidad. La gran mayoría de los orientadores de instituto que he conocido son seres inquietantes, abrumadoramente secos y poco comprensivos, cuya única cualidad es una asertividad a prueba de concesiones a los otros.
No todos, claro, pero la gran mayoría de orientadores están un poco pa’llá. Hablan y rehablan, se escuchan y se gustan y no resuelven nada. Su tiempo verbal favorito es el condicional y rara vez consiguen bajar del espectro de las ideas al terreno físico. Son teóricos, imprácticos, etéreos y del tipo de personas que crean más que resuelven problemas. Su condescendencia es insoportable, lo mismo que el aire de superioridad con el que entablan conversaciones. Un centro educativo funcionaría igual, incluso mejor, sin ellos. Los tutores acaban haciendo por sí mismos aquellas cosas que deberían hacer los señores magos de la pedagogía: orientación laboral, escucha activa, consejos personales y de interrelación social, búsqueda de materiales relevantes sobre salud, sexualidad, futuro laboral y académico, autocontrol, técnicas de estudio…
Algunos solo usan el idioma para justificarse. Siempre tienen mucha más faena que tú –mentira–. “Las cosas no se pueden hacer a las bravas. Hay que seguir un complicado protocolo” –mentira–. Lo único que se les pide es que curren un poco.
No comprendo por qué a esta panda de divagadores profesionales se les otorga el poder de decisión sobre el futuro de los educandos. Su ego es tan grande que patinan una y otra vez, y solo cuando pisan un aula se dan cuenta de cómo son realmente las cosas. Y no piensen que son expertos manejadores de la atmósfera de una clase. Generalmente son los más torpes en el día a día, quizá porque llevan muchas menos cornadas que el último recién llegado. Ocho años después, sigo sin saber para qué sirven. 

sábado, 13 de diciembre de 2014

Tratado educativo: 6. El currículo ridículo

El abismo infinito entre el temario teórico y su desarrollo específico en el aula queda lejos de ser salvado. La concreción parece imposible cuando se parte de supuestos ideales, ingenuos, perfectos, ajenos a la realidad. En todo caso, bajo mi punto de vista, es una barbaridad tener a los chicos sentados toda la mañana esperando que el hambre de conocimiento alimente su quietud e interés. Nadie aguanta seis horas calentando sillas, día tras día, año tras año, con una misión tan pesada: aprender escuchando, haciendo ecuaciones, asumiendo un rol sumamente pasivo. Un supertostón.
En mis años jóvenes superé el suplicio ilustrando cada foto de cada libro con dibujillos infumables y adornando las portadas interiores con letras solemnes de himnos musicales de la época.
Aprender mientras un pavo suelta su discurso memorizado hasta el tedio es una mala práctica. El proceso debe ser mucho más activo, innovador, elástico.
Las matemáticas, por ejemplo, debería estar prohibido usarlas sin fines tangibles. Y en consecuencia, proponer enigmas que llegasen a alguna parte: mediar las notas de toda la clase, repartir las perras de la porra del sábado pasado, distribuir datos para utilizarlos después en el mundo real de una u otra manera; los idiomas deberían emplearse como armas de diversión masiva, haciendo de la comunicación el único objetivo en circunstancias amenas, dinámicas, cotidianas; la física sería aplicada al momento de entenderse, en proyectos sencillos, prácticos, inmediatos, con objetos en movimiento y fuerzas motrices; la lengua se plasmaría en planes tangibles, como editoriales periodísticas, colecciones de cuentos, búsqueda y subsanación de errores en los rótulos televisivos y propagandísticos, elaboración de letras de canciones, estrategias de comunicación y expansión de la riqueza lingüística propia; la plástica crearía miles de obras de obligada exposición en museos, paredes y espacios culturales, al igual que la música; respecto a la tecnología, todo cuadro eléctrico y montaje tendría una funcionalidad en sí más allá de su contenido propedéutico; la historia se descubriría sobre el terreno, y la geografía a golpe de viaje.
Los niños saldrían al mundo y se enfrentarían a él: haciendo la compra, cambiando pañales, cocinando, realizando procesos de selección de personal, pintando fachadas, leyendo periódicos, analizando la composición de alimentos, interpretando decretos, calculando distancias, diseñando productos…
Pero haría falta otra mentalidad, profesores revolucionarios, ratios pequeñas y muchísima implicación dentro y fuera para convertir a los pequeños en pequeños hombres.

sábado, 6 de diciembre de 2014

Tratado educativo: 5. Los incompetentes

Si el mayor cáncer era el funcionario jeta, este es un auténtico ataque al corazón de la profesión. Porque al anterior se le puede presuponer cierto obsoleto control de la materia, pero al negligente se le paga por destrozarlo todo con su ineptitud. Los anteriores saben pero no quieren. Los de aquí no se sabe si quieren o no, pero está claro que el rollo les viene grande. No puede ser que una clase grite más con el profesor dentro que fuera. No tiene sentido que no sepan impartir su asignatura, conducir el grupo, controlar la turba. Nadie dijo que fuera fácil, pero si no sabes vete al Mercadona de cajera.
A menudo su mayor crimen no es por falta de control o dominio del grupo. A veces basta con gastar las preciosas horas lectivas en auténticas mamarracheces: películas y películas de religión, tertulias taberniles sin ningún tipo de enseñanza propedéutica, tontadas y dibujitos absurdos en lugar de letras y números, ineficacia e inoperancia en lugar de solvencia y exigencia. Si a ustedes les toca impartir después de uno de estos sinvergüenzas ya se pueden agarrar los machos: deberán hacer en un curso el equivalente a dos. A estos energúmenos deberían detenerlos. Recuerdo de uno que leía el periódico en clase mientras los educandos hacían cuentas. Y otra que se veía la telenovela con dos cojones. ¿Y saben lo que más me revienta? Que nunca les pasa nada. Una advertencia, un expediente y a seguir cobrando mientras joden lo más sagrado que tiene una sociedad: sus niños.