Pero es un odio pequeñito, de andar por casa,
lejos de arrebatos viscerales y ensañamientos desmedidos. No se pueden enconar
los sentimientos. Luego te quedas sin margen de ira para lo verdaderamente
importante.
Hay drogas que es mejor no probarlas. Algunas
mierdas son tan adictivas que si las saboreas una sola vez te enganchan de por
vida. El whatsapp es una de ellas.
Yo lo tenía fácil. Nunca me han atraído los
mensajes de texto y mi móvil estaba hecho de piedra con los botones esculpidos
en cincel de sílex. Pero no se puede
vivir eternamente en la prehistoria. No sin poner en riesgo tu vida social.
Hasta ahora he sobrevivido con la más
efectiva de las tácticas: anclarme al pasado y evitar tentaciones por falta de
medios. No datos, no android, no whatsapp. Y así han pasado casi tres años.
Aguantando, resistiendo el infame contagio del borreguismo digital, del
escribir por escribir, de la adicción a las redes sociales.
Hace dos días me vendí. Lady Drywater estaba
hasta el sombrero de responderme los mensajes con su terminal y yo decidí que
ya valía, que todo tiene un límite y que se saliese de mis grupos. Ahora tengo
un móvil Huawei que no quería, pero he salvado mi matrimonio.
Los días son estresantes. No aguanto el ritmo
de conversación, no tengo velocidad de tecla ni disfruto con diálogos
interminables. A veces incluso me excuso con tareas domésticas de dudoso
cumplimiento. Solo quiero contestar a informaciones relevantes, pero acabo
palmando con cualquier gilipollez. Sé que debo acostumbrarme y filtrar, pero lo
único sensato parece apagar los datos por un par de horas. Y leer todos los
chorizos de vez cuatro comidas después.
Con todo, admito que me gusta. Y me jode. No
le des cuerda a un reloj, ni tabaco a un ex fumador. He acabado palmando porque
de otro modo me habrías vuelto un sociópata. Por eso sois unos cabrones. Por
ahora, sobreviviré contestando con emoticones. ¿Acaso hay algo más perezoso?