A la mañana siguiente Dennis se levantó asustado. La pesadilla había sido cruel. No sólo se transformaba en niño sino que encima le gustaba serlo. Bajar de la cama, sin embargo, se le hizo más difícil que de costumbre. Parecía estar un metro sobre el suelo. Cuando llegó al lavabo sus sospechas se hicieron ciertas: apenas alcanzaba al grifo. Era pequeño. Se subió a la banqueta y se contempló en el espejo mentiroso que aquella mañana sólo reflejaba verdades. Tenía otra vez dos o tres años.
Estaba asustado. ¿Cómo le iba a decir eso a Greta? ¿Le internarían en un centro? ¿Y qué más daba? Meó rápidamente haciendo dibujitos con el pis y corrió al dormitorio buscando ropajes. Encontró un esquijama rojo con ositos de su misma talla y unas botas azules de Papá Pitufo. Se encasquetó uno y otras y salió a la vida.
Esta vez sí había adultos, camiones, autobuses y actividad urbana, pero a Dennis Crespo Martins todo le daba igual. Se abalanzó sobre un monopatín desperdigado y comenzó a remontar el carril bici hasta el parque de niños. Allí se reunió con los amiguitos del día anterior. No lo recordaban, pero pronto se hicieron inseparables.
Pasó allí la mañana, despreocupado, feliz y risueño. Cuando ir en la bici de Soraya se le hizo costoso, miró a sus piernas: eran muy grandes. Estaba creciendo a toda máquina. También el resto de su cuerpo y sus ropas cambiaban a velocidad vertiginosa. Se miró en el cristal del Mercadona. Lo mismo tenía siete u ocho años.
Una congoja existencial se apoderó de él. No quería crecer. Era precioso ser niño, despreocuparse, correr mirando al cielo y dándose con las farolas, rebozarse contra el asfalto, pintarse las manos de suciedad y el alma de vida. Fue a casa como un rayo. La puerta estaba abierta. Comió algo rápido de la nevera y marchó a la calle otra vez. Jugó y rejugó como si le fuera la vida en ello. Al atardecer estaba cansado de canicas, espadas de madera y pelotas de tenis. Las niñas en cambio le parecieron monísimas. Pero eran mayores para él. Alrededor de trece o catorce años. Con todo, ellas también le miraban. Cuatro chicas se acercaron hasta él.
–¿Cómo te llamas? –dijo la rubita de pelo liso.
–Dennis –respondió él con una voz ronca completamente distinta a la que había usado todo el día. Entonces observó su cuerpo y se dio cuenta de que había crecido un palmo o dos. Giró su rostro hacia el cristal de un escaparate. En lugar de su reflejo un atractivo chico de unas quince primaveras le devolvió la mirada. Entonces comprendió que no le quedaba mucho de inocencia. Cogió a la morena de la diadema y la besó con una pasión abrasadora. La nena cayó desmayada de la emoción. Continuó con la rubia de coletas, la del pelo rizado a lo chico y la rubita de pelo liso. Las cuatro niñas acabaron en el suelo rendidas a sus pies, amontonadas unas encima de otras. Dennis se marchó acelerado en un mar de suspiros y lanzamientos de besos a discreción.
Aquella noche se marchó de botellón con unos chavales que conoció bajo el puente. A las doce estaban todos borrachos, y por eso a nadie extrañó que el nuevo pareciera mayor. Dennis era ya un hombre maduro para las dos de la mañana, y cuando se acostó en su cama le pareció volver a su edad real.
Esta vez sí había adultos, camiones, autobuses y actividad urbana, pero a Dennis Crespo Martins todo le daba igual. Se abalanzó sobre un monopatín desperdigado y comenzó a remontar el carril bici hasta el parque de niños. Allí se reunió con los amiguitos del día anterior. No lo recordaban, pero pronto se hicieron inseparables.
Pasó allí la mañana, despreocupado, feliz y risueño. Cuando ir en la bici de Soraya se le hizo costoso, miró a sus piernas: eran muy grandes. Estaba creciendo a toda máquina. También el resto de su cuerpo y sus ropas cambiaban a velocidad vertiginosa. Se miró en el cristal del Mercadona. Lo mismo tenía siete u ocho años.
Una congoja existencial se apoderó de él. No quería crecer. Era precioso ser niño, despreocuparse, correr mirando al cielo y dándose con las farolas, rebozarse contra el asfalto, pintarse las manos de suciedad y el alma de vida. Fue a casa como un rayo. La puerta estaba abierta. Comió algo rápido de la nevera y marchó a la calle otra vez. Jugó y rejugó como si le fuera la vida en ello. Al atardecer estaba cansado de canicas, espadas de madera y pelotas de tenis. Las niñas en cambio le parecieron monísimas. Pero eran mayores para él. Alrededor de trece o catorce años. Con todo, ellas también le miraban. Cuatro chicas se acercaron hasta él.
–¿Cómo te llamas? –dijo la rubita de pelo liso.
–Dennis –respondió él con una voz ronca completamente distinta a la que había usado todo el día. Entonces observó su cuerpo y se dio cuenta de que había crecido un palmo o dos. Giró su rostro hacia el cristal de un escaparate. En lugar de su reflejo un atractivo chico de unas quince primaveras le devolvió la mirada. Entonces comprendió que no le quedaba mucho de inocencia. Cogió a la morena de la diadema y la besó con una pasión abrasadora. La nena cayó desmayada de la emoción. Continuó con la rubia de coletas, la del pelo rizado a lo chico y la rubita de pelo liso. Las cuatro niñas acabaron en el suelo rendidas a sus pies, amontonadas unas encima de otras. Dennis se marchó acelerado en un mar de suspiros y lanzamientos de besos a discreción.
Aquella noche se marchó de botellón con unos chavales que conoció bajo el puente. A las doce estaban todos borrachos, y por eso a nadie extrañó que el nuevo pareciera mayor. Dennis era ya un hombre maduro para las dos de la mañana, y cuando se acostó en su cama le pareció volver a su edad real.
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