“Y en las calles gritaban los niños
lloraban los amantes, y soñaban los poetas
pero nadie decía una palabra
todas las campanas de la Iglesia estaban rotas
y los tres hombres que yo más admiraba
el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo
cogieron el último tren con destino a la costa
el día que la música murió”
Traducción “American Pie”, Don McLean
Llegó hace muchos lustros, cuando ni tú ni yo habíamos nacido. Entonces nuestros padres los cogían con mimo, los encasquetaban en la gramola y un sonido mágico emanaba de una insignificante aguja. Ellos bailaban abrazados, embelesados en una atmósfera embrujadora, cautivadora y añeja. Eran de piedra y pesaban un muerto. Con frecuencia se rayaban, gemían y lloraban presos de la batuta de metal, hasta que ellos abandonaban el ritual y corrían a salvarlos de su cruel destino monocorde: levantaban la aguja, la desplazaban con precisión milimétrica y les daban libertad para seguir bramando al viento con solemnidad, orgullo y elegancia.
Algunos gruñían quejosos, cansados de tanto dar vueltas, otros apenas fueron vejados, muchos duraron un verano, todos murieron en el olvido. Yo no estuve en su estreno, ni disfruté mucho de su auge, lo pinché pocas veces, lo rayé muy poquito, pero no pude evitar sentir un funeral interno el día que el vinilo murió.
Mi primer disco me cogió mayor; debía tener unos quince años cuando entré en Linacero y me llevé El grito del Tiempo de Duncan Dhu. Nunca antes había reparado en el vinilo. Tan sólo recuerdo que mi hermano tenía un puñado de discos muy delicados que yo no podía tocar –ni tampoco me atrevía-, los cuales se pinchaban con la aguja con una precisión exquisita. Si no se hacía así escupían un ruido ensordecedor, delatando la escasa habilidad del pinchadiscos. Poco a poco me fue animando, mejoré mi pulso y aprendí a manejarlos, no sin considerables cicatrices en sus sensibles surcos. Hacía ya muchos años que la cinta magnetofónica había irrumpido en los hogares, pero su tirón nunca fue comparable al de un buen disco. A finales de los ochenta no entraba en mi casa música si no era redonda, y el hábito duró un puñado de años prósperos, en algunas familias más que en otras, hasta que apareció la maldita tecnología.
Lo primero que supe del CD o disco compacto es que era más pequeño, que sonaba mejor y que se estropeaba menos. Después conocí otros detalles, como el lector láser en detrimento de nuestra gastada aguja. Y de repente me regalaron un disc-man, acompañado del CD Greatest Hits II de Queen. Aquel día me vendí. Y lo hice con placer adúltero. Me perdí entre sus destellos multicolores, el sonido nítido y la carátula coqueta y plasticosa. Su reducido tamaño y la sofisticada puesta a punto de cada tema redondearon mi infidelidad. El nuevo disco era mejor, y me fui con él como el que abandona a su novia por una chica más joven y guapa. Tardé mucho en volver a comprarme un disco de vinilo. Todo lo que salía nuevo estaba disponible en cassette, disco o CD, y aunque el disco compacto era un poco más caro que sus predecesores, el resultado merecía la pela. De vez en cuando compraba un disco - LP´s antiguos, de segunda mano, reediciones,etc- pero sólo cuando no estaba disponible el compacto. Mi colección de música, antes dedicada a los discos, se equilibró entre los dos formatos.
El efecto del CD fue fulgurante. En pocos años dejaron de editarse vinilos, y ya sólo quedaban las existencias sobrantes. Tampoco los platos giradiscos pudieron salvarse. En su lugar aparecieron las mismas cadenas pero con CD y un tamaño mucho más manejable. Cuando me quedé sin platos no volví a escuchar mis discos. Murieron allí, esperando que yo volviera con un nuevo plato para hacerlos chillar como en los viejos tiempos. Tardé mucho en hacerlo, pero lo que encontré en aquellos vinilos era un tesoro acústico. Sentí mi pulso flaquear, pinché con el cuidado de un cirujano, perdoné los ruidos de fondo y hasta las rayadas, y volví a escuchar una música que ya le gustaría tener a los pretenciosos CD´s llenos de chumba-chumba y melodías bobaliconas, tan nítidas como efímeras, tan transparentes como insustanciales.
Me dí cuenta que había asistido a la muerte del disco de vinilo. Sólo era un trozo de plástico, pero su desaparición arrastró muchas otras. El vinilo se llevó la humildad, las limitaciones. Sus rayas y saltos se fueron con él. También marcharon las molestias, esas que te hacían pinchar el disco, pararlo cuando acababa, salvarlo cuando se repetía, limpiarlo con cuidado, transportarlo adecuadamente. Enterró tardes de hacer el amor sobre el sofá, sepultó ese romanticismo reservado a las cosas frágiles y sencillas. El vinilo envejeció con el terciopelo y el satén, el jabón de piedra y el aroma de lavanda, el horno de leña y las recetas de la abuela, el nodo y la madera carcomida. Su sabor auténtico y genuino murió también. Un disco era irrepetible, ahora nos grabamos los CD´s como churros. Pero sobretodo, el vinilo enterró una música que nunca más sería reproducida: el sonido pop, la psicodelia, el punk, el jazz, tantos géneros hoy pervertidos entre la superficialidad y lo facilón. Claro que se han hecho reediciones en CD de todo lo relevante, pero esa música, aún siendo la misma, no suena igual, no recuerda lo mismo, no transporta igual a un torbellino de memorias en blanco y negro. El día que murió el vinilo cayó también una buena parte de la música, la de verdad, la de antes.
Quizá Don McLean cantó American Pie pensando en la muerte de la música, pero seguro que nunca profetizó que la desaparición del vinilo tuviera tanto que ver con ello. Bye, bye, Miss American Pie.
“Oh, and as I watched him on the stage
My hands were clenched in fists of rage
No angel born on hell
Could break that Satan´s spell
And as the flames climbed high into the night
To light the sacrifical rite
I saw Satan laughing with delight
The day the music died”
“Oh, y cuando lo ví en el escenario
Preté mis manos en puños de ira
Ningún ángel nacido en el infierno
Podría romper ese hechizo de Satán
Y cuando las llamas se alzaron en la noche
Para iluminar el rito de sacrificio
Ví a Satán riendo con deleite
El día que la música murió”
Dedicado a todos los que, en algún momento, en algún lugar, todavía escuchan algún disco.
lloraban los amantes, y soñaban los poetas
pero nadie decía una palabra
todas las campanas de la Iglesia estaban rotas
y los tres hombres que yo más admiraba
el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo
cogieron el último tren con destino a la costa
el día que la música murió”
Traducción “American Pie”, Don McLean
Llegó hace muchos lustros, cuando ni tú ni yo habíamos nacido. Entonces nuestros padres los cogían con mimo, los encasquetaban en la gramola y un sonido mágico emanaba de una insignificante aguja. Ellos bailaban abrazados, embelesados en una atmósfera embrujadora, cautivadora y añeja. Eran de piedra y pesaban un muerto. Con frecuencia se rayaban, gemían y lloraban presos de la batuta de metal, hasta que ellos abandonaban el ritual y corrían a salvarlos de su cruel destino monocorde: levantaban la aguja, la desplazaban con precisión milimétrica y les daban libertad para seguir bramando al viento con solemnidad, orgullo y elegancia.
Algunos gruñían quejosos, cansados de tanto dar vueltas, otros apenas fueron vejados, muchos duraron un verano, todos murieron en el olvido. Yo no estuve en su estreno, ni disfruté mucho de su auge, lo pinché pocas veces, lo rayé muy poquito, pero no pude evitar sentir un funeral interno el día que el vinilo murió.
Mi primer disco me cogió mayor; debía tener unos quince años cuando entré en Linacero y me llevé El grito del Tiempo de Duncan Dhu. Nunca antes había reparado en el vinilo. Tan sólo recuerdo que mi hermano tenía un puñado de discos muy delicados que yo no podía tocar –ni tampoco me atrevía-, los cuales se pinchaban con la aguja con una precisión exquisita. Si no se hacía así escupían un ruido ensordecedor, delatando la escasa habilidad del pinchadiscos. Poco a poco me fue animando, mejoré mi pulso y aprendí a manejarlos, no sin considerables cicatrices en sus sensibles surcos. Hacía ya muchos años que la cinta magnetofónica había irrumpido en los hogares, pero su tirón nunca fue comparable al de un buen disco. A finales de los ochenta no entraba en mi casa música si no era redonda, y el hábito duró un puñado de años prósperos, en algunas familias más que en otras, hasta que apareció la maldita tecnología.
Lo primero que supe del CD o disco compacto es que era más pequeño, que sonaba mejor y que se estropeaba menos. Después conocí otros detalles, como el lector láser en detrimento de nuestra gastada aguja. Y de repente me regalaron un disc-man, acompañado del CD Greatest Hits II de Queen. Aquel día me vendí. Y lo hice con placer adúltero. Me perdí entre sus destellos multicolores, el sonido nítido y la carátula coqueta y plasticosa. Su reducido tamaño y la sofisticada puesta a punto de cada tema redondearon mi infidelidad. El nuevo disco era mejor, y me fui con él como el que abandona a su novia por una chica más joven y guapa. Tardé mucho en volver a comprarme un disco de vinilo. Todo lo que salía nuevo estaba disponible en cassette, disco o CD, y aunque el disco compacto era un poco más caro que sus predecesores, el resultado merecía la pela. De vez en cuando compraba un disco - LP´s antiguos, de segunda mano, reediciones,etc- pero sólo cuando no estaba disponible el compacto. Mi colección de música, antes dedicada a los discos, se equilibró entre los dos formatos.
El efecto del CD fue fulgurante. En pocos años dejaron de editarse vinilos, y ya sólo quedaban las existencias sobrantes. Tampoco los platos giradiscos pudieron salvarse. En su lugar aparecieron las mismas cadenas pero con CD y un tamaño mucho más manejable. Cuando me quedé sin platos no volví a escuchar mis discos. Murieron allí, esperando que yo volviera con un nuevo plato para hacerlos chillar como en los viejos tiempos. Tardé mucho en hacerlo, pero lo que encontré en aquellos vinilos era un tesoro acústico. Sentí mi pulso flaquear, pinché con el cuidado de un cirujano, perdoné los ruidos de fondo y hasta las rayadas, y volví a escuchar una música que ya le gustaría tener a los pretenciosos CD´s llenos de chumba-chumba y melodías bobaliconas, tan nítidas como efímeras, tan transparentes como insustanciales.
Me dí cuenta que había asistido a la muerte del disco de vinilo. Sólo era un trozo de plástico, pero su desaparición arrastró muchas otras. El vinilo se llevó la humildad, las limitaciones. Sus rayas y saltos se fueron con él. También marcharon las molestias, esas que te hacían pinchar el disco, pararlo cuando acababa, salvarlo cuando se repetía, limpiarlo con cuidado, transportarlo adecuadamente. Enterró tardes de hacer el amor sobre el sofá, sepultó ese romanticismo reservado a las cosas frágiles y sencillas. El vinilo envejeció con el terciopelo y el satén, el jabón de piedra y el aroma de lavanda, el horno de leña y las recetas de la abuela, el nodo y la madera carcomida. Su sabor auténtico y genuino murió también. Un disco era irrepetible, ahora nos grabamos los CD´s como churros. Pero sobretodo, el vinilo enterró una música que nunca más sería reproducida: el sonido pop, la psicodelia, el punk, el jazz, tantos géneros hoy pervertidos entre la superficialidad y lo facilón. Claro que se han hecho reediciones en CD de todo lo relevante, pero esa música, aún siendo la misma, no suena igual, no recuerda lo mismo, no transporta igual a un torbellino de memorias en blanco y negro. El día que murió el vinilo cayó también una buena parte de la música, la de verdad, la de antes.
Quizá Don McLean cantó American Pie pensando en la muerte de la música, pero seguro que nunca profetizó que la desaparición del vinilo tuviera tanto que ver con ello. Bye, bye, Miss American Pie.
“Oh, and as I watched him on the stage
My hands were clenched in fists of rage
No angel born on hell
Could break that Satan´s spell
And as the flames climbed high into the night
To light the sacrifical rite
I saw Satan laughing with delight
The day the music died”
“Oh, y cuando lo ví en el escenario
Preté mis manos en puños de ira
Ningún ángel nacido en el infierno
Podría romper ese hechizo de Satán
Y cuando las llamas se alzaron en la noche
Para iluminar el rito de sacrificio
Ví a Satán riendo con deleite
El día que la música murió”
Dedicado a todos los que, en algún momento, en algún lugar, todavía escuchan algún disco.
hola lo ke escribiste es muy profundo yo tengo 19 años y si ati ya no te tocaron mucho los vnyles imaginate ami, yo soy dj pasatimepo ke herede de mi padre. y si la verdad no hay nada mas bonito ke ver un plato girando, yo aun sigo adquiriendo vinylos aunke es muy dificil consegurlos en mexico y no es nada rentable apesar de ke cuneto con interface ke simulan en mucho a los vinilos al grado de evnderte un softhware con dos de ellos
ResponderEliminarno es lo mismo
no hay ese sabor, jeje diras ke soy un loco nostalgico de una epoca que no vivi y tal ves asi sea pero nada se compara con ese troso de felicida negro. saludos DJ isaac saldaña
Para nada loco, nostalgico un poco, pero me gusta ver que no soy el único que valora algunas cosas del ayer que hoy no existen o son peores.
ResponderEliminarUn saludo