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¿A qué fin lo hacéis? ¿Qué os
mueve, empuja y da fuerzas? ¿Qué caprichosos reveses del destino os han llevado
a estas perversiones? ¿Os dejó la novia, vuestro sofá es de skay o tenéis la
conexión a Internet con Ono?
No se explica. Y vaya por delante
que os admiro tanto como envidio, lo cual, dado mi iconoclastismo tampoco dice
mucho de ese vicio que enseñáis sin pudor ni decoro. Os ajustáis las mallas al
paquete para que las calandracas no reverberen y acompañáis con una camiseta
específica para ese uso. A saber, si se trata de corredores domingueros, la de
propaganda más hortera; si hablamos de maratoneros frikis, una traspirable del
Decathlon que valen una pasta.
El mundo es un país libre y cada
uno en su tiempo de ocio autotélico puede barrer tantas dunas del Sáhara como
le salga de la escoba. Lo mismo da que te inclines a la filatelia que a la
parafilia, que conquistes mundos virtuales o cocines pasteles. Otra cosa es
saturarse. Los deportistas pasan de la mesura al exceso en dos zancadas. Salir
a dar pedales con la barriga sobre el manillar o echarse unos pádeles peperos con
los compañeros de oficina está bien, lo mismo que sudar el parquet del gimnasio
que para eso lo pagas, pero lo de los runners es de estudio clínico.
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Me he encontrado recientemente
con antiguos compañeros de deporte, allá cuando éramos jóvenes y rectilíneos.
Yo he cambiado el balón por el ordenador; ellos, por el cuentakilómetros. Los
pavos se dedican ahora a preparar maratones. Que está de puta madre y todo lo
que quieras, pero chuparse 42
km es pasarse. Hasta para ser un vicio. Y además cansa.
Ellos hablan con tanta solemnidad como devoción. A veces creo que salvan vidas
y todo, pero luego el sentido común me devuelve a la realidad. Son marchadores.
Gentes que proyectan sus ilusiones en el afán de superación de sus propias
limitaciones, cosa que yo no hago y mira que soy justico; personas que se
encuentran a sí mismos en la búsqueda del esfuerzo, que saben sufrir y
enarbolan la bandera del sacrificio hasta cotas donde yo jamás llegaría ni
siquiera a imaginar. Qué coño, tampoco me levantaría de la cama ni para bajar
el baluarte al portal, y eso que vivo en un bajo.
Su afición es digna de estudio y
medalla al mérito deportivo, pero no la comparto. A menudo los veo derrengados,
con tirones, chupados, con la cara tostada a lo cangrejo por la ingesta masiva
de excesivas horas de sol. Y para ellos es muy importante, pero el deporte me
sigue pareciendo una novia a la que dejé hace tiempo y a la que no echo de
menos. Que se la tiren ellos dos horas al día. A mí ya no ponía. Además, me
dejaba exhausto.
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Recuerdo, dentro de las
contradicciones absurdas que todos arrastramos, a un compañero que venía al
almacén corriendo –18 km– y después iba
andando a paso tortuga con las agujetas haciéndole el hara-kiri a todas
sus articulaciones. Y yo pensaba: “Joder, que venga en coche como todo el mundo
y se meta caña moviendo cajas”. Ni caso. Nunca le vi haciendo un mísero
sobreesfuerzo. Cierto, tampoco lo pagaban.
Hay cosas peores que ser corredor
de fondo. Privilegiados que arriesgan su estatus metiendo la mano en la caja,
yuppies que se taladran el cerebro con cocaína, ninis que se estampan con el
coche a 300 k/h, vagos que ven la vida escaparse entre sus dedos, orgullosos
demasiado cegados para ver que ya no refulgen como antaño o cobardes que nunca
le dirán a la chica de al lado que están enamorados de ella. Ante eso, y muchos
otros pecados, que castigues tus abductores y rodillas contra el asfalto del
amanecer es baladí. Por cierto, acabo de recordar que nunca dejé a la novia. Me
dejó ella a mí. Nunca pude seguirle el ritmo.