Lo confieso. Cada vez que entro a un establecimiento de productos masivos al módico precio de 1, 2 ó 3 €, lo hago con la secreta intención de llevarme por lo bajini una colección de seis lápices marca Ovidio cuyas minas se rompen más que las piernas de Robben. No importa lo que sustraiga, o la calidad de mierda que tenga, lo único que deseo es robarles a los chinos del todo a cien un paquete de películas pseudoporno asiático de los años 70 o una flor con capullos que se encienden mientras suena una melodía infame.
He probado todo para no despertar sospechas. Voy duchado y borracho de colonia, con la cara más afeitada que el culito de un bebé barbilampiño, mis buenos días más convincentes y las manos muy lejos de cualquier cosa que no me interese. Nada. Por cada pasillo que avanzo, me toca la china. Me escudriña con desconfianza naciente. Y con un disimulo que sólo le falta silbar y que aparezca un yakuza tras las bolsas de basura o un ninja teletransportándose más allá de los bastoncillos de las orejas que te acaban triturando el tímpano con la punta de plástico.
Normalmente entro, pregunto la ubicación de lo que necesito, pago religiosamente y me voy. Pero hoy quería curiosear. ¿Alguna vez has dado una vuelta con una asiática? Ve a un todo a 1€ chino. Tendrás escolta. A los seis pasillos de sentirme observado como si ya me hubiera metido al bolso seis gomas de borrar y un par de bombillas de bajo consumo he decidido preguntar por lo que había venido a buscar. He procedido y me he ido. Tan ladrón como siempre. Intentando perpetrar mil crímenes a los ojos de este honorable pueblo que puede abrir sus negocios hasta las tantas en España por no sé que rollo de convenio de colaboración, que no se gastan un duro en productos ni empresas españolas, que te dan gato por liebre en sus restaurantes, y que se expanden mafiosamente por todo el mundo a basa de peluquerías sexuales, prostitución, masajes ilegales y extorsión. ¿Por qué no habré ido al Carrefour?