Dennis Crespo Martins era un buen ciudadano. Al menos, así se veía él. Pagaba sus inflados impuestos religiosamente, caminaba por el lado derecho de la calle y pisaba sólo por donde franjas blancas y semáforos verdes autorizaban su cruzar de acera. Llevaba seis meses prejubilado y a sus 73 años no podía ver mejor el horizonte: la salud le hacía reverencias y la fatiga se cansaba de pedirle cita infructuosamente. No tenía más cargas familiares que una hija rancia e independiente, con su paquete nuclear que incluía marido sin chistar y tres niños tan alborotadores como desagradables. La buena noticia es que apenas se veían en Navidades y comuniones. Dennis era misántropo porque tales parientes no aconsejaban mejor defecto. Le resultaban especialmente cargantes sus nietos. Con seis, ocho y diez años constituían una auténtica pesadilla para el bienestar personal y la calma universal. Eran inquietos, movidos, groseros, gritones, impertinentes y descorteses. Todo lo que él no había enseñado a su hija. Ésta era arrogante y polémica. Gustaba de contradecir a su progenitor en cualquier cuestión de naturaleza crucial o trivial, y lo hacía con tanta vehemencia que parecía lidiarse en cada pequeño conflicto una batalla personal de gran calado. Dennis no comprendía por qué su destartalada hija arremetía con tanta fiereza sobre asuntos que para él no arrojaban duda alguna. Asumía sus ataques como pequeñas victorias de adulto que se quiere sacudir todos los complejos que no superó de niño. Greta no había madurado todavía, y eso que ya no cumplía los 37.
Discutir con ella probaba ser un ejercicio de autocontrol y de subida de estrés. Él tenía razón y ella lo sabía, aunque nunca lo admitía. La discusión siempre acababa cuando Cristo, el paciente marido, quitaba hierro a la cuestión y animaba a las partes a ceder por el bien de la visita o velada. Ambos accedían con resquemor, convencidos de que seis minutos más podrían suponer la derrota del adversario y la desautorización de todos y cada uno de sus preceptos vitales, bien por anticuados y obsoletos o por laxos y desdibujados. Cristo solía refrenar más las ansias de su esposa, no se sabe muy bien si por la valentía que confiere la confianza o por el temor que le insuflaba el semblante enojado del viejo. Dennis interpretaba esta ligera inclinación de su yerno como una encubierta victoria propia sobre las torpezas de su no tan amada descendiente.
Pero tampoco Cristo Moros era santo de su devoción. Para empezar, su nombre ya auguraba una burla a sus creencias cristianas. ¿Por qué no se hacía llamar Abdelah, ya puestos? No tenía personalidad, carácter o redaños. Carecía de cualquier poso equívoco de interés, ambigüedad o misterio. Era plano como galleta y resultaba bastante menos sabroso. Sus comentarios no irritaban ni agradaban; simplemente pasaban desapercibidos como la brisa de abril o las bombillas encendidas a mediodía. Sus reflexiones eran inocuas; sus reacciones, predecibles; sus hobbies, aburridos como una partida de ajedrez contra uno mismo. Todo le parecía bien. No conocía el enfado ni falta que le hacía. En definitiva, aglutinaba todas las miserias del perfecto calzonazos. Su matrimonio vaticinaba armonía si se puede llamar así a la ausencia de conflicto por incomparecencia continua.
Pero el verdadero problema no era su hija reivindicativa y justiciera, ni su yerno insulso y pacífico. Eran aquellos monstruos que rondaban su casa en días señalados. Dennis Crespo Martins no odiaba a los niños. Simplemente no los quería cerca. Su ideal de existencia sólo se comprendía con la ausencia completa de cualquier menor a menos de cinco kilómetros. Sólo así no escucharía sus chillidos estridentes, sus risas desencajadas o sus llantos infantiloides. Sabina, Salomón y Lorraine eran tan atípicos como cualquier otro niño de seis, ocho o diez años. Pasaban por la vida como un vendaval, arrasaban los bocadillos de chorizo de la merienda y continuaban acelerando el mundo a cámara rápida. Nadie podía con ellos. Y no es que los chicos crecieran especialmente torcidos. Simplemente acaparaban ese rango de edad en el que las cosas se viven en primera persona y en caída libre, y cada pequeña anécdota resulta la más fantástica y trepidante de las aventuras.
Lorraine combinaba, a sus diez años y medio, la inocente frescura de la niñez con ciertos ademanes preadolescentes. Gustaba de vestirse con ropa de mayores y ya le resultaban más interesantes las miradas de los chicos mayores que los juguetes y pinturetas de sus compañeras del alma. Pero abría la boca y vomitaba puerilidad por todos los rincones. La maldad que quería enseñar al mundo todavía se ahogaba en la ternura de la niñez despreocupada. Su carácter ya mostraba la bipolaridad de la adolescencia, y era capaz de mostrarse arisca y seca con rivales y pequeñajos mientras regalaba sonrisas y amabilidad desbordada en su trato con varones y mujeres de probada experiencia en el juego de la vida. Lorraine actuaba extraña con su abuelo. Tan pronto se presentaba con sus ojitos de niña buena como se despachaba con el más insultante de los desprecios. Dennis no gustaba de relacionarse con personitas con tendencia a los altibajos y cambios de humor inexplicables, y sólo la obligatoriedad de ver a los familiares le unía al mundo ajeno en que vivía su nieta.
Salomón era un terremoto. Aries de manual, valiente, echao pa’lante, infatigable y aventurero, el mediano de Cristo y Greta vivía en un universo paralelo de magia y acción trepidante. Nunca rechazaba un recado ni desentendía labor alguna que le fuera encomendada. Revestía cada pequeña tarea de belicosos enemigos y sables blandiendo al viento. Lo mismo bajaba al súper a comprar leche como si fuera un agente doble en busca de la fórmula secreta que ponía la mesa como si fuera un general planteando sobre el campo de batalla la estrategia perfecta para doblegar al numeroso enemigo. Lamentablemente para sus allegados, la hiperactividad fantasiosa de Salomón arrastraba a menudo consecuencias inesperadas: desde tardar hora y media en traer el cartón de leche sin que le siguieran los terroristas hasta plantificar 29 copas de cava en una mesa donde se iban a sentar cinco. Este pequeño detalle, más el ritmo frenético con el que ejecutaba cada una de sus interminables misiones, ponía a Dennis de los nervios. Pensaba que los niños debían estar encerrados bajo llave hasta que cumplieran 18 ó 20 años. Si me apuras hasta que celebraran el cuarto de siglo.
Sabina era la pequeña de la casa. Seis añitos de ocurrencias y risas cautivadoras. Era la favorita de sus padres y ella abusaba de su condición. Regateaba todos los castigos, esquivaba todas las broncas y sorteaba todos los enfados mediante embrujadoras sonrisas de pilluela u ojitos perdidos en el infinito de la tristeza más penosa. Unas y otros derretían a padres, adultos y maestras, que a menudo premiaban la trastada en vez de condenarla. Las dotes manipulatorias de la pequeña Sabina eran tan sutiles como inconscientes. Nadie parecía darse cuenta de sus sibilinas maniobras, a excepción de su abuelo, el gruñón yayo Dennis. Es por ello que Sabina reaccionaba diferente con él. Era agresiva, descarada y desafiante. Y él tampoco se arredraba: devolvía cada mirada provocadora con gesto huraño y desaprobatorio. La guerra era manifiesta entre ellos, por mucho que los padres de la niña quisieran quitarle hierro al conflicto, habitualmente respaldando a su pequeña brujita.
Dennis no sabía si odiaba a los niños por culpa de la insoportabilidad de sus nietos, o si por el contrario era su rechazo a la infancia lo que motivaba la animadversión para con los hijos de su hija. En cualquiera de los dos supuestos, él era más feliz sin ver niños conocidos o extraños en su entorno más inmediato, y la sola presencia de un skater lejano o un balón de futbol descosido rodando cerca ya le producía cierta aceleración cardiaca. Ojalá no existieran los niños. Ojalá los secuestrara a todos un malvado delincuente y se los quedara veinte años. Dennis bien pagaría tan acertado servicio si tuviera solvencia suficiente y el hombre adecuado para el trabajo.
Pero tampoco Cristo Moros era santo de su devoción. Para empezar, su nombre ya auguraba una burla a sus creencias cristianas. ¿Por qué no se hacía llamar Abdelah, ya puestos? No tenía personalidad, carácter o redaños. Carecía de cualquier poso equívoco de interés, ambigüedad o misterio. Era plano como galleta y resultaba bastante menos sabroso. Sus comentarios no irritaban ni agradaban; simplemente pasaban desapercibidos como la brisa de abril o las bombillas encendidas a mediodía. Sus reflexiones eran inocuas; sus reacciones, predecibles; sus hobbies, aburridos como una partida de ajedrez contra uno mismo. Todo le parecía bien. No conocía el enfado ni falta que le hacía. En definitiva, aglutinaba todas las miserias del perfecto calzonazos. Su matrimonio vaticinaba armonía si se puede llamar así a la ausencia de conflicto por incomparecencia continua.
Pero el verdadero problema no era su hija reivindicativa y justiciera, ni su yerno insulso y pacífico. Eran aquellos monstruos que rondaban su casa en días señalados. Dennis Crespo Martins no odiaba a los niños. Simplemente no los quería cerca. Su ideal de existencia sólo se comprendía con la ausencia completa de cualquier menor a menos de cinco kilómetros. Sólo así no escucharía sus chillidos estridentes, sus risas desencajadas o sus llantos infantiloides. Sabina, Salomón y Lorraine eran tan atípicos como cualquier otro niño de seis, ocho o diez años. Pasaban por la vida como un vendaval, arrasaban los bocadillos de chorizo de la merienda y continuaban acelerando el mundo a cámara rápida. Nadie podía con ellos. Y no es que los chicos crecieran especialmente torcidos. Simplemente acaparaban ese rango de edad en el que las cosas se viven en primera persona y en caída libre, y cada pequeña anécdota resulta la más fantástica y trepidante de las aventuras.
Lorraine combinaba, a sus diez años y medio, la inocente frescura de la niñez con ciertos ademanes preadolescentes. Gustaba de vestirse con ropa de mayores y ya le resultaban más interesantes las miradas de los chicos mayores que los juguetes y pinturetas de sus compañeras del alma. Pero abría la boca y vomitaba puerilidad por todos los rincones. La maldad que quería enseñar al mundo todavía se ahogaba en la ternura de la niñez despreocupada. Su carácter ya mostraba la bipolaridad de la adolescencia, y era capaz de mostrarse arisca y seca con rivales y pequeñajos mientras regalaba sonrisas y amabilidad desbordada en su trato con varones y mujeres de probada experiencia en el juego de la vida. Lorraine actuaba extraña con su abuelo. Tan pronto se presentaba con sus ojitos de niña buena como se despachaba con el más insultante de los desprecios. Dennis no gustaba de relacionarse con personitas con tendencia a los altibajos y cambios de humor inexplicables, y sólo la obligatoriedad de ver a los familiares le unía al mundo ajeno en que vivía su nieta.
Salomón era un terremoto. Aries de manual, valiente, echao pa’lante, infatigable y aventurero, el mediano de Cristo y Greta vivía en un universo paralelo de magia y acción trepidante. Nunca rechazaba un recado ni desentendía labor alguna que le fuera encomendada. Revestía cada pequeña tarea de belicosos enemigos y sables blandiendo al viento. Lo mismo bajaba al súper a comprar leche como si fuera un agente doble en busca de la fórmula secreta que ponía la mesa como si fuera un general planteando sobre el campo de batalla la estrategia perfecta para doblegar al numeroso enemigo. Lamentablemente para sus allegados, la hiperactividad fantasiosa de Salomón arrastraba a menudo consecuencias inesperadas: desde tardar hora y media en traer el cartón de leche sin que le siguieran los terroristas hasta plantificar 29 copas de cava en una mesa donde se iban a sentar cinco. Este pequeño detalle, más el ritmo frenético con el que ejecutaba cada una de sus interminables misiones, ponía a Dennis de los nervios. Pensaba que los niños debían estar encerrados bajo llave hasta que cumplieran 18 ó 20 años. Si me apuras hasta que celebraran el cuarto de siglo.
Sabina era la pequeña de la casa. Seis añitos de ocurrencias y risas cautivadoras. Era la favorita de sus padres y ella abusaba de su condición. Regateaba todos los castigos, esquivaba todas las broncas y sorteaba todos los enfados mediante embrujadoras sonrisas de pilluela u ojitos perdidos en el infinito de la tristeza más penosa. Unas y otros derretían a padres, adultos y maestras, que a menudo premiaban la trastada en vez de condenarla. Las dotes manipulatorias de la pequeña Sabina eran tan sutiles como inconscientes. Nadie parecía darse cuenta de sus sibilinas maniobras, a excepción de su abuelo, el gruñón yayo Dennis. Es por ello que Sabina reaccionaba diferente con él. Era agresiva, descarada y desafiante. Y él tampoco se arredraba: devolvía cada mirada provocadora con gesto huraño y desaprobatorio. La guerra era manifiesta entre ellos, por mucho que los padres de la niña quisieran quitarle hierro al conflicto, habitualmente respaldando a su pequeña brujita.
Dennis no sabía si odiaba a los niños por culpa de la insoportabilidad de sus nietos, o si por el contrario era su rechazo a la infancia lo que motivaba la animadversión para con los hijos de su hija. En cualquiera de los dos supuestos, él era más feliz sin ver niños conocidos o extraños en su entorno más inmediato, y la sola presencia de un skater lejano o un balón de futbol descosido rodando cerca ya le producía cierta aceleración cardiaca. Ojalá no existieran los niños. Ojalá los secuestrara a todos un malvado delincuente y se los quedara veinte años. Dennis bien pagaría tan acertado servicio si tuviera solvencia suficiente y el hombre adecuado para el trabajo.
Una presentación que promete, cuanto amor :D Y Cristo, pacificando las cosas. A ver como sigue, un saludo :)
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