El arte no puede ser copiado; al
menos gratis.
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Patricio Márquez se levantó
somnoliento una mañana más. La noche había sido muy, muy larga. Se había
acostado con los comentarios del director, del productor y de la hermana del
ingeniero de post-producción del documental “Linces ciegos y gatos de maullidos
retráctiles”.
Para hacer más sangre, y
queriendo aprovechar la coyuntura de que se hallaba en las afueras de Murter,
una población de Croacia, había visualizado todos los extras en croata.
Entonces oyó un sonido muy
característico. No. No podía ser. ¡Pero sí, era! Se levantó raudo de la cama,
se tuneó en la ducha y se vistió de esmoquin impecable, el mismo que llevó a la
tintorería hacía tres semanas, cuando llegó al Motel Oates dispuesto a
abandonar su trabajo de agente de la $GA€ para siempre, con el único objetivo
en mente de recuperar el ánimo y enfundarse un traje de explorador para
perderse en la selva africana.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiZCuTgsQB3lWXBrx6uzM3ECJimEENjq77WTRhqQwSMT1mrXlpqroHlTg5HbzKBpyUhSJlsM1ANdEIwK7j7rn3qjEkrskU-ttdI4K9q3hdMYnsYF3dFwA-xPevm0Cnyswyg_b4oTYMOYVyp/s1600/house.jpg)
Pero ese aullido inhumano le
reclamaba. Estaba a medio camino entre los lobos caperucitos y los burros de
tres jinetes. El sonido era grave, sostenido, perteneciente sin duda a alguna
suerte de oso europeo mutado por el impacto de Chernóbil o algo similar.
Salió por fin de su habitación.
Era la número uno de un edificio rectangular, alargado, de una sola planta y
doce puertas.
Acudió a la oficina, pegada pared
con pared con su cuarto, y habló con la encargada, que disecaba un buitre
atigrado.
–¿Qué
ha sido eso, señora Oates? –preguntó el inspector con un croata muy académico.
–Buenos
días por la mañana, señor Márquez. ¿A qué ruidos se refiere?
–Ahá,
la pillé. ¿Cómo sabía usted que me refería a un ruido?
–¡Nnnaaaargh! –sonó un aullido en la distancia.
–¡Eso,
eso! –ratificó el agente de la $GA€.
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Patricio salió como alma que
lleva el diablo y oteó el horizonte. En la distancia se erigía una casa en la
colina, y una inquietante escalinata de madera crujiente llevaba hasta su
sombría silueta.
–¡Nnnaaaargh!
–Viene de allí
–concluyó Márquez.
–No,
no suba, no suba. ¡Esa es mi casa!
Pero el intrépido inspector de la
propiedad intelectual hizo caso omiso. Ganó las escaleras de tres en tres y
accedió a la lóbrega mansión mientras la señora Oates se perdía en la lejanía,
recuperando el aliento apoyada en un bastón tras subir cuatro peldaños.
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Patricio Márquez tuvo tiempo de
registrar todas las dependencias y, guiado por nuevos aullidos perrunos, bajó
las escaleras del sótano. Allí se encontró con un wookie peludo y gigantesco
como si Pau Gasol se hubiera disfrazado de Teenwolf. El bicho estaba de
espaldas pero volvió a gruñir.
El agente giró entonces la silla
en la que reposaba y la mascota dejó ver su rostro de calavera disecada
mientras un magnetofón de cuando reinó Carolo volvía a reproducir el aullido de
un wookie.
Entonces apareció la señora Oates
disfrazada con unas pieles de Chewbacca y agarró a Patricio con el brazo
mientras intentaba clavarle el pico de un pelícano disecado en la yugular. Pero
el agente volteó a su rival por encima de sus hombros y la señora aterrizó
encima de la silla del cadáver taxidermizado.
–¡Nnnaaaargh! –sonó de nuevo el cassette.
–Queda
usted sancionada administrativamente.
–No
puede, no puede. Usted no tiene autoridad para arrestarme. No puede probar
nada. Ni siquiera sabe cómo envenené al wookie.
–Señora
Oates, ¿qué me está contando? La estoy multando por plagiar a Chewbacca de Star
Wars. Su gruñido cobra derechos de autor y usted no los ha abonado. Y además,
su nombre, la taxidermia, la reforma de su casa hasta parecerse a una mansión
muy famosa de Hollywood, la manera en que ha intentado asesinarme… ¡Usted ha
copiado Psicosis de Alfred Hitchcock!
–¡Nnnaaaargh! –aulló la señora Oates.
–Déjese
ya de hacerse pasar por el wookie. Sé de sobras que es usted. No me engaña.
–¡Nnnaaaargh!
Patricio
dio el caso por perdido. La señora Oates estaba dominada por la parte de su
mascota y no atendía a razones. Bajó las escaleras con la satisfacción del
deber cumplido. Abrió la oficina y redactó una multa administrativa valorada en
789 euros por dos delitos de plagio. Luego echó el ojo al cuervo albino y a la
grulla a una pata. Eran ejemplares disecados muy valiosos. Con ellos compensaba
el montante económico.
Mientras
salía por la puerta observó a una rubia platino muy nerviosa llamando al
timbre. Llevaba un fajo de euros en un periódico y miraba con recelo a todas
partes, como si estuviera paranoica; como si la estuvieran siguiendo. Cuando la
señora Oates bajó a recibirla, el agente ya se había largado con los bichos
alados y una gran sonrisa en el alma. Esa noche celebraría su éxito visionando
Mariquitas heterosexuales y Murciélagos tuertos.