Siempre vuelvo al mismo tema. Supongo que será porque mi profesión esta en grave entredicho desde hace milenios. Y estoy harto. Cansado de oír que somos unos jetas, que trabajamos cinco horas al día, que tenemos 29 meses de vacaciones al año, que cobramos una pasta, que nos quejamos continuamente… Yo lo que veo es una envidia malsana, infectada y venenosa por todas partes. También mucha incultura, falta de rigor y argumentos ventajistas, pero sobre todo ganas de hacer daño y sentimiento de que nos reímos del resto de oficios.
Opinar es fácil. Cualquier borrego sabe hacerlo. El borrego que suscribe lleva opinando aquí tres años con y sin criterio, dando en el clavo o metiendo la zarpa en asuntos que no eran de su incumbencia. Pero siempre buscando la objetividad, o justificando una postura con argumentos razonables. Por eso me cuesta tragar tanta envidia, odio y ganas de arreglar el sistema jodiendo a los demás. No debería continuar leyendo comentarios y foros de opinión en la prensa digital. Es malo para la salud.
Antes de continuar debo aclarar que no soy funcionario. Mi contrato tiene fecha de caducidad 31 de agosto de 2012. Luego ya veremos lo que toca si es que toca algo. Trabajar con jóvenes es maravilloso. Pero también es agotador. Mucho más que la mayoría de trabajos actuales. 50 minutos de clase mala supone un desgaste emocional muy superior al de dos o tres horas frente al mostrador o en el almacén. No exagero. No miento. Hablo de lo que yo he vivido, de los oficios que he tenido en mi extinta juventud. Una mala mañana te pasa factura, te vas a casa con la voz rota y el ánimo por los suelos, preguntándole al cielo por qué te hiciste profesor. La sensación te puede durar de uno a dos días, hasta que el nuevo periodo docente con el mismo alumnado te oferta la posibilidad de tomarte la revancha académica. Controlar los tiempos, bajar los humos, demostrar a los nenes que hoy no estás para tontadas, que tus pulmones ensordecerán sus voces, que estás dispuesto a dar guerra y que o se callan ellos o el teléfono sonará en su casa. Gestionar el comportamiento de 25 niños de 13 ó 14 años supone un ejercicio de estrés importante. Aunque tengan buena intención y mejor fondo, la materia sigue siendo lo último a lo que están dispuestos a prestar atención. Y pelear contra eso cuesta, consume recursos, contractura el alma. Pocas labores me parecen más intensas, auque se me ocurren algunas: broker, por ejemplo. La gente de la bolsa gana un pastizal levantando la mano a tiempo y usando el móvil con pericia, pero el nivel de estrés es insoportable. No es de extrañar que muchos lo dejen o se ahorquen. Trabajar de minero también debe ser una hazaña. No por el estrés, pero sí por las condiciones inhumanas en las que se desarrolla la labor: sin luz, sin aire, sin espacio físico, soportando a veces temperaturas extremas, y con graves riesgos de explosiones o aplastamientos. O laborar en un horno o fundición. Igualmente, cuidar ancianos supone un esfuerzo emocional imposible. Hay que cuidarlos, limpiarlos, mimarlos, alimentarlos… y enterrarlos. Que se te muera el trabajo debe ser lo más duro del mundo. También los controladores aéreos sufren una presión laboral impresionante, pero a ellos les amparan los sueldos millonarios, del mismo modo que a nosotros se nos crucifica por nuestras magníficas vacaciones. Periodos vacacionales que yo encuentro necesarios. A veces llevas dos meses con chicos y la cabeza está a punto de reventar. Cuentas las horas hasta que llega la siguiente sesión y sabes que a los dos minutos y medio empezará la crisis. Todavía habrás de aguantar 47 minutos de gritar y contemporizar a partes iguales. Castigarás a cinco o seis, pero a Mengano no le dirás nada porque no sabes por dónde va a salir. Es injusto, pero es lo que hay. Sabes que si le llamas la atención u osas amonestarle la va a montar gordísima, te va a insultar y no va a obedecer. Nadie tiene más mano izquierda que un profesor de secundaria.
Si los docentes tuvieran 23 días de vacaciones en lugar de 60, que son los que me salen después de descontar los fines de semana y festivos que todo el mundo tiene, entonces el trabajo ya no merecería la pena. ¿Por qué motivo iba a merecerlo? ¿Por las condiciones de estabilidad? ¿Por el sueldo? ¿Por la fascinante sensación de impartir en una clase? Venga, si el 80% de una clase es imponer orden, respeto y disciplina hasta llegar a unos ridículos mínimos. El salario no es para tirar cohetes –hablamos de licenciados–, y la seguridad está muy bien cuando apruebas la oposición, pero supone mudarte con toda seguridad de tu vivienda habitual, con la merma económica que implica el gasto en desplazamiento u hospedaje.
¿Merece la pena ser docente? Para mí sí, pero no todo el mundo vale. Rectifico, mucha gente no vale, prácticamente la mayoría. Porque, si fuera de otro modo, todos los que despotrican contra el colectivo y tanto nos odian callarían, comprarían un temario de oposiciones y empezarían a bailar por lo bajini, esperando a la siguiente convocatoria para vivir de puta madre. Pero claro, a veces el camino es demasiado largo. Igual hay que empezar por sacarse la ESO, que no es por nada, pero la regalamos. Luego el bachillerato. Aprobar selectividad, que también está de saldo, y luego a la universidad. Tras un master de nada y dos o tres convocatorias inspiradas, ¡tachaaaaan! ya eres funcionario de carrera. Ahora te vas a 200 km de casa durante seis años. Ya volverás. Éste es el caso rápido. El lento implica que te cueste aprobar la ESO, que repitas bachillerato, que te tiren en selectividad y que se atragante el master. De la carrera ya ni hablamos, y de aprobar la oposición –que no el examen– antes de quince años tampoco. Lo mismo te jubilas nada más empezar tu carrera docente.
No hay razones válidas. Sólo envidia. Por los que lo han conseguido o por no tener uno cojones de arriesgarse a intentarlo. Es más fácil odiar que aplaudir, porque si supierais la de malabarismos que hay que hacer en un aula, aplaudiríais con las orejas. Si queréis envidiar a alguien, odiar a alguien, menospreciar a alguien, empezad con los que cobran más de 4000 euros mensuales por salir en la foto, firmar convenios y hablar en micrófonos. Nosotros educamos a vuestros hijos en lugar de vosotros, tiene delito, en lugar de junto a vosotros.
Antes de continuar debo aclarar que no soy funcionario. Mi contrato tiene fecha de caducidad 31 de agosto de 2012. Luego ya veremos lo que toca si es que toca algo. Trabajar con jóvenes es maravilloso. Pero también es agotador. Mucho más que la mayoría de trabajos actuales. 50 minutos de clase mala supone un desgaste emocional muy superior al de dos o tres horas frente al mostrador o en el almacén. No exagero. No miento. Hablo de lo que yo he vivido, de los oficios que he tenido en mi extinta juventud. Una mala mañana te pasa factura, te vas a casa con la voz rota y el ánimo por los suelos, preguntándole al cielo por qué te hiciste profesor. La sensación te puede durar de uno a dos días, hasta que el nuevo periodo docente con el mismo alumnado te oferta la posibilidad de tomarte la revancha académica. Controlar los tiempos, bajar los humos, demostrar a los nenes que hoy no estás para tontadas, que tus pulmones ensordecerán sus voces, que estás dispuesto a dar guerra y que o se callan ellos o el teléfono sonará en su casa. Gestionar el comportamiento de 25 niños de 13 ó 14 años supone un ejercicio de estrés importante. Aunque tengan buena intención y mejor fondo, la materia sigue siendo lo último a lo que están dispuestos a prestar atención. Y pelear contra eso cuesta, consume recursos, contractura el alma. Pocas labores me parecen más intensas, auque se me ocurren algunas: broker, por ejemplo. La gente de la bolsa gana un pastizal levantando la mano a tiempo y usando el móvil con pericia, pero el nivel de estrés es insoportable. No es de extrañar que muchos lo dejen o se ahorquen. Trabajar de minero también debe ser una hazaña. No por el estrés, pero sí por las condiciones inhumanas en las que se desarrolla la labor: sin luz, sin aire, sin espacio físico, soportando a veces temperaturas extremas, y con graves riesgos de explosiones o aplastamientos. O laborar en un horno o fundición. Igualmente, cuidar ancianos supone un esfuerzo emocional imposible. Hay que cuidarlos, limpiarlos, mimarlos, alimentarlos… y enterrarlos. Que se te muera el trabajo debe ser lo más duro del mundo. También los controladores aéreos sufren una presión laboral impresionante, pero a ellos les amparan los sueldos millonarios, del mismo modo que a nosotros se nos crucifica por nuestras magníficas vacaciones. Periodos vacacionales que yo encuentro necesarios. A veces llevas dos meses con chicos y la cabeza está a punto de reventar. Cuentas las horas hasta que llega la siguiente sesión y sabes que a los dos minutos y medio empezará la crisis. Todavía habrás de aguantar 47 minutos de gritar y contemporizar a partes iguales. Castigarás a cinco o seis, pero a Mengano no le dirás nada porque no sabes por dónde va a salir. Es injusto, pero es lo que hay. Sabes que si le llamas la atención u osas amonestarle la va a montar gordísima, te va a insultar y no va a obedecer. Nadie tiene más mano izquierda que un profesor de secundaria.
Si los docentes tuvieran 23 días de vacaciones en lugar de 60, que son los que me salen después de descontar los fines de semana y festivos que todo el mundo tiene, entonces el trabajo ya no merecería la pena. ¿Por qué motivo iba a merecerlo? ¿Por las condiciones de estabilidad? ¿Por el sueldo? ¿Por la fascinante sensación de impartir en una clase? Venga, si el 80% de una clase es imponer orden, respeto y disciplina hasta llegar a unos ridículos mínimos. El salario no es para tirar cohetes –hablamos de licenciados–, y la seguridad está muy bien cuando apruebas la oposición, pero supone mudarte con toda seguridad de tu vivienda habitual, con la merma económica que implica el gasto en desplazamiento u hospedaje.
¿Merece la pena ser docente? Para mí sí, pero no todo el mundo vale. Rectifico, mucha gente no vale, prácticamente la mayoría. Porque, si fuera de otro modo, todos los que despotrican contra el colectivo y tanto nos odian callarían, comprarían un temario de oposiciones y empezarían a bailar por lo bajini, esperando a la siguiente convocatoria para vivir de puta madre. Pero claro, a veces el camino es demasiado largo. Igual hay que empezar por sacarse la ESO, que no es por nada, pero la regalamos. Luego el bachillerato. Aprobar selectividad, que también está de saldo, y luego a la universidad. Tras un master de nada y dos o tres convocatorias inspiradas, ¡tachaaaaan! ya eres funcionario de carrera. Ahora te vas a 200 km de casa durante seis años. Ya volverás. Éste es el caso rápido. El lento implica que te cueste aprobar la ESO, que repitas bachillerato, que te tiren en selectividad y que se atragante el master. De la carrera ya ni hablamos, y de aprobar la oposición –que no el examen– antes de quince años tampoco. Lo mismo te jubilas nada más empezar tu carrera docente.
No hay razones válidas. Sólo envidia. Por los que lo han conseguido o por no tener uno cojones de arriesgarse a intentarlo. Es más fácil odiar que aplaudir, porque si supierais la de malabarismos que hay que hacer en un aula, aplaudiríais con las orejas. Si queréis envidiar a alguien, odiar a alguien, menospreciar a alguien, empezad con los que cobran más de 4000 euros mensuales por salir en la foto, firmar convenios y hablar en micrófonos. Nosotros educamos a vuestros hijos en lugar de vosotros, tiene delito, en lugar de junto a vosotros.