Era un instante de asueto y conversación de media tarde cuando mis compañeras hablaban de los avances tecnológicos y el nivel de vida. Ellas articulaban opiniones y yo escuchaba con atención. Parecían estar de acuerdo en que la cultura occidental creaba su microvida y volvía la espalda al mundo pobre. Oí entonces una frase sentenciosa, culpable y agorera, pronunciada por mi buena amiga, que dictaba así: “Estamos pasando de las noticias, de la gente que muere de hambre, de las guerras y de los que de verdad tienen problemas y al final, todo eso, lo pagaremos. Estoy convencida de que después vendrá nuestro castigo”. No recuerdo si lo dijo así exactamente o es tan sólo la impresión que me quedó, pero lo que me rememoró aquella maldición fue algo que siempre he pensado: Nos quejamos demasiado. Así de sencillo. De lo más trivial a lo más insignificante. De lo importante no podemos quejarnos porque hace ya mucho que lo damos por hecho y nuestros problemas son ahora mucho más sensibles, pero nos parecen de vital trascendencia.
Escuchando un día a mi tío, persona inteligente y amable –rara combinación-, acertó a definir de un modo conciso el cáncer de nuestro mundo: “Aumentar el nivel de vida consiste en convertir en necesarias las cosas supérfluas”. Y aquello me hizo pensar, y con el tiempo, la edad y mi propia creciente comodidad he comprobado que tenía razón, y que no nos merecemos lo que tenemos. El hombre moderno es una máquina de devorar, buscando siempre la felicidad que nunca encuentra, tasando su grado de plenitud personal en los números de la cuenta corriente, las gigas de su PC o la cilindrada de su coche. Pero no contentos con robotizar y cuadricular así nuestra satisfacción, todavía vamos más allá. Si además conseguimos tener más coche que el vecino, más cobertura en el móvil y más metros en el piso, somos entonces el triple de felices, porque tenemos mayor plenitud monetaria que él, y porque es maravilloso tener más, aunque tengamos sólo un trozo de pan y el otro no tenga sino unas migajas.
Bajo este radical prisma de cuantificar la felicidad, parece que todo se reduce a consumo y competitividad, tener mucho y tener más que; pero no, no se vayan todavía que aún hay más. Afortunadamente mitigamos nuestra miseria con una hermosa virtud, muy española y occidental: Nos quejamos de todo, y disfrutamos presumiendo de lo agobiados que estamos, de nuestras pocas vacaciones, del estrés que sufrimos, de lo poco que duermo, de lo mucho que trabajo, de lo gorda que me estoy poniendo, etc...
Tiene gracia. El que trabaja se queja del trabajo y el que está en el paro protesta que no cobra. Pero como ya he dicho, ante dificultades reales, nos dolemos de estas cosas. En muchos lugares los ojos de los niños se pierden en la distancia, quizá para olvidar el hambre que les hincha la tripa y les come los huesos. Aquí nos ponemos tristes porque no encontramos trabajo, pero el pan nunca ha faltado. Ni la carnaza ni los dulces, ni las cervezas del sábado. No encontrar trabajo en cualquier sitio significa que no hay; aquí sólo demuestra que no hay de lo que yo he estudiado, porque claro, yo he nacido para trabajar en un puesto importante, y para cobrar 190.000 al mes, y que me guste. Y por supuesto que no me toquen los fines de semana ni me hagan trabajar en el turno de noche. De eso depende mi felicidad. Y si alguno de los requisitos falla, ya me encargaré de ser infeliz y de llorar mi desgracia y quejarme porque tengo muchos problemas. Pero no pasa nada, si todo va sobre ruedas ya me buscaré nuevas preocupaciones, y seguro que son auténticos dramas como que mi servidor de Internet tarda 40 segundos en conectarme o que no me caben más teléfonos en el móvil, o que han subido el tabaco rubio o que a mis Nike de 20.000 pelas se le raspa la etiqueta.
O sea, que el currante se queja de lo que se esfuerza, y el desempleado de lo que no cobra. Sería mejor que el parado valorase el tiempo del que dispone, y el trabajador apreciase el dinero que percibe, pero es mejor llorar y creerse que la vida es injusta con uno mismo.
La situación laboral no es el único portal a la felicidad. Al fin y al cabo, el dinero no la da pero parece ser que es un buen sucedáneo, y si no puedo hallar la plenitud, quizá pueda comprarla. ¿Qué necesito para ser feliz? Según la costumbre occidental necesito una casa, comprada, por supuesto, y nueva, en esto de la felicidad no se puede regatear. Preciso también de un vehículo moderno, a estrenar, potente y majo. Lo de fardar es secundario. Lo importante es realizarme porque yo lo valgo. Además lo necesito para moverme, es imprescindible. Y dónde vas a ir sin un ordenador como Dios manda. Con mucha memoria, he de trabajar con él y con muchos programas que necesitan lo más actual en computadoras. Sin mencionar Internet, donde puedo gestionar mucha parte de mis papeleos y consultar muchas de las fuentes que me urgen. Claro, el tiempo es muy caro y no voy a gastarlo en ir a la biblioteca teniendo yo semejante equipo. El E-mail es prioritario, pero aún así necesito estar cerca de los míos, y poder comunicarme, por ello el móvil no puede esperar: debo estar localizable y recibir cuantas más llamadas mejor. Estoy un poco estresado, necesito desconectar un poco. He tenido que ahorrar durante 15 años para acabar de pagar la casa del pueblo, pero ahora puedo retirarme a ella el fin de semana. ¡Jesús, qué vida! Es que uno no para quieto, el mundo es una mierda.
Sigo recordando las palabras de aquella humilde compañera y casi me pareció injusto que lo dijera ella, culpable menor entre sus insatisfechos amigos de buscar y tener todo para descubrir que no nos interesa nada. Realmente nos estamos amongolizando. Ya no sabemos dar dos pasos sin sacar el coche, ni escribir una carta de puño y letra, ni vivir en una casa alquilada, ni bajar a hacer una fotocopia –mejor escaneas y lo imprimes-, ni encontrar una cabina telefónica, ni nada de nada. La costumbre me ha hecho cómodo y me encanta ducharme con agua caliente, utilizar el microhondas y ver la tele, pero de ahí a todo lo maravilloso que nos ha traído el nuevo siglo, me parece que nos hemos pasado.
La evolución del hombre sigue un proceso lógico. En un principio su cuerpo desnudo resistía temperaturas extremas y las plantas de los pies eran duras para poder pisar tierra firme. Cubrimos nuestros miembros y ya no soportamos el frío. Acabaremos teniendo el culo plano -fisonomía ideal para estar todo el día pegado a la silla-, el dedo índice extremadamente alargado para manejar el ratón, la oreja ovalada para adaptarse al teléfono móvil, y la boca de pito para chupar mejor el cigarrillo. La tecnología nos está haciendo sumamente inteligentes, o sumamente dependientes de los aparatitos e incapaces de hacer algo sin ellos. Y si no a ver quién es el guapo que hace una división de nueve cifras sin usar la calculadora. Los valores, como la energía, no se pierden, pero se transforman y nos llevan a la simplificación extrema, nos diluímos en las convicciones que nos han dicho que merecen la pena, mientras el sudor que ayer chorreábamos se disfraza de desodorante y la imaginación muere víctima de una alienante socialización. Donde ayer tus abuelos cogían el martillo, aguja e hilo y la escoba, hoy pulsamos el mando de una tronzadora, compramos un jersey y manejamos una aspiradora; y mañana mis hijos limpiarán la casa, trabajarán y consumirán desde el teclado de un ordenador cada vez más impersonal.
Todavía creo en echar una carta al buzón, en fregar un vaso, en abrir un libro, en llamar desde una cabina, en andar un rato, en la ducha fría, en el corazón caliente, en el bolígrafo, en los caminos de tierra, en las vacas... . Todavía creo en esos pequeños detalles que la gente estresada hoy no tiene tiempo de realizar, porque tiene que aparcar, imprimir, encender, contestar o apretar un botón cuando una flecha insignificante se superpone sobre un rectángulo que dice “Aceptar”.
“Faltan soñadores, no intérpretes de sueños
artistas del alambre, música de afilador
a ti te mandan rosas, y son de invernadero
a mí cartas de amor escritas en ordenador”
Huellas, 091
Escuchando un día a mi tío, persona inteligente y amable –rara combinación-, acertó a definir de un modo conciso el cáncer de nuestro mundo: “Aumentar el nivel de vida consiste en convertir en necesarias las cosas supérfluas”. Y aquello me hizo pensar, y con el tiempo, la edad y mi propia creciente comodidad he comprobado que tenía razón, y que no nos merecemos lo que tenemos. El hombre moderno es una máquina de devorar, buscando siempre la felicidad que nunca encuentra, tasando su grado de plenitud personal en los números de la cuenta corriente, las gigas de su PC o la cilindrada de su coche. Pero no contentos con robotizar y cuadricular así nuestra satisfacción, todavía vamos más allá. Si además conseguimos tener más coche que el vecino, más cobertura en el móvil y más metros en el piso, somos entonces el triple de felices, porque tenemos mayor plenitud monetaria que él, y porque es maravilloso tener más, aunque tengamos sólo un trozo de pan y el otro no tenga sino unas migajas.
Bajo este radical prisma de cuantificar la felicidad, parece que todo se reduce a consumo y competitividad, tener mucho y tener más que; pero no, no se vayan todavía que aún hay más. Afortunadamente mitigamos nuestra miseria con una hermosa virtud, muy española y occidental: Nos quejamos de todo, y disfrutamos presumiendo de lo agobiados que estamos, de nuestras pocas vacaciones, del estrés que sufrimos, de lo poco que duermo, de lo mucho que trabajo, de lo gorda que me estoy poniendo, etc...
Tiene gracia. El que trabaja se queja del trabajo y el que está en el paro protesta que no cobra. Pero como ya he dicho, ante dificultades reales, nos dolemos de estas cosas. En muchos lugares los ojos de los niños se pierden en la distancia, quizá para olvidar el hambre que les hincha la tripa y les come los huesos. Aquí nos ponemos tristes porque no encontramos trabajo, pero el pan nunca ha faltado. Ni la carnaza ni los dulces, ni las cervezas del sábado. No encontrar trabajo en cualquier sitio significa que no hay; aquí sólo demuestra que no hay de lo que yo he estudiado, porque claro, yo he nacido para trabajar en un puesto importante, y para cobrar 190.000 al mes, y que me guste. Y por supuesto que no me toquen los fines de semana ni me hagan trabajar en el turno de noche. De eso depende mi felicidad. Y si alguno de los requisitos falla, ya me encargaré de ser infeliz y de llorar mi desgracia y quejarme porque tengo muchos problemas. Pero no pasa nada, si todo va sobre ruedas ya me buscaré nuevas preocupaciones, y seguro que son auténticos dramas como que mi servidor de Internet tarda 40 segundos en conectarme o que no me caben más teléfonos en el móvil, o que han subido el tabaco rubio o que a mis Nike de 20.000 pelas se le raspa la etiqueta.
O sea, que el currante se queja de lo que se esfuerza, y el desempleado de lo que no cobra. Sería mejor que el parado valorase el tiempo del que dispone, y el trabajador apreciase el dinero que percibe, pero es mejor llorar y creerse que la vida es injusta con uno mismo.
La situación laboral no es el único portal a la felicidad. Al fin y al cabo, el dinero no la da pero parece ser que es un buen sucedáneo, y si no puedo hallar la plenitud, quizá pueda comprarla. ¿Qué necesito para ser feliz? Según la costumbre occidental necesito una casa, comprada, por supuesto, y nueva, en esto de la felicidad no se puede regatear. Preciso también de un vehículo moderno, a estrenar, potente y majo. Lo de fardar es secundario. Lo importante es realizarme porque yo lo valgo. Además lo necesito para moverme, es imprescindible. Y dónde vas a ir sin un ordenador como Dios manda. Con mucha memoria, he de trabajar con él y con muchos programas que necesitan lo más actual en computadoras. Sin mencionar Internet, donde puedo gestionar mucha parte de mis papeleos y consultar muchas de las fuentes que me urgen. Claro, el tiempo es muy caro y no voy a gastarlo en ir a la biblioteca teniendo yo semejante equipo. El E-mail es prioritario, pero aún así necesito estar cerca de los míos, y poder comunicarme, por ello el móvil no puede esperar: debo estar localizable y recibir cuantas más llamadas mejor. Estoy un poco estresado, necesito desconectar un poco. He tenido que ahorrar durante 15 años para acabar de pagar la casa del pueblo, pero ahora puedo retirarme a ella el fin de semana. ¡Jesús, qué vida! Es que uno no para quieto, el mundo es una mierda.
Sigo recordando las palabras de aquella humilde compañera y casi me pareció injusto que lo dijera ella, culpable menor entre sus insatisfechos amigos de buscar y tener todo para descubrir que no nos interesa nada. Realmente nos estamos amongolizando. Ya no sabemos dar dos pasos sin sacar el coche, ni escribir una carta de puño y letra, ni vivir en una casa alquilada, ni bajar a hacer una fotocopia –mejor escaneas y lo imprimes-, ni encontrar una cabina telefónica, ni nada de nada. La costumbre me ha hecho cómodo y me encanta ducharme con agua caliente, utilizar el microhondas y ver la tele, pero de ahí a todo lo maravilloso que nos ha traído el nuevo siglo, me parece que nos hemos pasado.
La evolución del hombre sigue un proceso lógico. En un principio su cuerpo desnudo resistía temperaturas extremas y las plantas de los pies eran duras para poder pisar tierra firme. Cubrimos nuestros miembros y ya no soportamos el frío. Acabaremos teniendo el culo plano -fisonomía ideal para estar todo el día pegado a la silla-, el dedo índice extremadamente alargado para manejar el ratón, la oreja ovalada para adaptarse al teléfono móvil, y la boca de pito para chupar mejor el cigarrillo. La tecnología nos está haciendo sumamente inteligentes, o sumamente dependientes de los aparatitos e incapaces de hacer algo sin ellos. Y si no a ver quién es el guapo que hace una división de nueve cifras sin usar la calculadora. Los valores, como la energía, no se pierden, pero se transforman y nos llevan a la simplificación extrema, nos diluímos en las convicciones que nos han dicho que merecen la pena, mientras el sudor que ayer chorreábamos se disfraza de desodorante y la imaginación muere víctima de una alienante socialización. Donde ayer tus abuelos cogían el martillo, aguja e hilo y la escoba, hoy pulsamos el mando de una tronzadora, compramos un jersey y manejamos una aspiradora; y mañana mis hijos limpiarán la casa, trabajarán y consumirán desde el teclado de un ordenador cada vez más impersonal.
Todavía creo en echar una carta al buzón, en fregar un vaso, en abrir un libro, en llamar desde una cabina, en andar un rato, en la ducha fría, en el corazón caliente, en el bolígrafo, en los caminos de tierra, en las vacas... . Todavía creo en esos pequeños detalles que la gente estresada hoy no tiene tiempo de realizar, porque tiene que aparcar, imprimir, encender, contestar o apretar un botón cuando una flecha insignificante se superpone sobre un rectángulo que dice “Aceptar”.
“Faltan soñadores, no intérpretes de sueños
artistas del alambre, música de afilador
a ti te mandan rosas, y son de invernadero
a mí cartas de amor escritas en ordenador”
Huellas, 091
Me encantan los cero
ResponderEliminarNo hay nada más rastrero que quejarse de tonterías.
ResponderEliminarNo sabemos la suerte que tenemos de haber nacido en este hemisferio.
ResponderEliminarLa gente que más se queja de su situación es la que mejor está. ¡Qué injusticia!
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