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Resulta irónico que el autor escoja Prometeo como nombre a su personaje. Prometeo fue el titán que legó el fuego, símbolo de conocimiento y progreso, al hombre, so pena de ser duramente reprendido por el orgulloso Zeus. Ha inspirado a Percy Bysshe y Mary Shelley, a Esquilo y a Freud. Con semejantes antecedentes, Lorenzo Martínez nos avisa con precisión hitchcokiana que su pupilo va a acceder al conocimiento último y ser castigado por ello. Pero el guiño es tramposo, puesto que la secuencia se invierte: Sólo la desgracia le permite desprenderse de la ceguera selectiva del urbanita.
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Sin testigos es un relato de Javier López Vélez de efecto-causa, anacronismo hábil que embriaga y engancha al lector a descubrir todos los porqués. Si en el anterior relato el lienzo catapulta las divagaciones más filosóficas, en este la tela plasma el instante y lo dibuja con pinceladas de ritual. La gravedad de la muerte vuelve héroe al villano y lo eleva a la categoría de intocable. Y al simple mortal bueno, sin enemigos, lo beatifica y endiosa hasta implicarnos de la indignación creciente de una familia ensombrecida por un momento negro. Javier López desenrolla el dolor como si fuera una alfombra persa y nos desvela las caprichosas geometrías de la existencia humana, sacudiendo el polvo y soplando las pelusas como el comerciante que esconde los defectos de la pieza y resalta sus artesanales virtudes y sus laboriosos detalles. La sed del lector no se calma con cada trago de información, sino que se agudiza con los qués, quiénes, cómos, cuándos y dóndes. Curioso licor, cuando lo único que puede apaciguar la necesidad del que lee es la respuesta última, esa que hace confluir las tramas, cohesiona la historia y satisface todos los porqués de las últimas trece páginas. El sorbo final tiene regusto profundo y fuerte, y una sempiterna sensación de no haber disfrutado con poso suficiente del resto de la copa.
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El desenlace deja claroscuros que alimentan teorías encontradas sobre el origen del pintor, su desencadenante o su catadura moral, que a mi entender se ofrece abierta a valoraciones generosas o condenatorias. Con todo, la atmósfera que se respira en el cuento debe parte de su aroma a las neblinas londinenses del destripador whitechapeliano y a las dimensiones artísticas de las pulsiones más oscurecidas del irracionalismo humano.