domingo, 25 de octubre de 2015

Guardiolas, Toledos, Piqués y Gasoles

Hace poco el insigne actor Guillermo Toledo se despachó con unas valoraciones antipatrióticas y antirreligiosas de dudoso gusto. Y no lo eran tanto por su contenido, de por sí muy respetable, como por la forma, absolutamente desmedida, provocadora y marrullera, y también plena de estulticia.
El tweet renegaba de la Hispanidad por ser más un genocidio –o como mínimo subyugación– que un verdadero descubrimiento. Que los españoles ni fueron los primeros ni los últimos en saquear, explotar, humillar, abusar e imponer está fuera de toda controversia. Todos los pueblos de la antigüedad han ejercido su dominación por motivos puramente económicos o megalómanos. Admitirlo es superarlo y recordarlo para que no pase más. Quizá el doce de octubre no debería conmemorar los atropellos cometidos con las culturas latinoamericanas. Aquello fue una barbarie y ciertamente no hay nada que celebrar, señor Toledo. Otra cosa es que metafóricamente excrete usted sobre este país y lo que resulta peor, en el icono religioso que fervorizamos a orillas del Ebro en cierzo, una virgen en una columna de alabastro.
Bastaría con haber dicho “Aquello fue una salvajada y no me identifico con ello, y tampoco creo en la religión cristiana que sirvió de excusa para dicha invasión ni en sus símbolos arquetípicos”. Supongo que al señor actor le falta cultura, empatía, inteligencia, sensatez y humildad.
Resulta cuando menos un ejercicio de necedad injuriar a la patrona de una ciudad en la que vas a actuar con la acuciante necesidad de que paguen por verte, a ti que has ofendido a todos por aquí, creyentes o no. No se puede insultar a un pueblo. No se está por encima del bien y del mal por mucha convicción que uno piense que tiene. Como poco, resulta de una estupidez meridiana.
Es peligroso opinar de asuntos políticos con ligereza o prepotencia. Y este es un mal endémico que no afecta solo a actorcillos venidos a menos. Deportistas de renombre también cometen el mismo error. A estos se les permite un poco más a tenor de su nivel intelectual y su formación académica. Es como dejarle una calculadora al perro y esperar que resuelva logaritmos a pezuñazos. Imposible. El botón de la raíz cuadrada es demasiado pequeño para su pata. Pues lo mismo con Gerard Piqué. El mozo puede estar muy contento con la vida que tiene, pero lo mejor que puede hacer para sí mismo es dejar de abanderar el sentimiento de nacionalismo catalán. No porque no le alcance, sino porque vincular su persona, al igual que hace Pep Guardiola –a este sí le llega– a una ideología de independencia soberanista desdibuja su valía y sus verdaderos méritos, que desde luego no son los de pensar.
Famosos que pretenden inclinar la balanza política con su imagen idolatrada los ha habido siempre. Recuerden por ejemplo al demócrata Bruce Springsteen cantando contra George W. Bush –con muy poco fortuna, por cierto. Sencillamente porque cualquier ciudadano maduro no cambiará su voto porque se lo diga su futbolista, actor o cantante favorito. No se les pide eso. Todo lo que conseguirán es el efecto contrario. No queremos que nos digáis lo que está bien o mal. Lo sabemos mejor que vosotros, porque vivimos en el mundo de verdad, ese que huele mal y donde no llegan los aplausos. Dedicaos a componer temas, ganar ligas o clavar personajes; por eso se os admira. A veces ni siquiera. Simplemente sois bufones para el vulgo. Nada más.
La perspectiva adecuada era la de Pau Gasol. Preguntado sobre la independencia de los países catalanes, el de Sant Boi zanjó el asunto rápidamente, argumentando con acierto que no quería que su imagen se utilizara para fines políticos, y que su opinión al respecto quedaba en el ámbito privado. Contundente y genial a partes iguales, no como los mindundis anteriores. El uno no sabe perder, el otro no sabe ganar, y el tercero no sabe actuar. Y eso que la derrota, la victoria y el teatro son la vida misma.

miércoles, 14 de octubre de 2015

Galletas de oro con diamantes incrustados

Imaginen por un instante –seguro que no es la primera vez– que son asquerosamente ricos; que su rollo de papel higiénico está hecho de billetes de quinientos euros y que no reciben a Amancio Ortega por ser un mindundi.
Especulen, ya que estamos, que desean arruinarse rápidamente por tanto hastío y aburrimiento. Podrían invertir en preferentes bankianas o construirse una mansión en la luna; apostar online con Cristiano Ronaldo o coleccionar ropa del Primark que no se descosa –cosas más raras se han visto.
Pero si no tienen dinero para Rato, les viene a desmano un chalecito selenita, no saben farolear al poker o se visten de alta costura, siempre pueden acudir a la calle Alfonso de Zaragoza e irrumpir en la tienda de galletas La Cure Gourmande.
Ya de primeras alguna que otra señal te están mandando. Tanto amarillo oro luminoso como astro rey y esa exquisita disposición de la materia prima en escalonadas capas de preciado material es para hacerte sospechar. Ya cuando te ofrecen una muestra es para temer. Efectivamente la galleta de turno es impresionante. Esa mierda es tan buena que podría matarte por su grado de pureza. Perdón, me estoy yendo de sustancia. Ya disculparán, la costumbre. Decía que las pastas no solo tienen muy buena pinta. El sabor no desmerece al aspecto, ni a la infraestructura ni a la amabilidad de las señoritas dependientas, que tras sus engoladas sonrisas parecen brillar dientes de oro pagados con las monedas –perdón, billetes– de los incautos que pisaron su guarida.
La variedad de sabores también es reseñable: naranja, chocolate, almendra, limón, rellenas, mantequilla, sopa con gambas, mojito de cebolla, melón con jamón, queso azul… Para no hacer corto de producto, y siguiendo la estrategia infalible de Frutos Secos el Rincón, la bolsa es gigantoscópica, para que no te quedes escaso a la hora de llenar tu pedido. Si escuchas con atención puedes oír un ruido metálico con cada pasta precipitándose al fondo, y los más avezados dicen incluso que un pequeño símbolo de $ brillante y dorado puede verse en el aire durante un instante, pero esto puede deberse a la sugestión o al uso y abuso de las sustancias arriba mencionadas y que nada tienen que ver con La Cure Gourmande.
Bien, ya has llenado tu bolsa de papel hasta un honroso tercio de la misma, así como para no quedar de rancio, y vas al matadero del fondo. Tú ya has visto carteles de 100 gr 3’95 €, pero esto es como las bombonerías: ya puede ser el kilo a seis mil euros que tú te quedarás con el letrero de 6€ 1 gramo. Si ya nos hicieron creer que un euro eran cien pesetas al cambio y seguimos con la misma conversión quince años después, como para no hacer el primo en atracatessen selectas.
La dependienta te avisa primero. Llevas 600 gramos, pues 23,7 euros. Te acabas de dejar 4000 pelas en trece galletas con dos cojones. No problema. Tu cara de estupefacción te dura lo que intentas aparentar que no eres un muerto de hambre. Te pones digno intentando disimular tu mediocridad económica y sueltas la gallina si es que te alcanza. Adiós a llevar a los chicos a Puerto Venecia.
Dicen que ya han abierto nuevas líneas de crédito, hipotecas inversas para abuelas y que aceptan pulmones y riñones. Hasta tienen un quirófano auxiliar en la trastienda para realizar la operación económico-quirúrgica. Incluso han fichado al Doctor House pagándole dos pastas de canela al día, lo cual es una pasta. Si la usura puede materializarse en un negocio, después de los créditos rápidos –algunos de los cuales se contratan para pagar las galletas de pistacho–, es en esta tienda encantadora de exquisiteces francesas.
Ayer me di un capricho: entré por cuarta o quinta vez a experimentar un nivel de vida que no me puedo permitir. Pero como ya he pagado –como todos– la novatada, fui a lo que fui. Me adueñé de una de esas bolsas de papel tan lindas y tan grandes, esquivé educadamente la ayuda de la vampirienta y vertí en mi pedido dos galletas que me tienen atrapado: una de limón y otra de almendra. Me da lo mismo que mi paquete quede rancio. El veredicto fue claro: 4,85 euros por dos pastas. Joder, hasta los tigretones de la estación de servicio están más baratos. Y hasta pronto. Volveré dentro de dos años, cuando me dé otro ataque de exceso. De momento prefiero pagar la hipoteca.
No me gustan los comercios que se basan en la buena fe de los clientes. La Cure Gourmande es una tienda de un solo uso: entras, te dan el sablazo y no vuelves jamás. Cuando hayan pasado seis mil millones de personas tendrán que cerrar. Mientras tanto, se aprovechan de que es violento para la gente dejar el pedido en el mostrador, sea por orgullo, apariencia o vergüenza. No se puede trabajar en algo que se sustenta en el engaño. No es ético. Pero supongo que bucaneros los ha habido y los habrá siempre. Y aunque no lleven bandera pirata y sable, ahora se refugian en una tienda de galletas de la calle Alfonso de Zaragoza.

domingo, 27 de septiembre de 2015

Os odio, cabrones

Pero es un odio pequeñito, de andar por casa, lejos de arrebatos viscerales y ensañamientos desmedidos. No se pueden enconar los sentimientos. Luego te quedas sin margen de ira para lo verdaderamente importante.
Hay drogas que es mejor no probarlas. Algunas mierdas son tan adictivas que si las saboreas una sola vez te enganchan de por vida. El whatsapp es una de ellas.
Yo lo tenía fácil. Nunca me han atraído los mensajes de texto y mi móvil estaba hecho de piedra con los botones esculpidos en cincel de sílex.  Pero no se puede vivir eternamente en la prehistoria. No sin poner en riesgo tu vida social.
Hasta ahora he sobrevivido con la más efectiva de las tácticas: anclarme al pasado y evitar tentaciones por falta de medios. No datos, no android, no whatsapp. Y así han pasado casi tres años. Aguantando, resistiendo el infame contagio del borreguismo digital, del escribir por escribir, de la adicción a las redes sociales.
Hace dos días me vendí. Lady Drywater estaba hasta el sombrero de responderme los mensajes con su terminal y yo decidí que ya valía, que todo tiene un límite y que se saliese de mis grupos. Ahora tengo un móvil Huawei que no quería, pero he salvado mi matrimonio.
Los días son estresantes. No aguanto el ritmo de conversación, no tengo velocidad de tecla ni disfruto con diálogos interminables. A veces incluso me excuso con tareas domésticas de dudoso cumplimiento. Solo quiero contestar a informaciones relevantes, pero acabo palmando con cualquier gilipollez. Sé que debo acostumbrarme y filtrar, pero lo único sensato parece apagar los datos por un par de horas. Y leer todos los chorizos de vez cuatro comidas después.
Con todo, admito que me gusta. Y me jode. No le des cuerda a un reloj, ni tabaco a un ex fumador. He acabado palmando porque de otro modo me habrías vuelto un sociópata. Por eso sois unos cabrones. Por ahora, sobreviviré contestando con emoticones. ¿Acaso hay algo más perezoso?

domingo, 6 de septiembre de 2015

The Fall

El otoño es la estación más fascinante. Es cierto que el estío, tradicionalmente, ha sido jaleado como el rey del calendario por sus muchas prestaciones turísticas y vacacionales, por el sol y la playa, y que el invierno empieza a lo grande con unas señoras Navidades made in Coca-Cola y El Corte Inglés, y que exhibe además un eterno romance con los deportes de nieve, mientras que la primavera aparece envuelta en flores y con las hormonas disparadas, como si fuera un hippie en los 70, y que suele completarse con la Semana Santa, epicentro de la religiosidad o, en su defecto, islote salvador entre meses de duro trabajo.
Pero ninguno arrastra tanta magia, tanto significado como el otoño. El año empieza realmente en septiembre, y por mucho que a algún iluminado se le ocurriera fechar enero como el mes primero, lo que de verdad separa los años es el fin del curso escolar, ese magnífico paréntesis veraniego. Aunque el equinoccio no llega hasta el 23, cuando muere agosto comienza todo.
Los verdaderos propósitos se realizan ahora: el gimnasio, el inglés, la universidad, los divorcios… y una fuerza ilusionante impregna al sujeto hasta llevarle a cotas impensables en junio. Y esa sensación es contagiosa, porque todos parece que se van a comer el mundo en dos bocados voraces. Tal vez sea esa la verdadera savia del hombre: el entusiasmo por abordar las empresas más inalcanzables y subir las cuestas más empinadas. Si hay un momento para creer, para cambiar las cosas, para reiniciarse la vida, es en otoño.
Un aura especial invade la atmósfera. Las hojas caen tristes alfombrando el suelo de tonos ocres tostados, de marrones café con leche, de sueños que mudan para renacer con mayor ambición. Aparentemente debería ser un mes horrible, decadente, mortuorio y enfermo, pero solo los árboles dejan entrever tal debilidad. Para los hombres comienzan los retos. De otro modo, nunca llegaríamos al invierno. No soportaríamos el retorno al trabajo ni la vuelta al cole.
El otoño tampoco es escaso en celebraciones. Tras un septiembre de verano crepuscular, en tierras mañas llega octubre, un mes partido en su mitad por las fiestas de El Pilar. Y estas son unas festividades diferentes. No tienen el ambiente de la feria de abril, el ruido de las fallas ni la adrenalina de los Sanfermines, pero se disfrutan de una manera especial. La noche nos abraza temprano y rara vez sobra la chaqueta en un valle castigado a conciencia por el cierzo, pero la calle se llena de tradiciones, estímulos y neones, y el cielo se salpica de pirotecnia variada. Sin duda son unas fechas mágicas.
Pero aparquemos el deje costumbrista y volvamos a la globalidad. Octubre es también el mes de Halloween. Y si las Navidades comienzan a mediados de noviembre, la noche de Todos los Santos arranca también con dos semanas mínimas de antelación y cadáveres. El 31 de octubre es la fiesta del terror. Pero no uno tétrico y pesadillesco, porque el tono se ha vuelto naif, infantiloide y familiar. Jugar a dar miedo sin salirse de lo políticamente correcto es la especialidad de la cultura popular americana, y el modelo ha sido exportado a todos los países de la Coca-Colawealth –recuerden que España es miembro de honor desde Bienvenido Mister Marshall– con tanto denuedo que los fantasmas, vampiros, murciélagos, esqueletos, brujas, mansiones encantadas y cementerios adornarán nuestras vidas y seguramente nuestras muertes.
La estación de la caída de las hojas morirá, un año más, en vísperas de la Navidad, y todas las sensaciones de crecimiento personal, de ilusión, de nostalgia y de horror light se sustituirán por sentimientos abstractos como el amor, la bondad, el consumismo y las comilonas. De algún modo extraño, seguiremos pensando que la felicidad consiste en no salirse del cubo en el que nos han metido, y del que muchos ni siquiera soñarán abandonar.

martes, 25 de agosto de 2015

Me ha mirado mal

Uno de los gestos más delatores que puede hacer una persona es proyectar sus ojos sobre los de otra. Se puede amenazar, advertir, conceder, asesinar, admitir, compadecer, negar, ignorar o mentir con una mirada.
¿Es factible, por tanto, categorizar a la gente según el modo de observarnos? Seguramente sí, pero la clasificación sería tan extensa que caería en un archivo quasi-infinito sin eficacia ni discriminación reveladora.
Pero no todo está perdido. Pese a tanta digresión baldía, hay algo que sí resulta clarificador. Todavía más, se hace imprescindible: el lenguaje visual con extraños o entre conocidos.
Relacionarnos con aquellos que conocemos es un ritual mágico y variado. En estos tiempos de whatsapps y likes se agradece que la comunicación todavía pueda confiarse a un gesto, a una palabra, a un vistazo fugaz, haciendo el mensaje más o menos explícito, más o menos discreto, con mayor o menor sutileza contextual. Frente a la belleza invasiva de la abundancia de palabras, de las que algunos oradores son auténticos juglares, poetas, charlatanes o tuercementes, una mirada puede condensarlo todo sin necesidad de explicar nada, como si fuéramos Athos, el mosquetero que nunca hablaba de más, ordenando a su criado Grimaud que ensillara los caballos o que abandonara la habitación sin que ninguno de ellos necesitase abrir la boca.
Pero no hemos venido aquí a dirimir la supremacía de las palabras sobre las miradas –o viceversa–, sino a desnudar las verdades que encierran aquellos que miran sin tener por qué.
Hay un abanico de posibilidades en los ojos de un extraño. Enfrentar los de una persona del género opuesto suele encerrar un interés sentimental, un alegrarse la vista, o un buscar complicidad de atracción mutua. A veces, si uno de los dos se siente muy guapo/a, la mirada es de superioridad sobre el otro, de “deséame porque soy mucho para ti y nunca me podrás tener”. A nadie le gusta que le miren así, pero la culpa es de uno mismo por hacerse ilusiones en lugar de aparentar indiferencia o perder el tiempo en escotes más agradecidos que esos ojos crueles. Qué mejor que una desconexión visual que signifique “estarás muy buena pero te lo crees mucho; no me interesas y te alimentas de miradas; por mí, te quedarás anoréxica por engreída”.
Cuando el flirteo es fácilmente descartable, el miedo o la desconfianza pueden filtrarse entre los prejuicios del aparentemente más débil u honesto. “¿Me va a hacer algo? ¿Me quiere robar/violar/trocear con ese bocadillo enorme que lleva en la mano?” Nadie está libre de la paranoia, pero cuando el temor deja entrever el prejuicio ninguno de los dos lo pasa bien. Uno porque cree que le van a hacer daño; otro porque le cuelgan el cartel de presunto agresor solo por ir sin afeitar o con las deportivas sucias.
La rivalidad y supremacía saludable es típica cuando uno de los dos adversarios es un deportista, o al menos está dejándose el alma en la carrera, y el otro simplemente camina inopinadamente. La mirada de “yo hago deporte y tú no” es impagable. “Sabes que te sobran unos kilos y que debes hacer footing para rebajar ese flotador de grasa de ternasco pero no tienes huevos para sudar como yo”. ¿Por qué los runners no podrán correr sin desafiar a la gente? ¿Por qué los caminantes no pasean sin escudriñar con envidia a los que practican deporte? ¿Por qué no podemos vivir en paz?
Luego está el vistazo cotilla. Y aquí la variedad es generosa. Desde las miradas alevosas e interminables de las abuelas descaradas y las marujas impunes hasta la fugacidad reservada de los tímidos o temerosos de tu ira. La gente no tiene vida propia y se alimenta de la tuya, de vaticinar, concluir y condenar tus actos, de arreglarte la existencia en dos o tres sentencias simplistas y posiblemente desacertadas. Ladran, luego cabalgamos.
La última variante de duelos visuales son las miradas chulescas. Se suelen pasar con la edad. Empieza a los diez, doce, quince… hasta bien cerrada la juventud. “Me ha mirado mal. ¿Y tú qué miras? Es un chulo. Que no me mires. ¿Tengo monos en la cara o qué?” El elenco de sentimientos, respuestas y reacciones se sucede. Sostener la mirada siempre ha sido considerado un acto desafiante y a veces basta que alguien nos lo haga a nosotros para que mantengamos un absurdo pulso que solo puede acabar cuando los destinos se cruzan o se decreta una batalla de meadas territoriales para que, sable láser en mano, se arreglen las diferencias a golpe de chorro en pierna ajena.
Cuanto más se introduce uno en la madurez menos se sostienen estos absurdos torneos visuales de machos alfa, lo mismo que nos empieza a dar igual salir antes del semáforo o correr más en las rectas. Al final, la sensación de que se te comen el pan en los carriles de circulación o la impresión de que eres más chulo que el otro maca se acaban diluyendo en un mar de indiferencia. Al fin y al cabo, siempre habrá gente a la que no se le pueda mirar a la cara porque se enojan y muestran desafiantes. No todos tenemos que superar la edad del pavo. Algunos tienen derecho a ser chungos de por vida. Hasta que se topan con otro más peligroso y de la nada se hacen las navajas con el filo goteando rojo. Hay que ser más inteligente. Al fin y al cabo, siempre habrá una chica que te ignorará, una abuela que te temerá, una maruja que cotilleará tu proceder, un corredor que se sentirá superior a ti y un chulo al que no podrás desafiar. Tu existencia es mucho más que todo eso. Si no, tienes un problema de superficialidad.

miércoles, 19 de agosto de 2015

Y tú… ¿eres de culos o de tetas?

Escuché hace poco que los hombres se dividían en tan curiosa dicotomía: o perdían el culo por un buen par de senos o se les salía el pecho del alma ante un trasero de escándalo.
Pues faltaría más, que además de posicionarnos ante café o té, Madrid o Barça, Beatles o Stones, encima o debajo, dulce o salado, playa o montaña y baño o ducha, entre muchas otras cruciales e infinitas cuestiones, de repente tuviéramos que decantarnos por las curvas más prohibidas del universo femenino de modo tan definitivo.
Las tetas son tetas. En ellas se esconden tantas formas y estados de ánimo como en cualquier análisis de personalidad. Las hay grandes, diminutas, desproporcionadas, de galleta, de pera, de bombón, siliconadas, estropeadas a golpe de tatuaje, recauchutadas, albinas, estriadas, rebosantes de lactancia, rugosas, simpáticas, bizcas, necesitadas, engreídas, manidas, sin estrenar, puntiagudas, morenas, turgentes, empitonadas, aburridas, increíbles, gran reserva, decepcionantes, pretenciosas y vintage, entre otras. Créanme que hay muchas. Casi me atrevería a decir, a riesgo de exagerar, que tantas como mujeres.
Las mamas son tanto como sugieren. Un buen escote es a buen seguro un pasaporte barra libre a la imaginación del espectador. Un canalillo representa el umbral entre el erotismo y los dos rombos, entre lo escondido y lo explícito, entre el sueño y la realidad.
Desde siempre se han usado los pechos por su fuerza persuasiva. Los varones los han resaltado en sus musas más o menos artísticas; las mujeres los han revestido de intenciones diversas, desde las más narcisistas a las más cárnicas, sabiendo que apostaban a caballo ganador frente a hombres, si bien aglutinarían de un plumazo toda la inquina femenina.
Los culos son culos. Comparten escote con los senos, pero en este caso se dice “enseñar la hucha”. Aquí ya no vale el “cuanto más grande, mejor”, porque se pasa del morbo al mórbido rápidamente. No todos los traseros son iguales pero tampoco se llevan de la misma forma. Algunas lo pasean como si sacaran al perro; otras lo oscilan cual péndulo; las latinas lo tensan sobre elásticos dos tallas menores; las pudorosas lo pierden en pantalones gigantes. En general, cumple la misma función estética que sus primas las gemelas, pero su simbolismo fronterizo es todavía mucho más profundo. Su ambigüedad es considerable, y lo mismo se emplea por sus cualidades sensuales que por las disuasorias para misiones de muy diversa índole.
Los glúteos siempre vencerán en algo a los pechos: en postura no forzada, un buen culo se deja ver sin ser visto. Pero esa misma fortaleza es a su vez su debilidad: las tetas se revelan acompañadas de rostros más o menos afortunados en el mismo plano. Quizá no puedan ser observadas con la misma furtividad, pero el global es siempre más agradecido que un trasero anónimo, a no ser que la dueña del pertrecho mire hacia atrás.
Acabo mi digresión sobre la segunda y la tercera base, o lo que coño sea, que nunca me han gustado las películas americanas de pérdida de virginidad estudiantil, apuntando que algo malo debemos tener en la cabeza para asociar algo tan hermoso como un cuerpo desnudo a algo tan sucio y ruin como la indecencia y la falta de decoro. Tal vez el que inventó el pudor metió la pata hasta el fondo. Tal vez el sexo debería enseñarse con la misma sencillez que todo lo demás, sin dramas ni impostaciones excesivas. Pero eso, amigos, es otra historia.

miércoles, 12 de agosto de 2015

El huerto de calabazas

No recuerdo bien si alguna vez les he hablado de mi trabajo. Soy un campesino sin tierra, un labrador sin campo. Trabajo el terruño de otros a cambio de un puñado de euros. No soy Lobezno, pero soy bueno en mi trabajo.
Tras experiencias extremas en terruños ingratos, de nuevo me vi socavando las semillas de una treintena de preciosas cucurbitáceas de diferente tamaño, madurez y desarrollo. Algunas eran gordas y lustrosas, pero orgullosas y desafiantes; otras, de crecimiento lento, no habían sido recolectadas en su cosecha; otras no absorbían y las últimas crecían con soltura y divinidad.
No tardé mucho en cambiar la azada por la pala, el fertilizante por los mimos, y la exigencia por la confianza. Las calabazas a veces necesitan más comprensión que chorros de aspersor. El resultado, tras meses de labranza discriminada, fue desigual: la mayoría fueron aptas para el consumo; una se pudrió; otra acabó en el huerto contiguo, el de calabacines; las feas mejoraron levemente su semblante; las guapas redondearon su indudable atractivo.
En general la recolección fue correcta, si bien quedó la duda de si una siembra más agresiva hubiera dado mejores frutos, aunque también hubiera consumido a algunas de mis calabazas. La conclusión fue clara: el antiguo agricultor era demasiado contundente para vegetales tan sensibles. A menudo es todo cuestión de entender las verduras. Estas cucurbitáceas no ganaran el Pulitzer. Muchas no pueden; otras simplemente no quieren. Pero lo que es innegable es que allá donde sean expuestas –en mercadillos de segunda o ferias de primavera– harán el gusto de compradores y consumidores. Es posible que alguna no dé el nivel del certamen, y mira que se lo dijimos, pero será el tiempo y las circunstancias los que dicten sentencia. Aquí solo pasamos la regadera día tras día, aconsejando, pero nunca condenando. Bastante mala fama tienen las pobres calabazas con el rollo de Halloween para que nosotros encima les metamos miedo.
Mi trabajo ha acabado y sí, me voy con la sensación de que me ablando con los años, pero también con la intuición de que no era tan importante lo que enseñaba como la manera de hacerlo, y que al final cada vez soy peor agricultor, pero mejor jardinero. O dicho en términos educativos, menos profesor, pero más maestro.

domingo, 2 de agosto de 2015

Ahora o nunca, de María Ripoll

Hay actores que corren un serio peligro: el de encasillarse. Y no hablo de un papel determinado, sino de dejar que la persona se coma al personaje y tiranice todas sus actuaciones venideras. Le ha pasado a los más grandes: Clint Eastwood, Humphrey Bogart, Marlon Brando… estrellas con tanta personalidad que su carácter ha impregnado su filmografía.
Algo parecido le ha pasado –salvando las distancias– a Dani Rovira. Nuevo tras la cámara, al menos la del celuloide, pegó el pelotazo con Ocho apellidos vascos y no se  ha recuperado del resacón, y eso que no le sirvieron garrafón precisamente. En Ahora o nunca el espectador medio esperaba más de lo mismo: humor cáustico, situaciones desternillantes y comicidad irreverente. La combinación no acaba de funcionar aquí, tal vez porque los puntazos entran tarde o no explotan con todo el confeti esperado. María Valverde arrastra durante toda la cinta una sobredosis de Mimosín que no ayuda, y los momentazos se quedan en momentitos por culpa de sacrificar la comedia a las imposturas del guión.
En términos puramente argumentales, Ahora o nunca habla de un Sí, quiero exótico, romántico, excesivo y anglosajonizado, no tanto por celebrarse en un bonito pueblo de la campiña inglesa como por el tipo de humor británico de Cuatro bodas y un funeral. Pero claro, ni Dani Rovira es Hugh Grant ni la flema inglesa es el autocomplejo hispano. Volviendo al tema, Dani Rovira y María Valverde deciden casarse allá donde empezaron a salir unos añitos antes. ¿Para qué pedir hora en la catedral de Barcelona pudiendo irse a en-a-tomar-pol-culo –perdón, a in-to-receive-in-the-asshole? Bien, pues María Valverde enfila pa’llá mientras Dani Rovira guarda y custodia –es un decir– el traje de novia que va con retraso (el vestido, no el cónyuge). Y así tenemos dos tramas: Eva y sus desventuras en Inglaterra y Álex y sus peregrinaciones hasta llegar allí. Que ni la pulga Benito.
La película está bien ejecutada, pero no llega a transmitir todo lo que debiera. Y eso que Yolanda Ramos lo clava y Jordi Sánchez ejecuta con notable acierto su personaje de Mariscos Recio de La que se avecina. Pero en general se esperaba más surrealismo, gags de digestión inmediata y giros de guión. Al final el romanticismo parece ganarle la partida a la comedia y el mensaje no acaba de calar. Tal vez en España estamos más acostumbrados al humor grueso de Torrente o al topográfico de Ocho apellidos vascos, pero la audiencia esperaba un filme mucho más autoparódico, sacrificando la moralina de los sentimientos, la amistad inquebrantable y el amor que lo puede todo por gotas de escasa calidad humorística y risa de gatillo fácil. Correcta, pero no para que duelan los músculos de la cara de tanto reírse.
En cuanto a Dani Rovira, que cambie el registro o se lea mejor el guión de sus proyectos. Aquí la película le debe mucho para lo poco que le ofrecía. Un buen drama sórdido y realista le irá bien a su inminente carrera, que algo me dice que va a ser larga. ¿Quién quiere recitar monólogos de quince minutos pudiendo llenar la pantalla durante hora y media?

martes, 28 de julio de 2015

La censura no existe y banearé al que diga lo contrario (3/3)

La censura mató pues a mi relato, pero gracias a este blog pervive en el subconsciente blogosfero hasta el fin de los tiempos. También aproveché el último día de clase, chumino como él solo, para leerlo con los chicos. Nadie se sintió ofendido y les encantó, y todos los enfados nimios eran por ser asesinados antes que el vecino. La venganza es un plato que se postea frío.

Asesinato en el aula 20 (3/3)

NOTA: Todos los personajes y situaciones de este relato son ficticios. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
 
Violeta Cacao tuvo un mal presentimiento al empezar la semana. Habían quedado los seis en la valla para no subir solos al aula 20, pero no había aparecido nadie. Presionada por el profesor de guardia de turno, decidió enfrentarse a su destino en modo individual. Subió sin temor, sabedora ya de que nuevos cadáveres acentuarían su soledad. En cierto modo, ya admitía que estaba condenada.

En el pasillo esperaba la primera víctima, quizá la única que Violeta no esperaba. Era Lucía Cabello. La habían forzado a venir al instituto en lunes, y semejante tortura le había resultado fatal. El asesino era un sádico sanguinario y enfermizo, pero sabía bien lo que se hacía.

Por fin en clase, Cacao pudo reunirse con el resto de chicas. Lástima que estuvieran un poco chamuscadas. Nerea Sol, Ylenia Piquillo y Paula Trallazo permanecían inertes, sentadas sobre unas sofisticadas sillas eléctricas importadas de alguna frankensteiniana aula de electricidad. Tenían la cabeza llena de electrodos y un denso humo blanco flotaba lúgubre en el ambiente. Bubacarr Sinsajo agonizaba en una mesa cercana, brutalmente encadenado a una mesa.

–¿Qué ha pasado, Bubbie?
–Las han… electro…cutado. Por decir tacos. Cada vez que.. que deci-decían una palabrota la má… quina les soltaba una descarga.
–Bueno, al menos habrá sido breve –argumentó Cacao.
–S-sí, unos… segundos.
–¿Y a ti que te han hecho?
–Me han puesto… aquí… encade…nado… sin poder sal…tar… n-ni correr… No lo soporto, Violeta.
–Lo sé, Bubacarr, cielo. Dime quién os ha hecho esto.
–Amancio, el dire… director.

Y con tan reveladoras palabras, el muchacho renunció a la vida. Violeta bajó rápido las escaleras y ganó el aula de música. Ana Laguadaña tampoco estaba para muchas alegrías. Portaba unos auriculares gordos, sangraba de los oídos y estaba fría como una muerta. Un sonido infernal de Gemeliers intoxicaba el ambiente. ¡Qué desenlace tan horrible para tan virtuosa criatura!

Decidida a aclararlo todo antes de que la largasen, Violeta quiso llegar hasta Jefatura, pero unos fuertes brazos la detuvieron antes. El director Amancio Esplugas la arrastró hasta su despacho y cerró la puerta.

–A ver… ¿a dónde vas?
–A contarle todo a Esther.
–Pero… ¿a qué fin?
–¡Los has matado a todos! ¡Has sido tú!
–¡Oye, a mí no me grites que te expulso seis días, eh? ¡Qué tiene que ver suprimir a 17 estudiantes con pegar gritos como una loca, Cacao!
–Bueno, visto así… ¿Vas a matarme? –preguntó Violeta.
–No, tú irás a tercero C el curso que viene.
–Pero, ¿por qué lo has hecho? ¿Por qué los has asesinado a todos?
–Pues por los barracones prefabricados. El año que viene mantenemos las vías y nos hace falta un aula de desahogo. Hemos pensado que haya un tercero menos.
–¿Y para eso les das matarile a todos?
–Mujer, Violeta, piensa un poco. ¡No iba a matar a los 28 de 2º A, con lo chungos que son!
–Ah, bueno, visto así… –asintió con tono irónico–. Pero… ¿te estás oyendo? Te van a detener, a la cárcel vas a ir.
–No señora. Te equivocas.
–¿Ah, si? ¿Por?
–Pues porque ya han venido y se han ido por el mismo sitio y de vacío. El inspector les ha tirado para atrás la orden de detención.
–¿Por?
–No respondía al formato de Calidad. Tampoco me habían dado una copia por escrito. Les han puesto dos “no conformidades”.
–¿Y ahora qué pasa?
–Nada. Caso archivado y tengo un aula más para desdobles y apoyos. Además, han llamado algunas familias de tus compañeros fallecidos para darnos las gracias por todo.
–Oye, ¿y hacía falta ser tan sádico?
–Ah, eso no fue cosa mía. Fue una decisión de equipo docente. Salió por unanimidad.
–¿Y Ana Laguadaña?
–Que le dabais pena, Violeta, después de todo el mal que le habéis dado, y se puso muy brasas con salvar el grupo, y bla, bla, bla… así que me la tuve que cargar también. Y venga, vete a clase que tienes dos profesores esperándote, el titular y el de desdoble.
–¿Y qué voy a hacer, si estoy sola?
–Pues chica, lo de siempre, aprender, pero sin circo.

Violeta Cacao subió a su destino con la mente perdida en planes de futuro. Estaba un poco harta de compartir dormitorio con sus hermanas. De repente, una sonrisa siniestra se dibujó en su rostro pausado.

lunes, 20 de julio de 2015

La censura no existe y banearé al que diga lo contrario (2/3)

Mi flamante relato fue en principio aceptado por el responsable de la revista, pero unos días más tarde fue recomendada su retirada por las altas instancias. Y ya se sabe que donde gobierna patrón no manda marinero, y mucho menos grumete.

Asesinato en el aula 20 (2/3)

NOTA: Todos los personajes y situaciones de este relato son ficticios. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Sonó una mañana más el timbre de entrada al infierno. Ylenia Piquillo cruzó el umbral del aula 20 con cierto reparo, incluso temor, de levantar nuevos fiambres de compañeros recientes. El miedo pronto se hizo certeza, porque en el interior, a modo de lóbrego tanatorio, los cadáveres fríos de Daniel Álamos, Alberto Valenciano e Irene Malena ocultaban sus desdichados rostros bajo una mortaja de workbooks de inglés. Violeta Cacao y Bubacarr Sinsajo aparecieron entonces y repetieron ritual de asombro incontenible y barra libre de pavor. ¿Quién podía hacer una cosa así? ¿Eran ellos los siguientes? ¿Le pondrían parte al asesino?
Poco a poco fueron llegando los demás: Nerea Sol, Diego Dalma, Paula Trallazo, Lucía Cabello y Estevi Soldado. Y cuando los muchachos se sentían fuertes como grupo, Iván Gonzalo avanzó a trompicones por el pasillo. Estaba malherido y su mirada delataba mil atrocidades cometidas sobre su cuerpo. Llevaba el pelo cortado a lo pijo y vestía igualmente ropa pija de marca.

–¿Qué ha pasado, Mª José? –sollozó Estevi absolutamente deshecho.
–No… lo vi venir, colega –se excusó el moribundo.
–¿Quién ha sido? –acertó a preguntarle Nerea.
–Un pro…fesor. Pero… no uno cualquiera. Ha si… si-do…

La frase murió incompleta a la vez que lo hacía su interlocutor. Estevi no paraba de llorar abrazado a su pecho, tal vez pesaroso de no haberle dicho al desdichado Iván lo mucho que le importaba. Los demás no mostraban tanta zozobra, y tan solo se maldecían por no haber podido sacarle al difunto el nombre que buscaban.

El agente de medicina forense no tardó tampoco esta vez en averiguar las causas de tan horrendos crímenes: Daniel, Alberto e Irene habían sido obligados a hacer una página entera del cuaderno de ejercicios de una tacada. Una salvajada morbosa y enfermiza como solo el profesor de inglés podía pergeñar. Respecto a Iván, su cambio de look era altamente tóxico y provocaba horrible eccemas en la piel. Quien quiera que lo hubiera tuneado así, iba a hacer daño y lo había conseguido. Al fondo, recortando su imponente silueta contra la ventana, Estevi Soldado juraba al viento que vengaría a su más que amigo.

Pero aquel viernes de junio, lejos de ofrecerle venganza a Estevi, tan solo le proporcionó asiento en el mismo aforo donde Iván veía el partido de la existencia, sabedor de que nunca más sería convocado. Esta vez fue en el patio, durante la hora de educación física. El profesor examinaba a 2º D de patinaje artístico. Diego y Estevi esperaban su turno echando unos penalties en el exterior. De repente se oyó un disparo seco y un siniestro reventón. Todos salieron asustados al patio. La pelota estaba deshinchándose a gran velocidad y cada silbo fúnebre del idolatrado balón era un estertor más en la respiración sofocada de Diego Dalma y Estevi Soldado. Privados de su balón de oxígeno, sus pulmones empezaban a convulsionarse con desesperación. “Cuánto le gusta al asesino este el rollito de asfixiarnos”, pensó Bubacarr, mientras imaginaba cómo le matarían a él. Para descartar tan sombríos pensamientos, sacó de la manga su rol de macho alfa.

–No os preocupéis, chicas –dijo Bubbie–, yo cuidaré de vosotras.

Las féminas aparcaron el duelo por unos minutos para partirse de risa sin tapujos. Luego cogieron a Buba como si fuera un peluche y le acariciaron la cabeza hasta erosionarle centímetro y medio de rizos. Si el profe criminal no mataba pronto al gambiano, se moriría de sobredosis de mimosín.

Esta vez, sin embargo, tenían una pista. El disparo, según Lucía Cabello, provenía de Jefatura de Estudios. Los seis supervivientes se dirigieron prestos al corredor de la muerte, que era como llamaban al pasillo del Equipo Directivo. Se reunieron con su tutora en el aula de música y convinieron que Ana hablaría con los jefes, pero que mientras, y dado que ya había sonado el timbre del cambio de clase, debían subir al aula 20.

Esta vez no hubo más sorpresas en su clase. Murió el viernes lectivo, de viejo y no por violentos cauces, y todos olvidaron sus nimiedades ante el esperanzador horizonte que se erigía ante ellos. Un viernes a las 14:20 nada importaba ya, ni siquiera un asesino en serie. El lunes macabros descubrimientos nublarían su semblante, pero ese día era ya juerga y desenfreno.

domingo, 12 de julio de 2015

La censura no existe y banearé al que diga lo contrario (1/3)

A finales de curso asumí el orgulloso reto de escribir algo para la revista del instituto. Pero no quería regalar una crónica tostón de una actividad escolar, ni criticar el organigrama con tanto erudito cerca. Necesitaba un relato de ficción con un fondo cáustico que me sirviera para rebelarme tímidamente frente al sistema y de paso vengarme mínimamente de los taladros de mis alumnos. Taladros con un gran corazón, eso sí.

La responsabilidad era grande. No suelo escribir para grandes audiencias. Y sigo sin hacerlo, porque a los pocos días de presentar mi proyecto se me informó de que no era adecuado para el formato elegido.
Liberado ya de obligaciones personales y de responsabilidad civil, penal y académica, me dispongo a sacar a la luz mi indecoroso e inapropiado canto a la violencia gratuita, que según me insinuaron podía incitar a que más alumnos desequilibrados se presentaran en clase con la ballesta cargada. ¿Y ustedes qué opinan? ¿Soy un horrible promotor de la sangre y el macabrismo?


Asesinato en el aula 20

NOTA: Todos los personajes y situaciones de este relato son ficticios. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Ana Laguadaña acometió las escaleras del piso superior más deprisa que de costumbre. No es que le entusiasmara irrumpir en su clase de 2º D, pero los chillidos horrorizados de Violeta e Irene no presagiaban nada bueno. ¿Qué sería esa vez: lluvia de borradores, sillas colgadas del falso techo, puertas arrancadas de cuajo, guerras de desodorante Axe contra mecheros, partidillos entre las patas de las mesas, obras de arte laico en el encerado, rayujos de permanente en la pizarra digital, coca cola en el ordenador?
La respuesta fue a un tiempo descorazonadora y aliviante: el equipamiento resistía los avances de los alumnos; la puerta tenía pomo y el proyector bombilla; Bubacarr no colgaba del fluorescente y Alberto seguía teniendo brazos. Solo un pequeño detalle robaba la atención de propios y extraños. Al fondo de la clase, crucificado sobre un curioso e improvisado tótem de sillas cojas y mesas demacradas, Orlando Florida callaba por última vez.

–¿Qué ha pasado? –preguntó Ana mientras calculaba a cuántos partes equivalía el asesinato de Orlando.
–Estaba así, yo no he sido –dijo Jose Miguel Tarradellas.
–¡Cállate! –le dijo Estevi Soldado.

Los tutorandos se enzarzaron en una de sus típicas discusiones domésticas. Ana Laguadaña no tardó en desconectar. La clase se llenó de foráneos: adolescentes morbosos y profesores afanados en disimular su felicidad. Un forense de la policía apareció de la nada y determinó la causa de la muerte: Orlando había sido obligado a hablar en inglés. Los alumnos, incluso los más indolentes, mostraron su repulsa ante la inmensa crueldad del desenlace. Matar a Florida podía ser algo comprensible,  incluso terapéutico, pero no hacía falta ensañarse hasta ese extremo.

El resto del día un halo de pesar inundó el IES Aguas Bravas. Al fin y al cabo, había un asesino libre por el centro, y dada la naturaleza morbosa y académica del homicidio, posiblemente fuera un profesor de idioma. Las cámaras tampoco pudieron chivarse de nada, pues habían sido convenientemente tapadas con chaquetas despreciadas en las perchas más inhóspitas.
Pero la mañana despejó algunas dudas y trajo otras. Cuando Lucía Cabello subió al aula de informática para chatear con Esmeralda, la escena le borró las simpatías por las nuevas tecnologías para los próximos ciento cincuenta años. Había cuatro sillas con reposabrazos, todas ocupadas con cadáveres frescos y familiares como merluza del día. Fernando Gamo, Iván Mataró, Daniel Rodrigo y Adrián Mejillón estaban atados al respaldo con tortuosas correas de cuero. La mano derecha de cada fiambre se hallaba a escasos milímetros del ratón mientras la pantalla destilaba trepidantes escenas de Call of Duty 13, y los personajes de los cuatro asesinados eran simbólicamente cosidos a balazos por otros participantes allende la web.
Los rumores se dispararon más que las balas virtuales y corrió el bulo de que Fernando, Iván, Daniel y Adrián habían perecido a causa de una suerte de vudú telemático. Sin embargo, voces autorizadas pronto desecharon semejante majadería. La autopsia del forense fue clara: las víctimas habían fallecido de infarto natural, motivado seguramente por la insoportable tensión traumática de no poder engancharse a la partida. Los sospechosos cambiaban así de departamento.
Pero el día no acabó allí. A veces, cuando las cosas parece que no pueden empeorar, aparece José Miguel Tarradellas y lo estropea todo muriéndose sin pedir permiso. El zagal yacía sedente en una silla de mala muerte; el rostro, desencajado; la boca, amordazada; las gafas, a medio resbalar por la nariz; la expresión, una agonía indescriptible.

–¿De qué ha sido? –exclamó Ana con más curiosidad que pena.
–La mordaza –aclaró el forense, un tanto molesto porque aún no se había tomado el bocadillo.
–Ah, vale, ha muerto asfixiado.
–No, si respirar podía –explicó el médico–. Ha fallecido por no poder hablar. El pañuelo le impedía articular palabra.
–Claro, y el pobre Josemi no ha podido aguantar sin decir algo durante…
–Yo diría, por las marcas, que minuto y medio, tal vez menos. Pobre chico, que silencio va a quedar ahora en clase.
–Bah, no se preocupe –le alivió Ana–. Lo superaremos. Tengo repuestos en primero de ESO.

El timbre liberó a todos de sus tribulaciones y la siesta transformó cualquier atisbo de sueño en horrible pesadilla. La tarde vino tranquila y la noche salió por ahí hasta el amanecer. Juerguista que es una.

miércoles, 6 de mayo de 2015

¿Somos corrompibles?

La solución se la brindo rápido y no tienen ni que seguir leyendo: sí, absolutamente.
Potencialmente todos podemos caer en el lado oscuro de la fuerza a poco que nos tienten con unos oportunos, despreciables y asquerosos incentivos. Pero llevarlo a cabo… ah, amigo, eso es otra historia más chunga que vender bikinis en el Polo Norte.
Y ahí quería yo llegar –no al Polo, sino al delito de facto–. ¿Qué causa la perdición en unos y por qué no en otros? ¿Por qué algunos sucumben con facilidad y otros necesitan taza y media de tentación ofrecida por una exuberante demonia de cuernos operados y sonrisa fatal? ¿Acaso hay algo más aparte de nuestra conciencia para traspasar los límites de la moralidad?
En esta sociedad en crisis, con tanta gente regateando la pobreza con menor o peor fortuna, con tantos caudales acumulados en las mismas cajas fuertes, por motivos de estraperlo legal o mangoneo sumergido, que para el caso lo mismo da que se autoconcedan indemnizaciones millonarias o que se lleven la pasta a la brava y sin preguntar, en esta sociedad pútrida y ennegrecida como las relucientes tarjetas Black, decía, no se sabe si todos los corruptos lo son por enfermedad, vicio, oportunidad o impunidad. No es lo mismo tener poca conciencia que sensación de blindaje.
Las personas tienen un punto de incorruptibilidad que se supera con mayor o menor dificultad en cuanto las circunstancias acompañan y uno se siente amparado por su zona de confort. Hay fronteras que nunca cruzaremos, pero no se puede determinar hasta dónde manda la moral y cuándo empieza el temor a ser reprendido. En los exámenes escolares, por ejemplo, nadie deja de copiar por dilemas de conciencia. No. Lo único que mantiene a los zagales alejados de la corrupción es el mismo miedo a las seguras represalias. Garantizando un riesgo cero, todos copian hasta las erratas.
Si los políticos y los criminales cometen fraude, robo o cualquier otro hecho delictivo es porque tienen mayor hambre que prudencia, porque su ansia de acaparar les enloquece; o porque las medidas de control están fallando y se sienten más arropados que un roedor en un almacén de pieles. No. No existe la pureza. Si pudiéramos ser Mister Hyde y cometer mil atrocidades sin ser vistos, a buen seguro las haríamos. La conciencia no es más que un mini demonio disfrazado de ángel que te dice que seas bueno cuando lo que quiere es que no te juegues el cuello. La honestidad, casi siempre, es miedo a dañar nuestra imagen a los ojos de los demás.

domingo, 12 de abril de 2015

Freddie vs. Jackson

Farrokh Bursala y Michael Joseph Jackson se llevaban en vida más de diez años. El primero fue un indio parsi nacido en Zanzíbar, y el segundo un oriundo de Indiana de origen africano. No podían ser más opuestos, salvo por un par de insignificantes detalles: cambiaron la historia de la música y la muerte les otorgó la eternidad.
Para que alguien pase la frontera de figura notable a mito parece innegociable lo de morir joven, en la cúspide de su carrera, y con la sensación de que lo mejor aun estaba por llegar. Lo cierto es que ni uno ni otro estaban ya en lo más alto, si bien Freddie Mercury gozaba todavía, a sus 45 años y tras un disco lleno de indirectas –Innuendo–, de excelentes críticas y el fervor popular. Respecto a Michael Jackson, la parca le sobrevino después de numerosos escándalos, rumores y acusaciones, y aunque lejos de su mejor momento, todavía mantenía una legión ciega de admiradores. El que tuvo, retuvo.
Es complicado decidirse por uno de los dos. El barítono del rock frente al rey del pop. Uno enarboló la bandera del glam, del kitsch, del steampunk y del vodevil, a la vez que escondía el pendón arco iris por temor a un rechazo social. El otro vivió como niño en un mundo de adultos, fue crucificado, muerto y vilipendiado, y resucitó de entre los mitos con una inescapable ambigüedad entre lo mesiánico y lo pervertido.
Musicalmente, la figura de Michael parece más alargada, estilizada y rítmica. Sus coreografías de dibujos animados y su moonwalker son iconos de la cultura pop. Nadie jamás se ha echado la mano al paquete con tanta elegancia. Su voz era de un color inconfundible y su vestuario, inimitable. Freddie tampoco se quedaba atrás en presencia escénica. Su impagable repertorio de mallas y camisetas sin mangas constituía un armario del que no llegaba a salir ni falta que hacía, pues los leotardos eran de por sí suficientemente explícitos. No bailaba como el rey del pop, pero su teatralidad, vitalidad y energía lo hacían todavía más circense que Jackson. Y en cuanto a timbre vocal, Mercury era un cantante de opera en un estadio de rock, la fusión perfecta entre el mundo clásico y el moderno.
Donde no hay color, aparte de en la pigmentación de Michael, es en las canciones. Los seis u ocho hits del rey no pueden competir, a mi juicio, con los numerosos himnos del portavoz de la reina. Thriller fue un bombazo apocalíptico. Billie Jean, Leave me alone, Black or White, Smooth Criminal, Bad, Beat it forman parte de la historia de la música, pero frente a ellos se sitúan Bohemian Rhapsody, We will rock you, I want it all, Living in my own, I want to break free, Innuendo, The show must go on y el tema más coreado en cada competición deportiva de renombre: We are the champions. Cierto que los éxitos de Freddie fueron los de Queen, pero su influencia como frontman y leader lo hacían indispensable, como se demostró tras su obligada marcha.
A nivel personal uno deja muchas certezas mientras el otro se llevó muchas incógnitas. A Freddie se le criticó por no haber declarado su homosexualidad hasta muy tarde, del mismo modo que ocultó el SIDA hasta el final. Ganas de no hacer ruido o miedo a la sociedad, cualquiera sabe. Tratándose de un tipo capaz de reivindicar los derechos de las marujas vistiéndose de ama de casa travestida, aspirador en mano, gritando libertad al machismo, o a la heterosexualidad más recalcitrante, parece poco probable que temiera al escándalo o al rechazo. Quizá simplemente odiaba dar pena. En todo caso, su tendencia sexual le granjeó, aun después de muerto, el rechazo obtuso de las autoridades zanzibareñas, que no querían que se vincule la homosexualidad –contraria a la sharia– con la isla.
Respecto a Michael, pasará a la historia por ser un artista genial, para algunos un pederasta millonario, para otros un Peter Pan explotado por los buitres carroñeros de su entorno. Jackson gastó más dinero que ningún otro en beneficencia, en los niños y en los pobres. Buscaba cariño y un mundo más amable. Si cruzó la frontera de lo inmoral es algo que no dirimiremos hoy. Quién sabe si en los errores que cometió solo había un trasfondo de impropiedad o una desviación parafílica grave. Héroe o villano, puede que su figura siempre proyecte más sombras que luces.
La muerte de Freddie Mercury me sumió en un vacío existencial tremendo, y una desesperanza irracional pareció imbuirlo todo. El concierto homenaje que se le dio ha sido quizá el acontecimiento musical más grande que ha habido, y en la atmósfera se respiraba un aire de irremediabilidad y la impresión de que no era su momento. En cuanto a Michael, su marcha resultó innecesaria, a destiempo, hasta gratuita, pero a uno le quedaba la sensación de que hacía tiempo ya que el pobre desfasaba. Desde luego, su mejor época ya había pasado, quizá por eso el mito no se hizo todavía más grande.
Eso sí, en un caso y en otro, como siempre, la muerte catapultó las ventas y un mundo ingrato y olvidadizo se volcó con rabia y nostalgia para dedicarles un último adiós. No hay nada como morirse para vivir eternamente. Esa morbosa fascinación por la defunción nos atrapará por los siglos de los siglos. Amén.