Un brillo azulado y rojizo descerrajó sus párpados. El anciano miró el espejo que se había traído a la cama. Seguía siendo él. El despertador marcaba las tres de la mañana, pero le parecía que hubieran pasado días. El resplandor metalizado volvió a llamar su atención. Un hombre de piel oscura y semblante serio le miraba fijamente. Iba trajeado y anudaba su garganta con una corbata impecablemente ajustada. Su expresión denotaba una seguridad en sí mismo que Dennis no recordaba haber percibido antes en ningún carismático orador. El espíritu era, o se parecía mucho a, Barack Obama. No era de extrañar que los destellos que emanaban de su aura fueran rojiazules, o que un sinfín de estrellas revoloteasen alrededor de su cabeza como si quisieran coronarle rey de América; o tal vez se había roto la crisma y veía las estrellas en lugar de pajaricos; otra posibilidad era que la bandera norteamericana hubiera tomado vida luminiscente a su derredor. En cualquiera de los tres casos el juego de luces le aportaba un glamour muy patriótico. Igual que Michael Jackson la noche anterior, Obama se expresaba en la lengua autóctona del lugar, lo cual agradeció el anciano.
–¿Cómo estás, Dennis? –preguntó el político con gravedad.
–Eres Obama –respondió el viejo entre estupefacción.
–Bueno –dijo el espíritu–, soy el fantasma de las Navidades racistas.
–Pero, pero… ¿qué hace aquí y por qué habla mi idioma? ¿Puede hablar inglés?
–Yes, we can –respondió Obama sin inmutarse–. Muchacho, es hora de buscar un cambio, un horizonte de esperanza y sanidad pública para todos.
–Oiga, que aquí ya hay sanidad para todos. También para esos negr…–Dennis se paró en seco cuando la sílaba ya delataba sus tintes xenófobos.
–No has aprendido nada, Dennis Crespo Martins –concluyó el espíritu con cierta amargura en su decepción–. Tendrás que acompañarme.
Antes de que el anciano pudiera quejarse, inmutarse o agarrarse a la pata de la cama, el halo de azul y rojo le envolvió con suavidad mientras las estrellas satélite le escoltaban por encima de azoteas y árboles. La nieve adornaba la atmósfera navideña cayendo con suavidad sobre la ciudad. Dennis sentía que lo precipitado del vuelo revolvía sus tripas, y decidió mirar hacia delante para que su estómago se olvidara del mareo. Sólo pudo ver a Obama como piloto de su inusual viaje astral. La extraña pareja continuó hasta el centro, y al llegar a la plaza del ayuntamiento comenzó a descender ante la indiferencia de todos los caminantes. Al tocar el suelo Obama comenzó a difuminarse. Las estrellas se extinguían, el resplandor rojiazul se debilitaba como si fallasen las pilas. Sólo el anciano permanecía entero y opaco, ya sin brillo. Cuando todo signo de sobrenaturalidad murió, Dennis quedó solo, en camisón y desubicado.
De repente notó que tenía frío. Su ropa de dormir y las babuchas eran abrigo escaso para una noche tan climatológicamente adversa. La nieve sería muy bonita, pero se hacía inhóspita en semejantes circunstancias. Decidió entonces volver a casa, pero el camino era largo. Nevaba, helaba e iba en camisón. Debía coger un transporte. Sin embargo, no tenía dinero encima. Pensó que alguien le llevaría. Intentó parar un coche. Casi lo atropellan. Otro conductor le hizo un comentario racista. Dennis no entendía nada. Luego lo llamaron moro. Él se paró frente a un escaparate. No creía lo que veía.
Sus finos labios eran ahora más carnosos. Su pelo entre gris y blanco era negro y muy rizado. Su piel se había oscurecido considerablemente. Reparó entonces en que su voz se aceleraba por momentos, y aunque hablaba español parecía comerse las vocales como si fuera un marroquí. Estaba mutando.
Tenía que volver a casa. Suplicó ayuda, hizo autostop, pidió dinero. Nadie le hizo caso. Los seres de aquella plaza caminaban deprisa o despacio, pero ninguno parecía verle. El frío le congelaba las entrañas. Empezó a tiritar de rodillas. A nadie le importó. Era absolutamente invisible. No duraría mucho. Iba a morir estúpidamente porque la gente lo ignoraba. Cuando la congelación le invitaba a dejarse caer sobre el asfalto nevado, una estrella blanca y luminiscente revoloteó a su alrededor creando una espiral de estrellitas en torno a su gélido cuerpo. Un aura azul y roja semitranslúcida y tremendamente brillante lo inundó y se lo quitó a la muerte heladora.
El aura aparcó en doble fila en un barrio marginal poblado de todo tipo de tonalidades raciales, menos la aria. El viejo esperaba una lluvia de miradas reprobatorias, gestos discriminatorios y actitudes amenazantes. En lugar de eso, se encontró rostros acogedores y manos abiertas. Allí se ayudaba al necesitado, especialmente si se trataba de señores mayores en camisón y cara de alelados. Los negros, moros y ecuatorianos no parecían ver a Obama, y lo único que percibían en el pobre Dennis Crespo era un temblor de huesos nacido no de la situación, ni de la xenofobia, sino de algo mucho más elemental y primario que los prejuicios arbitrarios: el frío de diciembre.
Un congoleño ofreció al viejo un tazón de sopa. Ésta era transparente y demasiado salada, denotando que sus únicos ingredientes eran agua hirviendo y concentrado de caldo de marca blanca. Sin embargo, el señor en camisón agradeció el gesto y sus manos el calor del tazón. Nunca había sentido frío. Era una sensación húmeda, desagradable, cortante como una lluvia de cuchillos, hiriente como las palabras mentadas a golpe de rencor. Pronto entró en calor. No sólo por el caldo concentrado de sal, también por la manta que un marroquí le vistió sobre los hombros. Una mujer ecuatoriana tan amable como pequeña le ofreció un cojín para salvar el suelo. Dennis no estaba en condiciones físicas de despreciar nada. Apareció un rumanito de unos once años devorando un bocadillo de pechugas empanadas. Se acercó a él y le ofreció un mordisco de su manjar, restringiendo con los dedos la envergadura del bocado que el viejo podía tomar. Con el hambre no valían las tontadas. Luego de ver que Dennis no mordía sus uñas al morder decidió ofrecerle otro trozo. Al final partió el bocadillo en dos. El anciano se echó a llorar y se abrazó a él. La ecuatoriana le acarició el hombro con un gesto de solidaridad. La esposa del marroquí salió de una puerta destartalada portando un té moruno a la menta y cuatro pastas secuzas. Dennis devoró todo con más hambre afectiva que física. Le ofrecieron entrar a media docena de casuchas y chabolas, pero él no quiso moverse de ahí. Deseaba morir de frío, pena e inanición. Había sido injusto, muy injusto con aquellas gentes. Se merecía acabar sólo como un perro.
La climatología estaba loca. La nieve que otrora flotase impecable se tornaba azulada y rojiza con destellos brillantes, como si alguien estuviera triturando espumillones desde el cielo. Unas estrellas blancas fulgurantes cayeron sobre el desolado viejo. Dennis Crespo Martins se vio envuelto en el aura de Obama otra vez, y se dejó llevar, abatido, hasta su lecho de miseria y egoísmo. El espíritu no dijo nada, y él tampoco abrió la boca.
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