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Alberta Lourdes Mínguez de las Azuladas era una profesora de inglés como otra cualquiera. Su pronunciación se acercaba al nativismo pero con un deje mañico irrenunciable, amén de cierto acento highlandernés. Es lo que tiene hacer el Erasmus en Inverness. Era más ducha en la corrección gramatical que en la interpretación de la norma, y a menudo hacía las cosas como un hablante genuino: bien pero sin saber por qué.
Era experta en encontrar videos en Youtube y sabía ganarse la clase a base de sonrisas cómplices antes que a gritos y amonestaciones. Los chicos la adoraban. Usaba la pizarra digital con maestría, pero no abusaba de ella. Jamás castigaba a los muchachos. Nunca llegaba un buen motivo. Con los compañeros se llevaba o muy bien o nada de nada, pero evitaba hacer enemigos.
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El día de la encerrona Alberta Lourdes Mínguez de las Azuladas se topó con las mismas caras de siempre: Martínez Urquijo, Martínez Vera, Merino, de Miguel, Minguillón, Miñón, Minosa y Moaxaca.
Estaban todos atacadísimos, y contagiaban su nerviosismo hablándose unos a otros sobre programaciones, unidades didácticas y guiones. A ella le daba igual, y apenas participaba de la orgía de tembleques. Los demás se sorprendían de su entereza y lo achacaban a una autoconfianza a prueba de bombas o a un desencanto indolente del sistema de oposición. De un modo de otro, los demás opositores fueron envejeciendo años en pocas horas y ella mantenía su serenidad.
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Llegó el momento de entrar y Berta lo hizo con paso firme, deseando leer el título de su tema y quedarse callada, para después hacer su exposición con una duración estimada de 15 ó 20 segundos, lo justo para que el tribunal se diera cuenta que sólo aspiraba al 0. Pero las golosinas que da la vida siempre saben a imprevisto. Algunas son demasiado dulces, y otras amargan.
Ante la mirada incrédula de Alberta Lourdes Mínguez de las Azuladas se erigían los cinco del patíbulo, y lo que en cualquier otra ocasión se hubiera convertido en la mejor de las sorpresas, en ésta torció para siempre el curso de los acontecimientos. El tribunal no era desconocido, ni mucho menos. Era normal, después de tantos años, toparse con algún excompañero o cara conocida, pero lo extraordinario venía hoy: Yanela era su cuñada, mujer de su hermano; Blanca Rosa era su mejor amiga de la carrera, aprobó hacía diez años; Gustavo trabajó con ella seis años, eran muy amigos; Carmen había sido su compañera este curso, y no le había dicho nada; por último, Jesús Juan era el mejor amigo de su cuñada Yanela, la primera del tribunal. Berta estaba alucinada. Las cinco personas más afines a ella estaban sentadas enfrente con todo el poder para decidir su futuro laboral.
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YANELA: ¡Qué pasa, bicha!
BLANCA ROSA: ¡Joder, qué callado te lo tenías, tía!
BERTA: ¿El qué?
GUSTAVO: Pues que nos conocías a todos, Bertita, tonta.
CARMEN: Yo sabía que estabas en mi tribunal, pero como no decías nada… Yo pensaba que era para que la gente no sospechara.
BERTA: Que no, tía, que no tenía ni idea de que estabais aquí todos. ¡Qué fuerte!
BERTA: ¡Que no me llames así, Jesús Juan!
CARMEN: Bueno, pues si te parece acabamos con tus papeles y nos pegamos una charradita, ¿vale?
BERTA: Vale, pero no he escrito nada, ¿veis? Leo el título y ya. Y tampoco voy a defender tema.
CARMEN: Aaaaaaaaaaah, qué perrilla. Ya sabías que éramos nosotros y te has marcado la chulería de dejar el tema en blanco. Podías haber sido un poco más disimulada, tía, que igual canta.
BERTA: ¿Qué igual canta el qué?
GUSTAVO: Pues el 10, Bertita, que la gente es muy malpensada.
BERTA: ¡Pero qué 10!
YANELA: Pues el tuyo, bicha. Lo que dice Carmen es que está genial que vengas con lo puesto, pero que aparentes un poco, que luego hablan mogollón.
BERTA: ¡Pero que yo no quiero aprobar, Yanela! Que sólo he venido a firmar y ya. No he escrito nada. Ya no quiero la plaza. Es que no me compensa.
GUSTAVO: Anda, Bertita, nos seas vacilona.
BLANCA ROSA: Tía, que no pasa nada. ¿Cuánto necesitas? ¿Te ponemos un 9’8 o quieres el 10? Yo lo que digas, que lo mismo me da. A ver si porque no se note te quedas sin plaza.
JESÚS JUAN: Que no, Blanca, que tiene muchos puntos. Con un 9’7 se la saca fijo.
YANELA: Bueno, pero por si acaso te ponemos el 10 y ya está. Y luego, con que sigamos cargándonos a la gente, plaza seguro.
BERTA: Que no me es-táis es-cu-chan-do. Que no quie-ro sa-car-me la pla-za.
CARMEN: Que no te cre-e-mos, tí-a. Que te va-mos a po-ner un diez, co-ño.
BERTA: Y dale perico al torno.
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Alberta Lourdes Mínguez de las Azuladas sacó un 10’00 en la oposición. Obtuvo la primera plaza de las cuatro que se habían convocado. De nada le sirvió jurar y perjurar que se trataba de un error. Pasó un curso en Zaragoza en prácticas y luego le dieron un flamante destino en Castejón de Sos con horario diurno y nocturno. Un planazo. No pudo renunciar a la plaza porque decaería de la lista de interinos. Afortunadamente, el gobierno aprobó una ley que aumentó los años de jubilación mínimos. Berta no estuvo en Castejón hasta los 60. Se quedó hasta los 68.
El último día de trabajo antes de su merecido descanso recogió sus bártulos, lloró sus lágrimas frente al powerpoint jubilatorio que le habían montado sus compañeros, cogió el coche y pinchó cruzando el Congosto del Ventamillo. Su vehículo se despeñó por el barranco y tardaron quince días en recuperar los hierros. A la pobre Berta los buitres la dejaron en los huesos.
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El accidente mortal de la desdichada profesora de inglés causó una gran consternación en la comunidad. El Ministerio de Interior y Obras Públicas cambió el trazado del Ventamillo con un espectacular voladizo colgante y dos carriles en cada sentido. La velocidad mínima era de 90 km.
El instituto de Castejón de Sos dejó de ser sección de Graus y lo renombraron como IES Alberta Lourdes Mínguez de las Azuladas. Además le quitaron el horario nocturno e incluyeron una casa de profesores cedida por los habitantes del pueblo. Aramón Cerler regala todos los cursos un bono anual a los profesores del centro. El IES Alberta Lourdes Mínguez de las Azuladas es el primero que se agota en la elección de destinos de septiembre.
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