viernes, 29 de junio de 2012

Un adiós no retornable (2/2)


–Hermanos, estamos aquí reunidos… –comenzó Flog con cachondeo.
–Joder, papá –replicó Magger con sequedad– que esto no tiene gracia.
–Claro, Floggie –añadió su madre–, que te estás… eso.
–¿Muriendo? –completó él con decisión–. Ya no. No tengo cáncer.
–Pero, pero, Floggete –completo Digger, su padre–, que te estabas yendo.
–Pues se han colado. Era apendicitis y ya me han intervenido con éxito. No tengo nada.
–Aah… pues qué bien –argumentó Trigger sin mucho entusiasmo.
–Sí, tío, es guay –continuó su sobrino Blogger.
–Pero, entonces… ¿ya no te vas a morir en breve? –incidió su esposa Glagger visiblemente descolocada.
No –resumió Flogger con un gesto inequívoco de as en la manga–. Los médicos confundieron una peritonitis con un cáncer de páncreas. En dos días me dan el alta.
–Pero no puede ser –razonó Sagger–. Estabas desahuciado.
–Bueno, pues ya no lo estoy.
–Es que no se puede estar muriendo y luego volver a casa en dos días, tío Flog –justificó su sobrino Hogger–. Nos hemos estado preparando para esto mucho tiempo. Ahora no se puede volver atrás y ancha es Castilla.
–Pero, ¿no os alegráis de que viva? –Flogger estaba alucinando en blanco y negro con topos psicodélicos.
–Sí, sí –intentaba autoconvencerse su hija Magger, sin mucha credibilidad–, es que no contábamos con esto.
–Pues no, mira, hijo, para qué te vamos a engañar –cortó Digger abruptamente–. Nos dio mucha pena que te fueras a morir, pero uno llega y se acostumbra. Y nos pareció todo muy precipitado. ¡Es que estabas terminal! ¿Tú sabes lo que hemos tenido que prepararnos para despedirte, lo duro que ha sido?
–Joder, papá, pero te piensas que para mí no ha sid…
–¡Shhhhhhhhhhhhh! Floggie, te he dicho mil veces que no interrumpas. Estaba hablando yo y tú te callas, ¿de acuerdo?
–Sííííí –respondió Flogger con desgana y pesadez.
–Bien, te decía que no puedes pretender que después de estar con un pie y medio en el otro barrio ahora vuelvas aquí y nos parezca a todos estupendo. Hijo, uno se prepara para despedir a alguien, le da mucha pena y lo cierra como buenamente puede. Lo que no puedes hacer es, de buenas a primeras, decidir que no te mueres porque era otra cosa.
–Joder, papá –Flogger estaba flipando– que no lo he decidido yo, ¿eh?
–Decía, Floggie, y no vuelvas a interrumpirme, que ya te lo he dicho antes, que es muy difícil guardarle luto a alguien y que luego no se muera. No es serio. Para nosotros está siendo muy incómodo. Has jugado con nuestros sentimientos y eso es muy grave.
–Yo lo flipo, oye.
–Pero hombre, Flog, trata de comprender. Que nosotros nos habíamos preparado ya. Ahora no te quedes.
–¿Qué me estás diciendo, Pegger, que me suicide para contentar a vuestras almas?
–Hombre, Flog, dicho así…–expresó Pegger–. Yo soy más de buscar una solución más reconfortante para todos. ¿Por qué no te marchas a Australia?
–¿Australia? –Flogger no daba crédito.
–Sí –aseveró Digger–, ahí no te conocen. No tendrías que dar explicaciones de tu no muerte. Y tienen canguros.
–“Y tienen canguros” –se burló Flogger–. Serás malnacido.
–Venga, tío Floggie –pidió Blogger–, piensa en la familia.
–Todos te lloraríamos eternamente –añadió Trigger.
–Y te echaríamos de menos un tacote –completó Magger.
–Vale pues –accedió Flogger sin mucha convicción.

Y así “murió” Flogger para su enlutada familia. El shock fue grande y poco digerible, pero hicieron un sobreesfuerzo para superar el mal trago. Le hicieron misas todos los 7 de cada mes, y en cada pequeña rutina su memoria se hacía anécdota, episodio o anhelo frustrado. Sin duda era un ser maravilloso. Qué injusta era a veces la vida, llevándose a los mejores de nuestro lado. Menos mal que los Nogger eran un clan sufrido y acostumbrado al pesar, y en pocos meses se recuperaron de tan dolorosa pérdida.
Flogger Nogger volvió a la vida en la gran pradera australiana. Dormía al raso y desayunaba mosquitos. Su tez se tornó trigo y sus ojos cambiaron de mirada. Se puede decir que en la claustrofóbica inmensidad aborigen era feliz. Sin embargo, cuentan los más viejos del lugar que en las noches de luna nueva a menudo lo han visto sentado en la rama de un árbol, mirando al cielo y musitando entre dientes: “¡Qué cabrones, qué cabrones!”.

miércoles, 27 de junio de 2012

Un adiós no retornable (1/2)

Flogger respiró destartalado. Los andamiajes de cables y tubos por donde surtían fluidos y reverberaba una torpona respiración asistida le conferían una siniestra apariencia a caballo entre piloto de cazas y casco de Darth Vader. No le importaba un carajo. Se moría. Era un hecho incontestable. Lo único que lamentaba es que no le quitaran las cañerías del morro para poder despacharse a gusto con amiguísimos y parentela variopinta. Le apetecía rajar sin parar, soltar burradas una tras otra hasta incomodar a los comensales de rapiña que, toda vez que no dejaba pertenencia alguna, se disponían a descargar sus almas de todo residuo de culpabilidad. Esperaba poder desatar la lengua unos minutos impagables, vomitando ironía y humor negro. ¿Acaso hay algo mejor que los chistes fúnebres en el umbral del deceso? ¿Puede alguien rebatir a un moribundo guasón, que prefiere joder a los vivos antes que saludar a los muertos? ¿Quién podía tener autoridad moral para mandarlo al carajo ahora que se iba al otro barrio? Todo esto le divertía, o eso pretendía fingir para no asumir el hecho de que le sisaban cinco lustros de amaneceres, comilonas y puros con copazo jugando al guiñote. Le habían robado gran parte de la vejez y abundantes ingestas de vicio, y no podía adivinar si le reventaba más adolecer de la primera o no poder malgastar las segundas. La vida era una mierda, pero la muerte todavía hedía más. 
Así las piezas sobre el tablero, sin damas ni torres y a una casilla del jaque definitivo, Flogger se preguntaba machaconamente qué suerte de extraño cáncer podía haberle atacado con apariencia tan liviana y resultados tan devastadores. Sólo unas semanas previas a su hospitalización había notado una aguda punzada en el vientre. Ingresó de urgencia con un pronóstico de apendicitis amenazando el peritoneo, pero el apéndice no tenía hinchazón alguna. Era un tumor en el páncreas de los que no perdonan. Ni siquiera se les ocurría intentar nada. Abrieron, contemplaron y cerraron. Tan sólo corticoides y gracias. No se les ocurrió engañarle. No podían esperar al último momento porque ya estaban en él. Lo único que le quedaba a Flog era despedirse de los suyos escalonadamente, en una de esas clasificaciones por orden de cercanía que tanto gustan en los preámbulos de un largo viaje, y aunque cambiaran el crucero por la barca de Caronte, el protocolo no parecía variar demasiado.
Ya molestaban bastante las vísceras pese al camuflaje de jeringazos de a litro, y Flogger percibía que se acababan las estaciones. Calculaba dos o tres días, y no le quedaban sino unos pocos amigos de corazón y parientes de sangre por despachar. Sin embargo, ante el incipiente incremento del malestar interior pensó en dejarse de peliculeros epitafios, cerrar la convención de un plumazo y poder retorcerse a gusto. Qué menos que poder gritar y morir con dignidad ante una enfermera gorda con la mente puesta en la cena de sus niños en lugar de compadecerle cariacontecidamente como harían sus padres, hermanos y amigos. 
Pero no pudo cumplir sus previsiones. El dolor se clavó en el bajovientre con tanta saña que tuvo que mirarse si no le estaban rajando con el cuchillo romo del vecino diabético, que se supone que debe incordiar mucho más que un buen filo puntiagudo y de fácil trinchado. Tanto grito activó al cirujano de guardia que decidió operarle de urgencia. Pero los vericuetos de Flogger no albergaban tumor alguno, y era la descartada peritonitis la que se abría paso entre las entrañas del paciente. Un tijeretazo a tiempo lo salvó a escasos milímetros de la laguna Estigia donde el barquero ya le mecía refunfuñando por la ausencia de moneda en la lengua para pagar el servicio de transporte al más allá.
La enfermedad terminal quedó pues en un susto mayúsculo, pero Flogger insistió a los doctores que era él quién quería anunciar la buena nueva a sus allegados. Los convocó a todos y comenzó su sentida alocución.

viernes, 15 de junio de 2012

El huerto de melones


No recuerdo bien si alguna vez les he hablado de mi trabajo. Soy un campesino sin tierra, un labrador sin campo. Trabajo el terruño de otros a cambio de un puñado de euros. No soy Lobezno, pero soy bueno en mi trabajo.
Este año me dieron la opción de recolectar en el mismo campo, pero se quedaron mis pimientos. “Demasiado lustrosos para ti”, parecían decirme. En su lugar me responsabilizaron de un terruño de sandías y otro de nabos, y el melonar del curso pasado, este último como capataz.
La crisis llegó a la agricultura y me endosaron los pimientos verdes del antaño pasado, me mezclaron los melones galia con los tendral, plantaron patatas en un rincón, judías en otra esquina… hasta lechugas. Mi huerto parecía la ONU de la siembra. El resultado prometía ser nefasto: melones piel de sapo super pero de mal color, amarillos que no crecían, crenshaw que no tenían sabor, las patatas por lo bajo, las judías que se estropeaban, las lechugas que no acababan de hojear, los pimientos chiles y jalapeños que no agarraban con tanto melón… Un caos vegetal.
Yo cogía el azadón con voluntad, pero estos melones no eran los pimientos de la otra temporada. Los mimos se ahogaban entre el follaje, el agua de riego se evaporaba antes de llegar a tierra, los cuidados de ayer no servían para las frutas de ahora. Y entonces lo vi: estos melones nunca serían como aquellas hortalizas. Necesitaban otro tipo de cultivo; el surco, más gordo; la siembra, más profunda; el azadón, más agresivo; los cuidados, más intensos pero menos aparentes. Este huerto me enseñó a cambiar, a regar diferente, a prevalecer sobre su anarquía a la hora de echar raíces. Y yo me afané en que agarrasen, en que crecieran en silencio, en que compartieran fertilizantes, pese a que no todos eran buenos.
La temporada ha acabado. Estoy derrengado pero satisfecho. Hemos vertido agua hasta consumirla. Después sudor, lágrimas y sangre. Cualquier cosa antes que la deshidratación y el reseco. Ha funcionado. Mis melones se han vuelto gordos y lustrosos. Ya lo eran, pero corrían riesgo de tener mal sabor. Ahora sé que muchos serán dulces y jugosos. Y los pimientos. Tendrían que verlos. Han cogido un color espectacular. Las lechugas han crecido bien y mal, según el caso. Las patatas no son todo lo gordas que quisiéramos, pero confiamos en que nos las compren. Las judías se las llevaron para abono, pero de eso hace mucho tiempo. Este huerto no era para ellas.
En dos semanas cojo los aperos y me marcho. Ya sé que no habrá retorno esta vez. Y no sé que será de mis melones, pero sé que este año han crecido como se esperaba. Quizá el huerto era más bonito el año pasado, pero con este he aprendido mucho más. Ahora hago malabares con la azada, y soy capaz de regar haciendo el pino. Después de todo, sembrar es mucho más que verter agua.

sábado, 9 de junio de 2012

Penny, Penny, Penny.


Big bang es la serie de moda. Y las modas como los pantalones piratas, los yo-yos y las Papá Levante acaban por agotarse. Las aventuras de Sheldon, Leonard, Penny, Raj y Howard, sin embargo, todavía gozan de buena salud, y van ya por la quinta entrega.
La sitcom americana tiene una buena suma de elementos ganadores: un reparto excelente, diálogos muy trabajados, frikismo en tarro industrial, sheldo-lecciones para todos los públicos y guiños infinitos a la cultura pop, los cómics, los juegos de rol, las pelis de culto espacial, las videoconsolas, la vida universitaria, las relaciones sociales y otros topicazos de la raza geek. Todo lo anterior, en permanente colisión con el mundo cotidiano de Penny, mucho más limitado en la teoría pero infinitamente más exuberante en la práctica.
The Big Bang Theory ofrece consuelo y abrigo a todos. El científico cuadriculado con escasas habilidades sociales y un tremendo complejo de inferioridad en su esforzado intento por encajar en un mundo que le viene grande, que esconde sus defectos físicos como la cortedad de estatura o la miopía bajo unas gruesas gafas, podrá verse reflejado en el doctor en física aplicada Leonard Hofstadter, sin duda el arquetipo de geek por antonomasia. En cambio, si se trata de un elemento desfasado, salido y necesitado, absoluto desconocedor del abismo entre su yo real y su yo ideal, un sujeto constreñido por sus pulsiones sexuales y un equivocado autoconcepto, evidentemente sobrevalorado en su imagen de gigoló, entonces su hombre es el ingeniero Howard Wolowitz. Para los hombres tiernos, moñas, con ganas de agradar y de ser aceptados, acomplejados por el sexo opuesto, por diferencias culturales, linguísticas, incluso con una marcada patriofobia, el modelo es el doctor en astrofísica Rajesh Koothrappali, un osito con mutismo selectivo que le impide hablar en presencia de mujeres. Pero si el telespectador adolece de sentimientos empáticos, no está interesado en relacionarse, en entender el mundo emocional, no comprende los dobles sentidos, la espontaneidad o el desorden, y además es un cerebrito mucho más consciente de cómo funciona el mundo que de vivir en él, su ídolo será el superdotado doctor en física teórica Sheldon Cooper. Para todos los demás, los normales, está Penny.
Big Bang se sustenta en una convincente red de entramados emocionales entre cinco amigos, todos ellos diferentes entre sí y opuestos a todos los demás. Penny es una aspirante a actriz con limitados talentos artísticos e intelectuales. Representa al americano medio enfrascado en sueños inconclusos y probablemente de difícil realización. Sin embargo, es capaz de sobreponerse a sus frustraciones y seguir luchando por sus proyectos mientras siente, vive y respira en un mundo real. En cierto modo, es superior a todos los frikis de la puerta de enfrente. Sus problemas cotidianos son los de toda la gente corriente, su vida amorosa es una montaña rusa en un parque de atracciones, se organiza mal el dinero, tiene la casa en estado caótico, se pirra por los zapatos y no comprende la mitad de las cosas que dicen los científicos geek. Pero es capaz de consolarlos, afrontar situaciones incómodas con determinación, sencillez y toneladas de sentido común. Penny es la escuela de la vida, y aquí tiene muchos más doctorados que los otros cuatro.
Raj defiende el arquetipo del extranjero exótico, simpático, a menudo servil, con un acusado complejo de inferioridad nacional respecto a los estadounidenses. Si ya los ingleses se sienten a veces en desventaja con los americanos, qué esperar de una subcontrata commonwealthesca, de un país de joven emancipación británica. La situación de Raj, sin embargo, encierra aparentes contrastes. En una India de escaseces e inanición, rechaza la gastronomía hindú. En su país es un ciudadano de clase alta donde la pobreza y la superpoblación son masivas. En Pasadena es un científico asiático en busca de una oportunidad que su país no le puede ofrecer. En cierto modo es un erasmus de la vida. Por eso Raj es el modelo para los millones de inmigrantes sin recursos en la tierra de los sueños. Su status de superioridad lo confiere su indudable atractivo exótico, una personalidad tímida, su ternura inocente y unos ingentes conocimientos de astronomía. Pese a su contundente éxito con las mujeres, Raj se cayó de pequeño en la marmita de mutismo selectivo. No lo ibas a tener tan fácil, Rajesh.
Leonard abandera a los geeks con sentido del ridículo. Son los más conscientes de “su rareza” y los que más sufren por ello. De los cuatro es el que menos confía en sí mismo, el que más complejos acumula. Es bajito, usa gafas, no soporta la lactosa y no parece muy seguro cuando asevera algo, pese a que suele ser el más certero, corrigiendo a menudo a la mismísima Penny. Una infancia difícil y las eternas comparaciones con los inteligentísimos miembros de su familia le han hecho frágil y quebradizo. Pese a ello, su sentido común pone coherencia donde sólo hay orden lógico. De carácter suave y con una paciencia infinita, Leonard parece el único ser sobre la tierra capaz de compartir piso con Sheldon. De todos los científicos acomplejados, el doctor Hofstadter es la tipología más abundante: personas con grandes capacidades cognitivas, a menudo superdotados, en un mundo que no pueden comprender y que se ríe de ellos precisamente por la incapacidad del vulgo para, a su vez, entender a los geeks. La frustración por no poder socializarse sólo es superada por su ansia de encajar en el rompecabezas cotidiano. Los Leonards se sienten marcianos más inteligentes pero torpes a la hora de empatizar con los burdos y planos humanos medios.
Sheldon sustenta la serie mediante efectos de guión clarividentes, una buena colección de tics y rutinas aspergerianas y una excelente interpretación del actor cabecera de la sitcom, Jim Parsons. De hecho, la mayor parte de las tramas de Big Bang provienen de la colisión de mundos entre el universo Sheldon y todos los planetas secundarios que giran en su órbita, sean estrellas –Penny– o satélites –Howard–. Shelly es cuadriculado, hipocondríaco, asocial, egocéntrico, metalingüístico, soberbio, nada empático y exageradamente lógico. Cualquier pequeña alteración de sus rutinas supone un trastorno de consecuencias mastodónticas en su microclima vital. Es asexual y no comprende los vínculos afectivos, analiza y reanaliza la existencia en términos puramente científicos. Sheldon no pilla los sarcasmos, ni los dobles sentidos, es impertinentemente obstinado y en muchos aspectos de personalidad refleja los rasgos de un niño. Con todo, y pese a sus muchos e intolerables defectos, mantiene una inocencia bisoña que le confiere cierto aire de ternura. Además, no parece propenso a desarrollar mecanismos de maldad estructural. La personalidad del doctor Cooper clava los parámetros del síndrome de Asperger, un tipo de autismo que se da en individuos con altas capacidades y nulas relaciones sociales, más preocupados de teorizar y explicar lo que hacen que de hacerlo de manera espontánea, ajenos a las metáforas, la ironía y las bromas. Sin embargo, los guionistas de la serie se han negado a etiquetar a Sheldon bajo ese síndrome. Simplemente es así. Para los seres obsesionados con el orden, la lógica y las rutinas inamovibles es un héroe, su representante en el firmamento televisivo. De hecho, Sheldon aglutina tantos rituales y manías que es casi imposible no sentirse identificado con alguno de ellos.
Howard es el ligón oficial del grupo, al menos en un universo paralelo. En esta realidad se limita a un patético quiero y no puedo. Comido por las pulsiones sexuales, el ingeniero judío se conduce por la vida en relación a las tentativas –siempre fallidas– de satisfacer sus más bajos instintos. De poco le sirve su encanto lingüístico –sabe camelar en varios idiomas–, su look ochentero con cuellos altos y ropa ceñida o su caída de ojos embrujadoramente desfasada. Los comentarios de Howard en sus rituales de apareamiento rayan lo soez no exentos de cierto romanticismo barato. Al final, lo baboso parece predominar sobre lo poético y las aventuras wolowitz rara vez llegan a consumarse. Howard no necesita autoestima. Aparentemente es el más sobrado en ese campo, lo cual le proporciona una ridícula autoconfianza en proporción a su índice de fracasos. Sin embargo, en ocasiones el judío desvela una amargura existencial aberrante, fruto de su esclavitud sexual dentro de una personalidad oculta y tímida. Howard es el friki que menos se quiere a sí mismo, que se autoengaña para huir de su fracasada existencia, que prefiere aparentar un exceso de vigor antes que admitir que necesita más caricias en el alma que en el prepucio, aunque tampoco haría ascos a las segundas. El mundo está lleno de Wolowitzs, seres necesitados de cariño que acaban por genitalizar su amor hasta volverse unos salidos redomados. Quizá tendrían que aprender a masturbarse el alma y sacar placer de ello. Se ahorrarían muchas quemaduras de primer grado.
Las personalidades marcadas de los cuatro científicos permiten una supremacía de cada uno de ellos sobre los demás. Sheldon es el más inteligente, y a la vez el más indefenso, aunque tampoco le importa en relaciones sociales. Su mundo, en cambio, se viene abajo ante un cambio de hábitos o de rutinas. Leonard es sin duda el más normalizado de los geeks, el más capacitado para una relación estable y creíble, para escuchar y ser tomado en serio, pero también se muestra más inseguro que sus amigos. Raj parece más estable y controlado en su personalidad que los otros, pero el mutismo selectivo arruina toda posibilidad de enamorar per se a una fémina, salvo mediante amargos tragos de autoconfianza alcoholizada. Howard siempre tiene la caña a punto para liarse a pescar, es poco exigente y está dispuesto a lo que se tercie. Pero, aún siendo el más echao pa’lante, es el que habitualmente liga menos de los tres geeks sexuales.
En otro plano, Penny es claramente inferior en parámetros intelectuales a los científicos, pero su conocimiento práctico del mundo la convierte en la superwoman de la serie; una rubia monísima que lo mismo ejerce de madre con Sheldon, novia de Leonard, hermana de Raj o mito erótico inalcanzable con Howard. Penny es la victoria de la gente sin estudios, sin cosmovisión y sin cultura, y la demostración de que se puede ser feliz en este universo sin saber cómo funciona. Aunque también se puede ser pleno al revés. Que se lo digan a Sheldon.
Las referencias pop garantizan la complicidad de todos los frikis de la Tierra: El señor de los anillos, comics Marvel, juegos de rol, Linux, Star Wars, Harry Potter, Babylon 5, Star Trek, Halo, comics DC, Mario Bros, Facebook… Los intereses de los protagonistas reflejan y revindican a una generación de raritos avergonzados de sus aficiones geek. A ver si al final va a resultar que los frikis eran los otros, los que no justifican mediante leyes físicas el vuelo de Superman, los que no se pegan viciadas frente a la Xbox 360, los que no se chupan la versión extendida de El retorno del rey con los comentarios de Peter Jackson. Big Bang parece recordarnos que estos universos pueden ser tan adultos como los considerados serios.


lunes, 4 de junio de 2012

Nuestro pecado capital


En España podría parecer que la lujuria lo empina todo, o que no apetece nada más allá de la pereza, que los banqueros son avariciosos, las rubias soberbias y los conductores iracundos, o que la tapita del bar responde a una institucionalización de la glotonería –o gula. Sin embargo, el deporte nacional, por encima de comer, chulearse, manejar, gandulear y follar, o en su defecto enfadarse cuando no podemos explayarnos en alguno de los anteriores supuestos, es la envidia.
Estamos jodidos pero bien, ahogados en la mierda de otros, vomitando bilis y tragando saliva para que los cojones bajen de la nuez, y lo único que se nos ocurre cuando alguien defiende lo suyo es ponerlo a parir. Acabo de leer una noticia digital de unos padres encerrados en un centro educativo en busca de justicia social, y la gente que opina lo hace, en su mayor parte, para pelarlos: que si una panda de vagos, pijos, pseudo-funcionarios, izquierdosos, quejicas…
La crítica al hermano ha existido siempre. Es la más insana y reconfortante terapia de autoestima que existe. ¿Qué mejor manera de estar en lo más alto que arrojar a los otros por el precipicio? ¿Cómo flotar en la mierda mejor que empujando al fondo a los demás? En estos casos da asco ser español. En lugar de ayudarnos, respaldarnos, solidarizarnos y apoyarnos, que bastante castigados estamos, nos dedicamos a hundirnos unos a otros, despedazándonos hasta que asoma el hueso, y luego lo roemos en el culmen del canibalismo empático. 
A mí, que soy poco dado a criticar directamente al vecino, no sólo por cobardía, que también, sino especialmente para no hacerle daño, me cuesta mucho entender esta manera de joder al personal. No me entra. O no me llega. ¿Qué beneficios puede reportar criticar el nivel de estrés de los controladores aéreos argumentando que cobran un pastizal? Si ambos son ciertos, que les bajen el sueldo y que les pongan jornadas laborales razonables. Y lo mismo con los “jetas” de los maestros, que bastante tienen con lo que tienen para que se les crucifique por sus vacaciones. ¿Por qué no critican a los que pudiendo trabajar no trabajan? Que bien pensado tampoco hacen daño a nadie. Ojalá yo pudiera vivir sin laborar, aunque sé que sería severamente criticado. Realmente no dejamos en paz a nadie. Ésa parece la clave de la envidia: ante el éxito ajeno o unas condiciones laborables codiciadas, lo mejor es la descalificación, el acoso y derribo.
En el fondo no criticamos los condicionantes favorables, pelamos a los que los poseen. Cuestionamos su capacidad para el puesto, los mecanismos de selección que les han llevado hasta allí, la relación trabajo-remuneración, la calidad de vida que nosotros ansiamos y nunca tendremos.
Siempre he afirmado que mucha gente no valora lo que tiene y eso me enoja, y aunque no soy un justiciero moral para determinar quién debería estar agradecido al mundo y quién no, no le deseo mal a nadie. Puede producirme envidia que a alguien le vaya bien porque a mí no me pase, pero no suelo desear su desgracia, por mucho que a veces cuando nos dan una mala noticia de alguien que era “indigno” parezcamos alegrarnos. Al final, somos lo que sentimos. Tal vez, si nos quisiéramos más entre todos y dejáramos de pelarnos y devorarnos, la crisis sería un concepto desfasado del año 1929. No hace falta que sea jueves negro todos los días.