sábado, 26 de enero de 2013

La revelación


XAO WAN  LEI:        Hijo, ya has cumplido trece años.        
BEKELE:                    Así es, padre.  
MI XUN:                    Estás notando cambios…
BEKELE:                    ¿¿¿¿¿¿???????
MI XUN:                    Tu cuerpo está cambiando…
XAO WAN  LEI:        Tu sudoración, tu físico…                   
BEKELE:                    ¡Ah, que tengo pelo en los huevos!     
MI XUN:                    Por Mao, hijo, qué explícito eres.                   
BEKELE:                    Culpa vuestra, mamá. Es que los asiáticos sois de un honorable que no te enteras de nada.
XAO WAN  LEI:        Bien, Bekele, tenemos que decirte algo. Algo importante.                   
BEKELE:                    ¿Qué soy negro como el tizón?           
MI XUN:                    Eso es obvio desde que viniste.                      
BEKELE:                    ¿Que tenéis el pelo liso y los ojos rasgados y mis ojos son redondos y mi pelo rizado a lo afro?
MI XUN:                    Eso también lo sabes, Bekele.
XAO WAN  LEI:        Escucha y deja acabar, hijo.               
BEKELE:                    ¿Que sois japoneses y yo etíope, papá?
MI XUN:                    ¡Qué te calles ya, pesao!                    
BEKELE:                    Uhhhhhhhhh, racismo. Como soy negro…
XAO WAN  LEI:        Te voy a dar una hostia…. Eres un brasas.                 
BEKELE:                    Ah, brasas porque soy negro.
MI XUN:                    Ya, Bekele, ya.
XAO WAN  LEI:        Tenemos que decirte algo, hijo mío.    
BEKELE:                    ¡No me digas! ¡Déjame adivinar! Soy adoptado y no sois mis verdaderos padres.
MI XUN:                    No es eso, hijo. Es justo lo contrario.
XAO WAN  LEI:        Sí, Bekele. No eres adoptado. Eres biológico.
BEKELE:                    ¿Cómoooor?
MI XUN:                    No imites a Chiquito, que está muy pasado. Además, queda estúpido en un negro.      Estás ridículo, hijo.                
BEKELE:                    ¡Cómo que soy biológico!
XAO WAN  LEI:        Pues que no te adoptamos. Naciste de nuestro amor. 
BEKELE:                    ¡Pero qué me estáis contando, si soy un bombón y vosotros unos rollitos de primavera!
MI XUN:                    Los rollitos son chinos, ignorante. Volviendo a lo de antes, pues sí, hijo mío. Yo te di a luz. Parece increíble, pero no lo es.
XAO WAN  LEI:        Tu madre dice bien, Bekele.               
BEKELE:                    ¿Pero entonces me tuviste con un negro o qué?
MI XUN:                    ¿Xao?
XAO WAN  LEI:        Debe saberlo, Mi.       
BEKELE:                    ¿Saber el qué? ¿De qué coño estáis hablando?
MI XUN:                    ¡Que no digas tacos, puto niño!
XAO WAN  LEI:        Mi madre tenía un criado negro…                  
BEKELE:                    Joder con la abuela.
MI XUN:                    Al principio no entendíamos nada. Yo nunca le he sido infiel a tu padre.
XAO WAN  LEI:        Y yo estaba seguro de que no eras el hijo de un moreno, Bekele. Eras mi hijo.           
BEKELE:                    Que mal rollito…
XAO WAN  LEI:        Entonces nos dimos cuenta. La abuela me tuvo con el criado masai. ¡Qué libertina!     Yo salí amarilla, pero tú has resultado chocolate total. 
BEKELE:                    Tonta, tonta, mierda, mierda.
MI XUN:                    No sabíamos qué hacer.
XAO WAN  LEI:        Decidimos que era más asumible decir que habías muerto en el parto. 
BEKELE:                    Descanse en paz.
MI XUN:                    No te rías, hijo, que esto es muy serio.
BEKELE:                    ¿Quién se ríe? ¿No ves que no sé cómo aparentar que no me afecta y que en realidad estoy cagado, mamá?
XAO WAN  LEI:        Fingimos que te adoptamos en Etiopía. Nos fuimos de vacaciones y estuvimos dos semanas en Addis-Abeba. Nadie se dio cuenta de nada.   
BEKELE:                    Ostis.
MI XUN:                    Ya lo sabes, Bekele, hijo.
XAO WAN  LEI:        Sí.                   
BEKELE:                    No. No puede ser.
MI XUN:                    Lo sé, hijo, estás confuso, pero es cierto.                   
BEKELE:                    ¡No es cierto, no es cierto! ¡Mentirosos!
MI XUN:                    Que noooo.
XAO WAN  LEI:        Sé que es difícil de encajar, hijo.         
BEKELE:                    No me llames hijo, no soy tu hijo. Soy adoptado. ¡No me tanguéis!
MI XUN:                    ¡Que no hables así, Bekele!    
BEKELE:                    Que tú no me mandas, que no eres mi madre.
MI XUN:                    ¡Que síííííí!       
BEKELE:                    ¡Que noooooooooo!
XAO WAN  LEI:        Si ya lo sabía yo. ¿Qué te dije, eh, Mi Xun, qué te dije? Mira qué portazo ha dao. Si es que a los niños no se les puede decir la verdad. O le mientes siempre o se lo cascas todo desde el principio. Ahora ya verás: la ESO a tomar por culo.           
MI XUN:                    Si aquí en Manchuria no hay ESO, Xao, que no te enteras.
XAO WAN  LEI:        Lo que haya.                          
MI XUN:                    Si Bekele lleva año y medio trabajando como un negro en una mina cubierta. Un trabajo de chinos.
XAO WAN  LEI:        Pues que hubiera nacido de otro sabor.                      
MI XUN:                    De otro color, Xao.


jueves, 17 de enero de 2013

38 don’t fuck, 62 no saben inglés


Aviso: Esta entrada tiene fotos de sexo porque se ha demostrado que incentivan las visitas.

Así es amigos. Dice la Cambridge University Press –ahí es ná– que un 38% de españoles renunciarían al sexo durante un año a cambio de hablar inglés.
Lo primero que se me ocurre al reflexionar sobre esto es: ¿A cuánto meses de fornicación tuvieron que renunciar los británicos para hablarlo tan bien? ¿Los americanos no aguantaban y se plantaron antes para echar un pinchito? ¿Y los indios y pakistaníes, se rajaron a las dos semanas?
Lo segundo que me viene a la cabeza es mi vocación profesional. ¿Por qué piensan que estudié filología inglesa? Supongo que es mejor follar en un idioma que abstenerse en dos. Personalmente, el inglés y la sexualidad eran dos novias a las que no podía dejar. Por eso rompí con la otra –la pereza.
La tercera inquietud que me despierta este dato es el asombrosamente significativo número de respuestas obtenidas para la muestra. Nada menos que 1700 nativos hispano-ibéricos, repescados de todas las autonomías. No quiero cuestionar la representatividad del estudio, que comprende castizos de entre 18 y 60 añacos, pero ciertas dudas sí arroja. Claro, ¿quién me asegura a mí que buena parte de los que han renunciado al tema son sexualmente activos, por ejemplo? Es muy fácil abstenerse cuando se moja dos veces por año, supongo. Y la elección no se toma igual a los 19 que con 58. Si no, que se lo pregunten a doña Viagra. ¿Y que entienden por sexo: coital, onanístico, meterse mano? Porque entre una cosa y otra anda que no pueden hacerse apaños…
Cuarto: ¿Para el resto de idiomas varía el periodo de perfeccionamiento-continencia? Lo apunto porque el chino o el ruso deben costar un huevo de aprender. Imagino que lo mínimo serán tres o cuatro años sin darle. En cambio el francés, por mucho tiempo de castidad que te pidan, te arregla bastante. Lo malo es que una cosa es aprenderlo y otra muy diferente que te enseñen lo bien que lo han adquirido otras. El griego, el birmano o el búlgaro tampoco deben ser lenguas muy sacrificadas, al menos en ciertos aspectos. Y una duda que tengo: la peña esta que habla seis idiomas… ¡joder qué huevos tienen!  ¿No? Por cierto, ahora entiendo porqué los curas no saben otras lenguas…
En quinto lugar, no podemos dejar de obviar la excelente relación entre negación lingüística y exagerado sentido del ridículo. Lo mismo deberíamos enseñar inglés a las tres de la mañana en el bar, con los alumnos mamaos hasta las cejas y ningún tipo de filtro, temor o ansiedad. Atención no prestarían, pero pronunciarían que te cagas de excesivo, no como ahora que parece que van a romper las palabras de usarlas. Así es el español medio: la tapita, la cerveza, el Marca, la pelusa en el ombligo, el guiñote, las sevillanas, la envidia supina, el escaqueo alevoso, la camiseta de la roja, el machismo casposo y el inglés nivel medio. Medio cutre, medio espanglish.
Sexto y último. Si quieres aprender inglés, te coges una patera en Galicia y remas hasta la desembocadura del Támesis. Si no has muerto de hipotermia y llegas a Londres de una pieza, podrás buscarte la vida en el MacDonalds. En dos años tendrás un inglés pakistaní de muerte, y en cuatro bilingüe total. Para hablar una lengua hay que hablarla. Lo demás son gilipolleces. Que nadie espere milagros con tres horas semanales. Eso sí, al menos podrán pinchar a la parienta y gemir en cristiano.

sábado, 12 de enero de 2013

Americanos

Son la madre del cordero. Lo mismo convierten un deporte, estilo de vida o afición en un espectáculo –véase los Harlem Globetrotters o Búfalo Bill en el circo–, que censuran desfiles porque se marcan pezones o mandan fabricar mochilas antibalas para los niños de primaria y secundaria.
El mundo es absurdo. Eso ya lo sabemos todo. Y si los que dan y reparten son los estadounidenses, pues el doble de absurdo. Desde luego tiene su mérito ser americano. Sólo ellos pueden rodar escenas bélicas en las que se cargan a miles de personas y cuando salen dos mierda de cazas ponerse a aplaudir los supervivientes (véase Pearl Harbor). Le tienen pánico al sexo pero son la capital del porno. Creen en las libertades individuales pero poseen un gobierno federal fuerte y apocalíptico. Fundaron la tierra de las oportunidades masacrando a millones de nativos a los que no les dieron nada de chance, y para colmo han inmortalizado un género –el western– donde nos enseñan los valores genuinos de los hombres justos, con soldados buenos e indios malos, salvajes y descabellantes; unos auténticos animales (los primeros).
Los americanos tienen una identidad nacional impresionante. Tal vez porque ellos mismos son hijos de mil madres: chinos, holandeses, latinos, africanos, británicos, alemanes… Y lo mismo puede decirse de sus convicciones espirituales: mormones, amish, católicos, protestantes, ortodoxos, budistas, incluso islamistas, pese a haber caído en desgracia por motivos cuya legitimidad no vamos a cuestionar.
En Yankilandia todo es un gran show. Desde el modo de plantear los debates hasta la manera de jugar al baloncesto –¿por qué piensan que Ricky Rubio es adorado y Pau Gasol cuestionado hasta la médula (quise decir espalda)?–. Todo vale si es espectacular, divertido y alucinante.
Lo de las armas ya es flipante. Que maten cada año a decenas de inocentes en tiroteos varios, idas de pinza y venganzas contra el mundo y todo lo que se les ocurra sea enseñar defensa personal a los maestros lo demuestra todo. Hombre, yo entiendo que la industria armamentística deja mucha pasta y que perder a una docena de niños merece la pena por mantener la supremacía económica. A ver si no por qué han estado apoyando tantas y tantas campañas bélicas ajenas y propias. Ésas salían más baratas. Perder miles de niños vietnamitas, afganos o camboyanos sí que resultaba productivo comparado con la ingente cantidad de ingresos directos e indirectos. La legislación no cambiará en los E.E.U.U. porque no compensa, y porque los americanos están tragados de que necesitan la recortada y el 44 para defender la parcela, la tienda y la virginidad de la niña. Si venaos hay en todas partes, pero aquí no vienen con un fusil de caza; a lo sumo, con un cuchillo del Ikea que ya sabemos que no pinchan mucho. Culpar a la televisión, los videojuegos y la publicidad es ruin y sesgado. De hecho, el modelo se ha exportado a casi todo el mundo y por ahí no se acaece tanto niñocidio. La violencia se aprende y se mama, pero la ejerce el que puede. Poner un gatillo en manos de un desequilibrado es demasiada ventaja, y enseñar defensa personal a un educador una barbaridad. Que puede salvar vidas, sí, pero no vamos a tener un Arnold Schwarzenegger en cada guardería. ¿Quién se presentaría a gobernador de California entonces?

sábado, 5 de enero de 2013

¿Por qué las madrastras son malas?

Pues porque sí. Y si alguien piensa lo contrario que se aplique el cuento. No encontrarán una sola madrastra que sea buena, y si la hay, seguro que es la señora Von Trapp.
El vínculo de una madrastra y un hijastro es jodido. Sólo hay uno más freudianamente perverso: la rivalidad edípica entre madrastra e hijastra. En ambos casos la recién llegada se casó con tu padre. En ningún sitio ponía que te iba a querer como una madre. Tampoco le ibas a dejar. Dicho esto, la relación con tu madrastra pude ser tan mala como tú quieras o –lo que es peor– como quiera ella. Intentará ganarte con mayor intención que sinceridad, buscará tu complicidad, se meterá en tu mundo por un resquicio de confianza que un día dejes mal cerrado. Mal. Ya la has cagado. Lo usará en tu contra y te hará pupa. Lo bueno es que no volverás a bajar la guardia. Lo malo es que nunca olvidarás aquella traición.
Otras veces ni siquiera fingirá que le importas. Supongo que es mejor esto. Al menos, lo ves venir y no esperas la explosión de maldad porque viene con carrerilla. No sé por qué las madrastras son malas. Supongo que querrían un marido sin hijos. A nadie le gusta llevarse el paquete, pero va incluido. Y tampoco el hijastro pide mucho: que le dejes un poco en paz y eso. No hace falta competir con el amor del padre. Por mucho que se solape a veces, hay parcelas en las que nunca vais a coincidir.
Debe ser complicado ser madrastra. Nunca serás tan buena como la madre fallecida o divorciada. Y nunca los querrás igual por mucho que lo intentes. Y lo que es peor: ellos nunca te van a aceptar fácil. Si eres hábil y sincera podrás ser su amiga, pero es bastante poco habitual. Como contraprestación, puedes odiarlos sin pudor. Al fin y al cabo, eso se espera de ti: rechazo, mala idea y desprecio. Como poco, indiferencia. Que ya si es mutua pues tenéis el trabajo hecho, pero no es lo frecuente. Lo común es el barro, las palabras torcidas y un aguantar durante años por el esposo y padre, ése que generalmente no se entera de nada. No seré yo el que priorice el amor filial sobre el conyugal o viceversa, pero una cosa es segura: hijo se es para siempre; esposa ya…
Tal vez debería permitirse el divorcio entre padres e hijos, o entre yernos y suegras. Mientras tanto, si necesitáis argumentos para odiar, aprended de las madrastras. Nos llevan muchos lustros de ventaja. Fíjate si no en lo que hacía Lady Tremaine con la pobre Cenicienta en 1950.

martes, 1 de enero de 2013

Xmas Wars (2/2)

El speech del dorado fue incontestable. Papá Noel permanecía visiblemente afectado, con el gesto abatido y la mirada derrotada. Gaspar miraba al suelo con una expresión de vergüenza extrema y culpabilidad. Baltasar sudaba profusamente y sus fuertes manos parecían incapaces de solucionar el desastre. Se sentía como un juguete roto. El momento se detuvo, y las cuatro auras se extinguieron, quedando sólo los hombres. Habían perdido su magia navideña. Ya sólo eran cuatro ancianos vestidos ridículamente. Alzaron los ojos y afrontaron en sus miradas el reproche ajeno y el propio. Eran unos idiotas. Tenían que pensar más en los niños y menos en sí mismos. Los cuatro se sonrieron con aceptación. Por fin habían entendido el espíritu de la Navidad. El resplandor empezó a brillar levemente envolviéndolos.
Entonces el cristal del salón saltó en mil pedazos y una pata de camello amaneció de la nada. Llevaba una bolsita con sustancia blanca en la pezuña. Los cuatro se asomaron a la ventana y vieron a los camellos escondiendo droga mientras los renos se peleaban con ellos para sacarla a la luz. Combatían con un odio exacerbado.

–Dale, Rudolph –arengó Santa.
–Con la joroba, empújale con la joroba, Quasimodo –animó a su vez Melchor.
–Sólo hay una manera de arreglarlo –expresó Gaspar poniéndose muy serio–. Tenemos que recurrir a la magia.
–Os vais a cagar pues, mugrosos –amenazó Noel.

La habitación se llenó de luces brillantes y destellos azules, rojos, dorados y verdes. Todos comenzaron con ataques menores.
–“Mirra quién bailaaaaa” –lanzó Baltasar mientras virutas de resina llameantes rodeaban al señor orondo y le hacían danzar para no quemarse.
–“En estas Navidades, turrón de chocolate, en estas Navidades, turrón de Suchard” –contraatacó el de rojo mientras ladrillos de turrón dorado creaban un parapeto que repelía los ataques.
–¡Qué defensa tan buena! –exclamó Gaspar–. “¡Incienso en ti!” –Y un pesado botafumeiro suspendido del cielo cayó como una bola de demolición sobre el muro de turrón. El aroma a incienso que desprendía pronto ahogaba a Santa, que tuvo que volver a atacar.
–“Let it snow, let it snow, let it snow” –y una nevada tremenda avalanchó a los de Oriente y los sepultó de frío.
–“¡Tarjeta Visa Oro!” –bramó Melchor con virulencia, y una lluvia de símbolos del dólar dorados golpearon dramáticamente al barrigón.

La cosa se ponía muy fea para el anglosajón. Sus tres oponentes eran demasiado poderosos. Necesitaba ayuda divina. Sacó una campana de oro del bolsillo y la aporreó con urgencia dos veces. Una ráfaga de viento entró rauda por la ventana rota por el camello traficante. Tras el aire vino una boina gigantesca que reventó lo que quedaba de cristal. Un ser robusto, vestido de negro rústico y con mirada de bruto irrumpió en el salón. Simultáneamente, una explosión de azufre blanco presagiaba, tras la densa humareda, la aparición de otro superhéroe de la Navidad, éste de marcado carácter religioso, dado sus hábitos sacerdotales, el báculo sagrado y la mitra roja. Ante los reyes de Oriente y Papá Noel se erigían el Olentzero y San Nicolás dispuestos a nivelar la balanza.

–No vale, no vale –expresó Baltasar negro de rabia–. Éstos no son ni ingleses ni americanos. No me doy, no me doy.
–Da igual, moreno –dijo Santa con soberbia–. Ellos me apoyan porque también creen en la Nochebuena para entregar los regalos. Te jodes.
–¡Qué mal hablado eres¡ –opinó Gaspar con un gesto de desaprobación.

No dijeron más. Se limitaron a pulsar fuerzas, contrarrestar rayos, esquivar ataques, sufrir energías y encajar disparos de luz. El lugar semejaba una bacanal de fuegos artificiales, y nada parecía desequilibrar los bandos. La única manera de acabar con aquello sería utilizando el ataque secreto navideño. Todos los superhéroes de la Navidad tenían uno, pero no debían utilizarlo porque eran armas muy poderosas. En esta ocasión, la situación lo requería. Estaba en juego la supremacía de los regalos de Navidad. Los que ganasen se llevarían la fecha para siempre, y los perdedores serían desterrados y, con el paso del tiempo, debidamente olvidados. Los seis personajes se detuvieron en el tiempo. Aumentaron su cosmos navideño hasta que fueron engullidos por un aura de fulgor negro, rojo, blanco, oro, verde o azul, según el caso. Y entonces se desató el infierno de la Navidad. Atacaron todos a la vez.

–¡Ho, ho, ho! –dijo Papá Noel mientras de su boca surgían rugientes bolas de fuego rojo.
–¡Estrella de Navidad! –cantó Melchor mientras un resplandor dorado cegaba a sus adversarios.
–¡Morry Crismas! –lanzó San Nicolás y de su báculo salieron certeros rayos de plasma.
–¡Roscón de Reyes! –dijo Gaspar ondeando los brazos. Del giro de ambos miembros surgían lazos de roscón que aprisionaban a los enemigos.
–¡Zorionak! –gritó el Olentzero volteando su saco por encima de su cabeza. Trozos de carbón mágico impactaban una y otra vez sobre los de Oriente.
¡Bombón de Chocolate Negro! –concluyó Baltasar y una lluvia de pelotas de cacao fundido e hirviendo cayó sobre los de la Nochebuena.

El impacto múltiple fue tremendo. Los seis acabaron enchocolatados, chamuscados, quemados a láser, magullados, enrosconados y con los ojos echando chiribitas. Desde una esquina de la habitación, agarrado incrédulo al sofá permanecía Ibón Zarzides. Tenía los ojos ahogados en amargas lágrimas, los labios en semitensión, los puños cerrados de rabia. Le temblaba todo el cuerpo y sólo tenía ganas de gritar de desesperación. Siempre había creído en la mayoría de aquellos seres. Ahora tenía la certeza de que existían y eran mucho más fallidos que cualquier humano conocido. Eran lamentables, infantiles, egocéntricos y muy competitivos. Ibón no había pasado tanta vergüenza desde que su padre vino a verle jugar a fútbol y se enganchó con la madre del portero rival en una sonrojante lluvia de insultos recíprocos.

Los seis se quedaron mudos. No tenían palabras. Permanecieron ahí parados con las cabezas gachas esperando y deseando que se les tragase la tierra. Pero uno no debe desear cosas malas si tiene poderes mágicos, porque efectivamente el suelo se abrió con un chirriar ensordecedor y furibundas llamas los acogieron. Cayeron casi al instante gritando como cuando uno desciende por un precipicio sin final. Ibón tenía los ojos abiertos como platos. No se creía lo que estaba viendo. Oyó chillar a los animales en el exterior. Se asomó a tiempo para contemplar camellos y renos ser engullidos por otra zanja del averno similar. Ambas fracturas del terreno se cerraron sin dejar rastro. Nada indicaba que por allí hubieran desfilado santos, reyes, carboneros, magos o ancianos orondos.

Ibón se fue a dormir pensando que hacía rato que soñaba en la cama. Su pesar, sin embargo, era inmenso. Los seres más maravillosos del mundo eran un  fraude. No había esperanza para el género humano. Lloró hasta que no le quedó una gota de agua en el cuerpo.

La mañana siguiente fue una especie de dulce despertar. Cuando uno viene de una noche de infierno sólo puede llegar la calma tras la tormenta. Bajó las escaleras para tomarse un trago de leche. Apenas eran las ocho y cuarto. En el salón oyó a sus padres susurrando. Él les llamó y éstos intentaron ocultar lo que tenían entre manos. Ibón no estaba para tontadas y corrió hacia lo escondido. Era un paquete a medio envolver, pero la caja era muy familiar y a la vez muy deseada por el pequeño Ibón. Ante él se encontraba la mítica Dantorian Nexus Complex sumergible. El salto del pequeño fue monumental. Chilló y brincó como un cachorro en el agua, y la felicidad no le dejaba articular palabra. Cuando pudo relajarse y jugar con la Dantorian y abrazar mil veces a sus padres lo comprendió todo. Los Reyes, Papá Noel, el Olentzero no existían. Eran cuentos que inventaban los padres para no llevarse la gloria de los regalos. Los papás eran demasiado humildes y generosos para apuntarse el tanto. Lo de la noche pasada fue, sin duda, una pesadilla.
Ibón pasó el resto de las Navidades de su vida queriendo más y más a sus padres. Lo que nunca comprendió fue cómo diablos se rompió el cristal del salón aquella noche indefinida. ¿Tal vez papá y mamá metieron el regalo por ahí?