Disculpen que me apropie de tan literario título para mi apertura de ventanas y demás jornadas de puertas abiertas. Es que no sabía cómo explicar que no recuerdo en qué momento levanté la persiana del egocentrismo y me percaté de que ni estaba sólo en el mundo ni los televidentes me contemplaban como a Truman Burbank en su televisivo show.
Es curioso el mundo. Es un vasto espacio amable y conciliador lleno de sonrisas hasta que te acercas más de la cuenta y dónde veías gestos de dicha sólo atisbas dientes y muecas de crispación. Con esto no estoy diciendo que todo lo que nos rodea, personas incluídas, sea áspero y reticente. Decía William Blake que “generalizar es ser un idiota”. Déjenme que sea un poco idiota a sabiendas, quizá para compensar todas las veces que los bienintencionados lo somos sin saber.
Las primeras veces que, metafóricamente, abría mi ventana al exterior debía ser demasiado pequeño para apreciar algo más allá que los tigretones de la merienda y los regalos de reyes. Cenar en el Alcampo de Utebo era una aventura y acompañar a mi padre a comprar artículos para su negocio lo más parecido a dirigir el mundo.
Mucho más tarde he reabierto mi ventana buscando las vistas de aquellos años y dónde mis labios se transformaban en buzón de asombro ahora sólo se adivinan bostezos de boca de metro. Las cosas parecen más grandes en la niñez, los azules más celestes y los rojos más sangrientos. Mirar de nuevo a esos paisajes es recubrirlos de gris y tedio. Es mejor vivir del recuerdo de su fascinación inicial que sumergirse de nuevo en ellos para encontrarlos vastos, zafios, cutres o inconsistentes. La niñez es, pues, como unas estupendas gafas 3d que te garantiza aventuras emocionantes dónde sólo hay cartón, piedra, ruido y sucedáneo de nueces.
Superado el efecto tamizador de la visión infantil, donde lo grande es infinito y lo pequeño inapreciable, cada vez que he contemplado el mundo con mis ojos me ha parecido que la ventana se movía, como si morase en un habitáculo giratorio, y las vistas difirieran de año en año y los atardeceres se fueran turnando de escenario cada ocaso. Dado que mi vivienda tiene buenos cimientos, supongo que la perspectiva no es fruto de la rotación de la casa, sino de las lentillas de mi mirada, y es que me da la impresión de que cuanto más escudriño el mundo menos nítido lo veo, o mejor apostillado, más nítidamente entiendo que hay mil ventanas sin desprecintar y que las cosas que he visto todavía son escasas para curarme la ceguera experiencial. Tampoco puedo negar que cuando veo el exterior, bien por encima del hombro o admirando cada detalle, no puedo evitar sentir que las cosas bellas son menos hermosas, y las horribles menos feas.
En fin, que me perdone Forster por plagiarle el título de una de sus mejores obras, sólo para escribir una de mis más extrañas divagaciones.
Es curioso el mundo. Es un vasto espacio amable y conciliador lleno de sonrisas hasta que te acercas más de la cuenta y dónde veías gestos de dicha sólo atisbas dientes y muecas de crispación. Con esto no estoy diciendo que todo lo que nos rodea, personas incluídas, sea áspero y reticente. Decía William Blake que “generalizar es ser un idiota”. Déjenme que sea un poco idiota a sabiendas, quizá para compensar todas las veces que los bienintencionados lo somos sin saber.
Las primeras veces que, metafóricamente, abría mi ventana al exterior debía ser demasiado pequeño para apreciar algo más allá que los tigretones de la merienda y los regalos de reyes. Cenar en el Alcampo de Utebo era una aventura y acompañar a mi padre a comprar artículos para su negocio lo más parecido a dirigir el mundo.
Mucho más tarde he reabierto mi ventana buscando las vistas de aquellos años y dónde mis labios se transformaban en buzón de asombro ahora sólo se adivinan bostezos de boca de metro. Las cosas parecen más grandes en la niñez, los azules más celestes y los rojos más sangrientos. Mirar de nuevo a esos paisajes es recubrirlos de gris y tedio. Es mejor vivir del recuerdo de su fascinación inicial que sumergirse de nuevo en ellos para encontrarlos vastos, zafios, cutres o inconsistentes. La niñez es, pues, como unas estupendas gafas 3d que te garantiza aventuras emocionantes dónde sólo hay cartón, piedra, ruido y sucedáneo de nueces.
Superado el efecto tamizador de la visión infantil, donde lo grande es infinito y lo pequeño inapreciable, cada vez que he contemplado el mundo con mis ojos me ha parecido que la ventana se movía, como si morase en un habitáculo giratorio, y las vistas difirieran de año en año y los atardeceres se fueran turnando de escenario cada ocaso. Dado que mi vivienda tiene buenos cimientos, supongo que la perspectiva no es fruto de la rotación de la casa, sino de las lentillas de mi mirada, y es que me da la impresión de que cuanto más escudriño el mundo menos nítido lo veo, o mejor apostillado, más nítidamente entiendo que hay mil ventanas sin desprecintar y que las cosas que he visto todavía son escasas para curarme la ceguera experiencial. Tampoco puedo negar que cuando veo el exterior, bien por encima del hombro o admirando cada detalle, no puedo evitar sentir que las cosas bellas son menos hermosas, y las horribles menos feas.
En fin, que me perdone Forster por plagiarle el título de una de sus mejores obras, sólo para escribir una de mis más extrañas divagaciones.
¿has pensado en escribir en papel? si lo haces yo te leo
ResponderEliminarCuanto más miras, menos ves.
ResponderEliminarJo, macho, si ves todo eso desde tu casa te la compro. ¿Cuánto pides?
ResponderEliminarLa visión de las cosas va cambiando con el tiempo, pero no se si a mejor o a peor...
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