miércoles, 12 de agosto de 2015

El huerto de calabazas

No recuerdo bien si alguna vez les he hablado de mi trabajo. Soy un campesino sin tierra, un labrador sin campo. Trabajo el terruño de otros a cambio de un puñado de euros. No soy Lobezno, pero soy bueno en mi trabajo.
Tras experiencias extremas en terruños ingratos, de nuevo me vi socavando las semillas de una treintena de preciosas cucurbitáceas de diferente tamaño, madurez y desarrollo. Algunas eran gordas y lustrosas, pero orgullosas y desafiantes; otras, de crecimiento lento, no habían sido recolectadas en su cosecha; otras no absorbían y las últimas crecían con soltura y divinidad.
No tardé mucho en cambiar la azada por la pala, el fertilizante por los mimos, y la exigencia por la confianza. Las calabazas a veces necesitan más comprensión que chorros de aspersor. El resultado, tras meses de labranza discriminada, fue desigual: la mayoría fueron aptas para el consumo; una se pudrió; otra acabó en el huerto contiguo, el de calabacines; las feas mejoraron levemente su semblante; las guapas redondearon su indudable atractivo.
En general la recolección fue correcta, si bien quedó la duda de si una siembra más agresiva hubiera dado mejores frutos, aunque también hubiera consumido a algunas de mis calabazas. La conclusión fue clara: el antiguo agricultor era demasiado contundente para vegetales tan sensibles. A menudo es todo cuestión de entender las verduras. Estas cucurbitáceas no ganaran el Pulitzer. Muchas no pueden; otras simplemente no quieren. Pero lo que es innegable es que allá donde sean expuestas –en mercadillos de segunda o ferias de primavera– harán el gusto de compradores y consumidores. Es posible que alguna no dé el nivel del certamen, y mira que se lo dijimos, pero será el tiempo y las circunstancias los que dicten sentencia. Aquí solo pasamos la regadera día tras día, aconsejando, pero nunca condenando. Bastante mala fama tienen las pobres calabazas con el rollo de Halloween para que nosotros encima les metamos miedo.
Mi trabajo ha acabado y sí, me voy con la sensación de que me ablando con los años, pero también con la intuición de que no era tan importante lo que enseñaba como la manera de hacerlo, y que al final cada vez soy peor agricultor, pero mejor jardinero. O dicho en términos educativos, menos profesor, pero más maestro.

1 comentario:

  1. Al final lo más importante es ser consciente de uno mismo y de la propia existencia.

    Un abrazo!

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