Margo
y Fanna rellenaron el maletero de superfluosidades hasta reventar el concepto
de capacidad. Nunca habían marchado de vacaciones más de siete días seguidos, y
la perspectiva de separarse de la caja tonta durante 10 jornadas les incomodaba
más que satisfacía.
Isla
era un pueblo precioso de la cornisa cantábrica. A medio día, cuando la marea
estaba baja, podía cruzarse el mar hasta la otra orilla de la bahía sin mojarse
más allá de la cintura, y llegar a Noja en un plácido paseo playero.
Margorette
y Fannaradio disfrutaban de todas las comodidades de su hotel de cuatro
estrellas incrustado en medio de la naturaleza agreste. Las calas estaban
esculpidas en la roca madre entre arena y sal, y sólo unas rústicas escaleras
de piedra de acceso al mar mancillaban la pureza medioambiental.
Los
cuatro primeros días resultaron paradisíacos: excelentes pescados en la mesa y
sol del día tamizado por una animosa brisa cantábrica; playas de oro
semidesiertas y la mar ociosa en espera de bañeúntes. En la sobremesa gustaban
de subirse a la habitación y satisfacer sus deseos naturales, los cuales
consistían en encender Telecinco e inyectarse por el tímpano y el cristalino
entre dos y cuatro horas de Sálvame. Diario, se entiende. El viernes la bacanal
se volvía de Luxe. Margo y Fanna disfrutaban de lo mejor de la incivilización
con lo indispensable del mundo ilustrado. Era como abrir una nevera helada en
una isla perdida.
Pero
al quinto día los hados se pusieron desagradables. Se enojó con las
circunstancias y las echó a patadas de su casa, invitando a entrar a huéspedes
más sombríos. Una tormenta estival derribó varios postes de electricidad. Al
paraíso se le murió la luz; la natural y la artificial. El cielo se tornaba de
un gris amenazador y las negras nubes lo mismo vomitaban trozos de hielo que
punzantes gotones de ira, aderezado todo con fulminantes rayos de
indiscriminado destino.
Margo
y Fanna aprovecharon la coyuntura para ocuparse en rituales un tanto olvidados:
hacer el amor cada tarde en lugar de ver el desaparecido Sálvame, leer el
ebook, acabar los autodefinidos, devorar la prensa anglosajona… El sucedáneo
del edén parecía parchear bien las necesidades primarias. Mas no por mucho
tiempo. En el día seis Fanna tuvo una crisis de ansiedad. No sabía que le
pasaba a Rosa de Benito con su matrimonio. Era angustioso. El médico le dio
unas pastillas y le recomendó volver a su rutina lo antes posible, o en su
defecto a ver el Sálvame.
Durante
el día siete el gran celeste, ennegrecido, siguió escupiendo tormentosos
reproches sin descanso, y la montaña se rompió cerrando el paso entre Isla y la
civilización. Estaban incomunicados por un tremendo corrimiento de tierra.
Fanna estaba bastante colocado gracias a sus pastillas antihisteria, pero Margo
sufrió un desvanecimiento. Llevaba media semana sin saber cuál sería el CI de
Kiko Hernández, y pese a tener las fotos del top less de Paz Padilla, que le
daban oxígeno, necesitaba urgentemente escuchar sus últimas manifestaciones al
respecto. Finalmente, Fanna compartió con ella sus pastillas mágicas.
La
jornada siguiente amaneció con una engañosa calma. Tal vez lo peor ya hubiera
pasado. A media tarde salieron a dar un paseo esclarecedor, no tanto por el día
sino por sus propias circunstancias. El escenario emanaba sensaciones
apocalípticas: la ligera brisa había mutado monstruosamente en una agresiva
marejada al borde del huracán; el cielo volteaba negrura y gris entre nubes
ásperas, gordas, llenas de odio y precipitación; los viandantes caminaban
pesadamente, como si no les importara ser atropellados por la inminente
tormenta eléctrica. Había algo en el ambiente mucho más oscuro, mucho más
terrible que la naturaleza maligna. Aquellos desdichados no vagaban temerosos
de aciagos desastres naturales. Ya habían superado la etapa de la premonición.
Estaban sufriendo indescriptiblemente y salían al exterior en busca de una
muerte salvadora, de un rayo purificador, de un improvisado caudal de lodo que
enterrase su agonía.
Delante
de Fanna y Margo se desplomó un hombre de unos cincuenta años. Se apresuraron a
socorrerlo. No paraba de balbucear y esputar. En su delirio pudieron
interpretar dos cosas: la primera era que estaba teniendo un ataque nervioso,
tal vez un infarto; la segunda no era una manifestación fisiológica de su mal,
sino su causa maldita. El agonizante decía “Sálvame, por favor, Sálvame”. Pero
no hubo salvación. Sólo paz en su semblante y en su palpitar. Margo sintió la
misma desesperación recorrerle la espina dorsal. Fanna notó como un nudo
imaginario de gruesa cuerda le aprisionaba el cuello.
De
repente una maruja desquiciada se abalanzó sobre ellos gritando “¡Kiko, Kiko!”
Luego se tiró por la barandilla que daba a las calas y se clavó en las rocas
mientras un fluido goteo de sangre azulada bañaba la piedra. Al fondo, un padre
de familia, homenajeando a Abraham e Isaac,
sacrificaba a sus hijos con su reluciente navaja de afeitar. En sus
inocentes semblantes había un rictus de
alivio similar al que provocan las vejigas de los pequeños al vaciarse, tal vez
todavía más intenso. Fanna llevaba medio paseo marítimo recorrido, intentando
evitar la tragedia, cuando llegó el turno de la madre: la sangre brotaba libre
por su nueva gargantilla de tajo y ella sonreía feliz. Los gritos de Margo no
impidieron al degollador aplicarse la misma medicina en su propio gaznate. Al
menos Fanna llegó a tiempo de ducharse con el rojo del parricida que se acababa
de suicidar.
Margo
llegó hasta él jadeando ostensiblemente. No era por la carrera. Estaba
sufriendo una crisis de ansiedad. Ambos quedaron ahí contemplando la estampa
dantesca y comprendiendo la desesperación de los recién liberados, y en cierto
modo, la suya propia. Los cadáveres se agarraban a sus enseres más queridos: la
niña pequeña cogía con fuerza decreciente un muñeco de Kiko Matamoros; el hijo
mediano llevaba un álbum de cromos de “La caja de Luxe”; la hermana mayor
llevaba en la camiseta una pegatina de Ann Germaine con Terelu; la madre y el
padre asían entre espasmos la revista “Sálvame” y el magazine “Campamento de Verano”,
respectivamente.
Fanna
y Margo dedujeron entonces lo que sucedía. Estaban muriendo todos por falta de
“Sálvame”. El corazón se les aceleraba, la ansiedad se multiplicaba, respiraban
sucio, sufrían calambres en las articulaciones, horribles dolores musculares,
falta de riego, espasmos incontrolados, tics nerviosos, ataques de paranoia y
brotes de esquizofrenia. Estaban llegando todos a su límite. El mismo fin de
Fanna y Margo estaba próximo.
Durante
el resto de la tarde siguieron contemplando atónitos cómo la gente intenta
prolongar o acortar la agonía de maneras tan originales como desesperadas.
Fanna no lo soportó más, rompió un hacha de un cristal de extinción de
incendios de un resort cercano y comenzó a dar paz a los desgraciados
circundantes.
Pronto se creó un auténtico altar de carne donde los todavía
vivos le pedían recibir el hachazo a la mayor premura. Mientras, Margo les
sonreía e intentaba establecer una cola de prioridad marcando la frente de cada
deshauciado con su pintalabios de Karmele Marchante. Al menos que tuvieran un
recuerdo grato en sus últimos momentos.
Un
sol de sangre se resistía a asomar sólo para morir tragado por el horizonte.
Fanna llevaba horas aliviando desesperación terminal y sufriendo la suya
propia. El efecto del los ansiolíticos se había pasado hacía mucho y nada los
separaba ya del filo sediento de su arma. No quedaban supervivientes. Ya podían
acabarse. Margo sonrió feliz. Llevaba tiempo esperando su propia liberación.
Besó a Fanna rápido, con mucho amor pero también con mucha urgencia. Le dijo
que le quería casi tanto como a Jorge Javier. A Fanna se le iluminó el alma con
semejante declaración, tal vez un poco exagerada.
Levantó
el hacha ceremoniosamente. Margo, ya arrodillada, apoyó su mentón sobre el
prominente culo de un cadáver. Irradiaba dicha incontenible. Sólo quedaban
segundos para descansar. El filo cubrió el sol al izarse, y un destello fugaz
adornó el goteo incesante del mango resbalando hasta bañar el antebrazo de
Fanna. Justo cuando el arma justiciera iba a separar a Margo de sus
preocupaciones y horribles agonías, se oyó un batir de hélices y una voz
megafónica e inconfundible: “¡Andrea, cómete el pollo, coño!”.
Sobre
ellos se hallaba un helicóptero de salvamento con Belén Esteban y Andreíta
saludando sobreactuadadamente. Aterrizaron a escasos metros. Durante un segundo
Fanna pensó en abalanzarse sobre la hélice y autodecapitarse, pero era un
absurdo. En breves instantes iban a curarse, sólo había que resistir unos
segundos más. Belén bajó rauda. Llevaba el pelo encoletado y el moreno de
piscina. Parecía una aparición mariana. Corrió hacia ellos y los abrazó. Margo
notó como su ansiedad se diluía. Fanna sintió su taquicardia raletizarse.
Ya
en el helicóptero, los dos únicos supervivientes de la tragedia de Isla se
recuperaban del trauma viendo en el DVD los últimos programas del Sálvame
grabados expresamente para la ocasión. De vez en cuando contactaban con el
programa en vivo para acelerar la recuperación, y a los pocos meses no quedaban
más secuelas en ellos que las psicológicas. Ambos fueron fichados por la cadena
amiga como colaboradores, y su salud mejoró hasta el punto que parecían
rejuvenecer con cada programa que hacían.