Una de las peores cosas que le
pueden ocurrir a una persona es sobrevivir a su apogeo: subir al cielo, tocar
la llama, llenarse de eternidad… y volver a la mundanidad. Porque nada es tan
engañoso como el alcohol y el triunfo –no en vano se acuña la expresión
borrachera de poder o de éxito–. Ambos son grandes depresores del sistema
nervioso: primero le dan un subidón de la hostia, y luego le hunden en tu
propia miseria.
Casi nadie está en su mejor
momento, a la vez, en todos los aspectos de su vida. A la plenitud física se
suele contraponer una deficiencia madurativa o intelectual, y para cuando uno
está en la cresta de la ola profesional, ya no tiene cintura para surfear como
los jovenzuelos. Además, la centralización de esfuerzos en un único foco vital
nos desvía, afortunadamente, de aglutinar varias facetas a la vez. No. El ser
humano es bastante monotemático, y cuando se vuelca en una actividad u
ocupación, generalmente abandona o descuida las demás.
Los pesimistas disfrutan de la gloria
con la desconfianza de saber que su momento pasará, y semejante proyección
desoladora les impide saborear el instante con mínimas dosis de megalomanía y
narcisismo. Ah, tontos. Y los optimistas son ingenuos y osados, y creen que aun
no han llegado a la cima o que nunca se bajarán de ella. Ah, memos. Menuda
caída les aguarda. Para ellos será la mayor de las bofetadas.
Sea por un motivo o por otro, es
complicado continuar después de haber besado el cielo. Y sin embargo, a todos
nos llegará la hora –la de volver a la realidad, me refería; a la otra mejor no
mentarla– y tendremos que vivir de recuerdos memorables, de amargo presente e
incierto futuro.
¿Cómo sobreponerse a un instante
de excelencia suprema? Simplemente no se supera. Se arrastra uno con mayor o
menor fortuna entre la nostalgia de los aplausos perdidos y la esperanza de que
volverá a haber una de esas confluencias de astros. Los más echados pa’lante
todavía pensarán que su mejor versión aún no ha llegado, por mucho que los
michelines ofendan al espejo, las neuronas lleven bastón o las musas plagien
del rincón del vago. Los descerebrados quizá ni se lo planteen, y una profunda
depresión se los llevará en una corriente de fracasos sin comprender qué
hicieron mal, sin asumir que a veces ni siquiera una estrategia perfecta puede
asegurar una plácida jubilación social.
Al final, todos buscamos lo
mismo: reconocimiento, cariño y palmaditas en la espalda. Tal vez habría que
crear un servicio de teleadmirador que, como el teleamigo que acudía presto con
el pack de cervezas, estuviera a nuestro lado abriendo la boca de par en par y
aplaudiera con las orejas cada una de nuestras nimias victorias. Si alguna vez
quieren ganar a alguien para la causa, endiósenlo como deidad mitológica y en
poco tiempo comerá de su mano, a no ser que sea futbolista de élite, friki
televisivo o artista consagrado. No hay pájaro para tanto alpiste. Con razón se
hunden cuando les llega el olvido. El crepúsculo de los dioses debe ser
insoportable, aunque eso es algo que ni ustedes ni yo, con suerte, sabremos
nunca.