A nadie se le ocurre dejar de querer a un hijo, o a un padre o a una hermana. Algo muy gordo tienen que hacernos: un pufo urdangarístico, una puñalada trapera y mal clavada, que jode más y rompe más vértebras, una infidelidad alevosa y mal traída, una esclavitud de drogas, ludopatías o alcoholismos extremos, un mía o de nadie, una mentira cochina como una piara de gorda y jamona, una ida de pinza de las de encerrar, y poco más.
El amor no es un polvo hoy y dos mañana, ni una espiral de sexo pornográfico in crescendo, en busca de un clímax que parece no tener fin. Quererse no es desearse más a cada minuto, idealizar al otro y endiosarlo, sentirse el elegido del universo o haber encontrado al alma gemela que se nos adhiere a la piel como si fuera una media naranja. Quererse es otra cosa. Es conocer a alguien que vale la pena, que tiene potencial para convertirse en tu zorra domesticada –léase El Principito–, y que con el destape de cada amanecer como si fueran chapas de coca-cola, la chispa de la vida, labrará en ti obras maestras de orfebrería existencial. La persona elegida no lo es porque un querubín mimado le haya disparado una flecha emponzoñada en el moflete del culo. No es esa mirada ralentizada ni esa pasión embriagadora lo que salvará tu relación. Nunca es así. Es lo otro. La novedad mola y todo es cojonudo. Pero la novedad se endurece más rápida que el pan de ayer. Es entonces cuando debe prevalecer el verdadero amor. Y no se quiere porque sí. A las personas se las gana a cada instante vivido, en cada risa, en cada llanto, en los gritos arrepentidos y en las disculpas ofrecidas con generosidad. Amar es construir un hogar de instantes, un cuadro de experiencias; pequeño al principio, mosaico infinito con el tiempo. De manera que, cuando más tiempo quieres a una persona, y estás con ella, y vives por ella y ella por ti, y piensas en su bienestar por encima del tuyo porque eso te traerá más felicidad que si volcaras sobre ti todo el frasco de colonia Egoiste, entonces más grande, más sólido y más estable es aquello que una vez empezaste con tu churri. O churro. O lo que sea.
El amor que se acaba es que no se sustentó bien. Se alimentó de cama y cruceros y no de sentimientos. La pereza puede ser un claro enemigo, pero se le puede combatir…mañana. El desencanto es injusto. Basta con pensar cómo reconquistarías a esa persona, y no en cómo ligarse a la de al lado. Si aparece la otra y se lo lleva, amiga, lo tuyo no merecía la pena salvarse. O quizá tu amor era sincero y el del otro un camelo, en cuyo caso resulta un cruel ejercicio de amor no correspondido, y lo mejor es acabar con ese sacrificio unidireccional. Si es el caso, lo sentimos de veras: es una putada que dejen de quererte. Sólo queda tu regadera para regar una flor que ya no crece, o una buena borrachera de whisky escuchando a Gloria Gaynor escupir “I will survive”.El amor no es un polvo hoy y dos mañana, ni una espiral de sexo pornográfico in crescendo, en busca de un clímax que parece no tener fin. Quererse no es desearse más a cada minuto, idealizar al otro y endiosarlo, sentirse el elegido del universo o haber encontrado al alma gemela que se nos adhiere a la piel como si fuera una media naranja. Quererse es otra cosa. Es conocer a alguien que vale la pena, que tiene potencial para convertirse en tu zorra domesticada –léase El Principito–, y que con el destape de cada amanecer como si fueran chapas de coca-cola, la chispa de la vida, labrará en ti obras maestras de orfebrería existencial. La persona elegida no lo es porque un querubín mimado le haya disparado una flecha emponzoñada en el moflete del culo. No es esa mirada ralentizada ni esa pasión embriagadora lo que salvará tu relación. Nunca es así. Es lo otro. La novedad mola y todo es cojonudo. Pero la novedad se endurece más rápida que el pan de ayer. Es entonces cuando debe prevalecer el verdadero amor. Y no se quiere porque sí. A las personas se las gana a cada instante vivido, en cada risa, en cada llanto, en los gritos arrepentidos y en las disculpas ofrecidas con generosidad. Amar es construir un hogar de instantes, un cuadro de experiencias; pequeño al principio, mosaico infinito con el tiempo. De manera que, cuando más tiempo quieres a una persona, y estás con ella, y vives por ella y ella por ti, y piensas en su bienestar por encima del tuyo porque eso te traerá más felicidad que si volcaras sobre ti todo el frasco de colonia Egoiste, entonces más grande, más sólido y más estable es aquello que una vez empezaste con tu churri. O churro. O lo que sea.