Flogger respiró destartalado. Los andamiajes de cables y tubos por donde
surtían fluidos y reverberaba una torpona respiración asistida le conferían una
siniestra apariencia a caballo entre piloto de cazas y casco de Darth Vader. No
le importaba un carajo. Se moría. Era un hecho incontestable. Lo único que
lamentaba es que no le quitaran las cañerías del morro para poder despacharse a
gusto con amiguísimos y parentela variopinta. Le apetecía rajar sin parar,
soltar burradas una tras otra hasta incomodar a los comensales de rapiña que,
toda vez que no dejaba pertenencia alguna, se disponían a descargar sus almas
de todo residuo de culpabilidad. Esperaba poder desatar la lengua unos minutos
impagables, vomitando ironía y humor negro. ¿Acaso hay algo mejor que los
chistes fúnebres en el umbral del deceso? ¿Puede alguien rebatir a un moribundo
guasón, que prefiere joder a los vivos antes que saludar a los muertos? ¿Quién
podía tener autoridad moral para mandarlo al carajo ahora que se iba al otro
barrio? Todo esto le divertía, o eso pretendía fingir para no asumir el hecho
de que le sisaban cinco lustros de amaneceres, comilonas y puros con copazo
jugando al guiñote. Le habían robado gran parte de la vejez y abundantes
ingestas de vicio, y no podía adivinar si le reventaba más adolecer de la
primera o no poder malgastar las segundas. La vida era una mierda, pero la
muerte todavía hedía más.
Así las piezas sobre el tablero, sin damas ni torres y a una casilla del
jaque definitivo, Flogger se preguntaba machaconamente qué suerte de extraño
cáncer podía haberle atacado con apariencia tan liviana y resultados tan
devastadores. Sólo unas semanas previas a su hospitalización había notado una
aguda punzada en el vientre. Ingresó de urgencia con un pronóstico de
apendicitis amenazando el peritoneo, pero el apéndice no tenía hinchazón
alguna. Era un tumor en el páncreas de los que no perdonan. Ni siquiera se les
ocurría intentar nada. Abrieron, contemplaron y cerraron. Tan sólo corticoides
y gracias. No se les ocurrió engañarle. No podían esperar al último momento
porque ya estaban en él. Lo único que le quedaba a Flog era despedirse de los
suyos escalonadamente, en una de esas clasificaciones por orden de cercanía que
tanto gustan en los preámbulos de un largo viaje, y aunque cambiaran el crucero
por la barca de Caronte, el protocolo no parecía variar demasiado.
Ya molestaban bastante las vísceras pese al camuflaje de jeringazos de a
litro, y Flogger percibía que se acababan las estaciones. Calculaba dos o tres
días, y no le quedaban sino unos pocos amigos de corazón y parientes de sangre
por despachar. Sin embargo, ante el incipiente incremento del malestar interior
pensó en dejarse de peliculeros epitafios, cerrar la convención de un plumazo y
poder retorcerse a gusto. Qué menos que poder gritar y morir con dignidad ante
una enfermera gorda con la mente puesta en la cena de sus niños en lugar de
compadecerle cariacontecidamente como harían sus padres, hermanos y amigos.
Pero no pudo cumplir sus previsiones. El dolor se clavó en el bajovientre con tanta saña que tuvo que mirarse si no le estaban rajando con el cuchillo romo del vecino diabético, que se supone que debe incordiar mucho más que un buen filo puntiagudo y de fácil trinchado. Tanto grito activó al cirujano de guardia que decidió operarle de urgencia. Pero los vericuetos de Flogger no albergaban tumor alguno, y era la descartada peritonitis la que se abría paso entre las entrañas del paciente. Un tijeretazo a tiempo lo salvó a escasos milímetros de la laguna Estigia donde el barquero ya le mecía refunfuñando por la ausencia de moneda en la lengua para pagar el servicio de transporte al más allá.
Pero no pudo cumplir sus previsiones. El dolor se clavó en el bajovientre con tanta saña que tuvo que mirarse si no le estaban rajando con el cuchillo romo del vecino diabético, que se supone que debe incordiar mucho más que un buen filo puntiagudo y de fácil trinchado. Tanto grito activó al cirujano de guardia que decidió operarle de urgencia. Pero los vericuetos de Flogger no albergaban tumor alguno, y era la descartada peritonitis la que se abría paso entre las entrañas del paciente. Un tijeretazo a tiempo lo salvó a escasos milímetros de la laguna Estigia donde el barquero ya le mecía refunfuñando por la ausencia de moneda en la lengua para pagar el servicio de transporte al más allá.
La enfermedad terminal quedó pues en un susto mayúsculo, pero Flogger
insistió a los doctores que era él quién quería anunciar la buena nueva a sus
allegados. Los convocó a todos y comenzó su sentida alocución.
Hola!! no sé si me recuerdas, hace años escribía un blog, y eres de los pocos q tnia como blogs amigos. He retomado esto y me he creado un blog desde cero. Te invito a pasar si te apetece. Un saludo.
ResponderEliminarhttp://aprendiendoamadurar89.blogspot.com.es/
Madre mía...yo ya pensé que se nos iba para siempre. Al final la cosa se quedó en algo curable aunque supongo que todas las ironías y frases ingeniosas que pasaron por su cabeza tendrán que florecer en la 2ª parte. Estar cerca de diñarla siempre te hace cambiar la perspectiva de todo y te vuelve más sincero :-)
ResponderEliminarUn abrazo.
Oski