miércoles, 25 de febrero de 2015

El hombre que meaba colonia (1/2)

Sandra se acercó al ejecutivo guapo. Llevaba el pelo tan corto que era difícil determinar si esa atractiva calva era producto de una alopecia nada desfavorecedora o de un snobismo bien traído. En todo caso, su olor era maravilloso. ¿Qué colonia podría ser esa? Se consideraba una experta en perfumes masculinos. No en vano se había pasado por la piedra a tantos varones como para pegar sus cromos en un álbum de Panini y quedarse corta de páginas. Es lo que tiene medir 1’78, portar una rizada melena pelirroja y una sonrisa de escándalo, bien acompañada de unos ojos verdes que habría que detenerlos para evitar una tragedia cada cinco minutos. Sus pechos eran tan grandes que alimentaban fantasías y perversiones sin llegar a desentonar con sus caderas imposibles, un trasero de serie que ni hecho de encargo y unas piernas tan largas que ni Fernando Alonso tendría cojones de atravesarlas sin pasar por el pit lane un par de veces.
La joven volvió a pasearse por delante de Guillermo. Ese aroma la enloquecía. ¿Sería “Lágrimas de Dios”, “Eau de glacée”, “Ultimate dreams”? No podía soportarlo. Se lanzó sobre él y le atizó un beso marca de la casa. La intensidad fue tal que no quisieron despegarse, y la oficina empezó a jalearles.
Conscientes entonces de que estaban subiendo la temperatura ambiental, aparcaron los sentimientos para más tarde y se limitaron a quedar a la salida.
La cena fue espectacular. El postre, de nota. Aquel hombre desprendía una fragancia imposible y no sabía resistirse.
La mañana fue todavía mejor. Sandra escuchó un repiqueteo constante y percibió un olor todavía más embriagador. ¿De dónde sacaba ese alquimista sus pócimas? Se aproximó al baño solo para descubrir a Guillermo orinando. En cualquier otro hombre hubiera sido poco glamuroso. En él, solo daban ganas de morderle el culo como si fuera un Manneken Pis un poco crecido. Entonces se dio cuenta: el aroma tan excelso provenía de su micción. Comenzó a cortar el chorro con sus ambiciosos dedos. No cabía duda: aquel hombre meaba colonia; pero no una cualquiera. Colonia suprema, por la que muchos matarían.

sábado, 14 de febrero de 2015

Siempre hay una historia

Y suelen ser cosas pequeñas, sin importancia ni gravedad, pero siempre están ahí. Es casi imposible levantarse una mañana y decir: “Estoy perfecto”. De un modo u otro, aparecen pequeños achaques que nos incordian. Quizá no para saturar las urgencias –o sí, si eres jubilado y tienes mucho tiempo–, pero desde luego lo suficiente para gastar una semana de tu vida esperando a que se pase. Y solo una cosa lo conseguirá. Como dijo Camarón, “quita una pena otra pena y un dolor otro dolor”. Y es que ná es eterno, salvo la sensación de que algo nos molesta: un repelo despellejao, una rodilla hinchada, la muela del juicio final, la moquita resbalosa, unos pinchazos premenstruales, la gripe puntual, la maldita espalda, los ojos pitañosos, ese ineludible dolor de cabeza, el empacho de ayer, la irritación de garganta, un buen virus de las tripas, el recurrente esguince de la época futbolera, el herpes labial que además queda antiestético… hay para todos.
No sé cuántos de los anteriores síntomas han vivido en el último mes, aunque seguro que más de cinco y menos de los que podían haber sido. Pero una cosa está clara: hay afecciones que nos tienen que pasar, cierto, pero otras nos las ganamos a pulso. Hablo por ejemplo de esa caries intermitente que va y viene como taladro por su diente y a la que sólo le ponemos fin cuando duele de seguido; o esa tos tabaquil que curiosamente siempre le sale al que se fuma un paquete diario. ¿Qué coincidencia, verdad?
En fin, que para los padrastros, más cortaúñas y menos dientes; para el dolor de espalda o de rodilla, más deporte y menos dulces; para la garganta roja, menos cascar y reposo vocal, que viene a ser lo mismo. Otros ya tienen más complicada solución. Las mensualidades son tan inmanentes a las féminas como la maternidad, pero estaría bien pulsar un botón y poder tener la regla durante los diez o quince años en los que una quiere oír pasitos inquietos por el pasillo, librándose de su obligada visita el resto de la existencia.
En todo caso, todo lo anterior no era sufrimiento, solo molestia, pero a falta de verdaderos males y enfermedades nos creeremos que nos pasa de todo. Ya veras cuando cojas algo serio de verdad, como unas legañas matutinas o una espinilla sin cabeza. Dónde va a parar.

domingo, 1 de febrero de 2015

Sois unos flipaos

¿A qué fin lo hacéis? ¿Qué os mueve, empuja y da fuerzas? ¿Qué caprichosos reveses del destino os han llevado a estas perversiones? ¿Os dejó la novia, vuestro sofá es de skay o tenéis la conexión a Internet con Ono?
No se explica. Y vaya por delante que os admiro tanto como envidio, lo cual, dado mi iconoclastismo tampoco dice mucho de ese vicio que enseñáis sin pudor ni decoro. Os ajustáis las mallas al paquete para que las calandracas no reverberen y acompañáis con una camiseta específica para ese uso. A saber, si se trata de corredores domingueros, la de propaganda más hortera; si hablamos de maratoneros frikis, una traspirable del Decathlon que valen una pasta.
El mundo es un país libre y cada uno en su tiempo de ocio autotélico puede barrer tantas dunas del Sáhara como le salga de la escoba. Lo mismo da que te inclines a la filatelia que a la parafilia, que conquistes mundos virtuales o cocines pasteles. Otra cosa es saturarse. Los deportistas pasan de la mesura al exceso en dos zancadas. Salir a dar pedales con la barriga sobre el manillar o echarse unos pádeles peperos con los compañeros de oficina está bien, lo mismo que sudar el parquet del gimnasio que para eso lo pagas, pero lo de los runners es de estudio clínico.
Me he encontrado recientemente con antiguos compañeros de deporte, allá cuando éramos jóvenes y rectilíneos. Yo he cambiado el balón por el ordenador; ellos, por el cuentakilómetros. Los pavos se dedican ahora a preparar maratones. Que está de puta madre y todo lo que quieras, pero chuparse 42 km es pasarse. Hasta para ser un vicio. Y además cansa. Ellos hablan con tanta solemnidad como devoción. A veces creo que salvan vidas y todo, pero luego el sentido común me devuelve a la realidad. Son marchadores. Gentes que proyectan sus ilusiones en el afán de superación de sus propias limitaciones, cosa que yo no hago y mira que soy justico; personas que se encuentran a sí mismos en la búsqueda del esfuerzo, que saben sufrir y enarbolan la bandera del sacrificio hasta cotas donde yo jamás llegaría ni siquiera a imaginar. Qué coño, tampoco me levantaría de la cama ni para bajar el baluarte al portal, y eso que vivo en un bajo.
Su afición es digna de estudio y medalla al mérito deportivo, pero no la comparto. A menudo los veo derrengados, con tirones, chupados, con la cara tostada a lo cangrejo por la ingesta masiva de excesivas horas de sol. Y para ellos es muy importante, pero el deporte me sigue pareciendo una novia a la que dejé hace tiempo y a la que no echo de menos. Que se la tiren ellos dos horas al día. A mí ya no ponía. Además, me dejaba exhausto.
Recuerdo, dentro de las contradicciones absurdas que todos arrastramos, a un compañero que venía al almacén corriendo –18 km– y después iba  andando a paso tortuga con las agujetas haciéndole el hara-kiri a todas sus articulaciones. Y yo pensaba: “Joder, que venga en coche como todo el mundo y se meta caña moviendo cajas”. Ni caso. Nunca le vi haciendo un mísero sobreesfuerzo. Cierto, tampoco lo pagaban.
Hay cosas peores que ser corredor de fondo. Privilegiados que arriesgan su estatus metiendo la mano en la caja, yuppies que se taladran el cerebro con cocaína, ninis que se estampan con el coche a 300 k/h, vagos que ven la vida escaparse entre sus dedos, orgullosos demasiado cegados para ver que ya no refulgen como antaño o cobardes que nunca le dirán a la chica de al lado que están enamorados de ella. Ante eso, y muchos otros pecados, que castigues tus abductores y rodillas contra el asfalto del amanecer es baladí. Por cierto, acabo de recordar que nunca dejé a la novia. Me dejó ella a mí. Nunca pude seguirle el ritmo.