A veces las noticias no se
agolpan por su grado de negatividad, sino que se alternan en esperanzadores
claroscuros. A la desagradable sensación de comprobar que sus pantalones reglamentarios
habían encogido en largura y tamaño tras elegir un programa de lavado demasiado
caliente, Más Largo que un Día sin Pan contrarrestó con la llamada de Zuecos
Rancios pero Blancos, la enfermera de cabecera de Ojos Almendrados de Elfo,
indicando que la policía había murmurado una palabra sin llegar a salir de su
coma. Zuecos hubiera querido decirle a Largo la palabra, pero éste ya estaba a
dos manzanas del complejo hospitalario. Cruzó un paso de cebra un tanto
acelerado, empezando en parpadeante y acabando en rojo. El conductor casi lo
atropelló pese a que Pan llevaba su ridículo pero oficial uniforme de policía.
Arrancó en plan fórmula 1 e intentó pasarle por encima. Pero Largo estaba
curtido en mil batallas. Se lanzó en plancha a un lado y giró sobre sí mismo
para levantarse con su propia inercia a la vez que desenfundaba con una
precisión mil veces practicada y copiada de El Rostro Impenetrable.
Disparó
certero sobre la rueda derecha y reventó el neumático, pero el conductor
agresivo siguió su carrera con el reventón. Largo no llevaba radio encima para
avisar a Proteger y Servir, pero memorizó la matrícula y marchó a ver a Ojos.
Elfo no mostraba mejoría alguna,
pero los últimos estudios que le habían hecho determinaban que, en caso de
despertar, quedaría sorda de por vida. La palabra que había dicho la joven era
“embrague”. Al principio no tenía sentido. Largo lloró un poco en seco y luego
volvió a comisaría.
¿Qué coño miras? le enterró la
cara en los papeles cuatro veces, pero dos collejas después acabó por
interesarse por el caso de Día sin Pan. Un conductor agresivo parecía algo
menor, pero tenía su gracia bajarle los humos. Agarraron el coche y mataron la
tarde patrullando con tedio y sin suerte.
La noche, sin embargo, fue más
fructífera para Largo. Retomó el disco de Tako que dejara en coma a Ojos
Almendrados de Elfo y remasterizó, moduló y depuró los sonidos. Así pudo
escuchar un mensaje robótico en el intervalo de aumento de volumen que
ensordeció a su querida amiga: “Embrague irritable te saluda, querida.” Día fue
a su mesa y tiró de ordenador. Descubrió una asociación de conductores
extremos, un club de volanteros radicales, agresivos y puristas.
Desgraciadamente, no tenía clave de acceso y tuvo que mover sus hilos.
Llamó a
su amigo Jonatan Hacker, un as de la web y el pirateo digital. En dos horas le
configuró un login para entrar a Embrague Irritable y pisparse de todo. Otrora
nunca hubiera recurrido a un fisgoneador ilegal, pero algo estaba cambiando en
Largo.
Lo que encontró allí, pese a todo,
no era alentador. El club era una especie de logia de conductores estresados,
desquiciados, emparanoiados con sed de venganza sobre todo aquel que
incumpliera mínimamente las normas de circulación. El estilo de Cuadrícula de
Excel. No le costó mucho encontrarlo. El webmaster era un tal Master Excel.
Todo olía a él. Había otros siete miembros. Largo empezó por ellos. En dos días
había rastreado las IPs e identificado a los sujetos con carnets y matrículas.
Sólo faltaba pillarles en pleno delito.
Y no costó mucho. ¿Qué coño
miras? y Sin Pan cazaron a uno que intentaba atropellar a un joven por hacerle
el gesto manual de llevar las luces puestas al mediodía. Otro cayó tras frenar
en seco en un semáforo, chocar con el de atrás y lanzarse a por él con un cuchillo
gigantesco. El tercero picó con la radio a todo volumen de un nini-anzuelo,
el
cuarto al intentar embestir una moto, otro al echarle una carrera a un taxista,
el sexto disparando a las palomas que le habían ensuciado el coche, y el
séptimo al reventar seis lunas de coches en doble fila.
Pero Excel no picó. Durante dos
semanas trataron de pillarle y no hubo manera. En una de éstas, Largo creyó ver
su sonrisa desafiante en el retrovisor. Su sociedad estaba desmantelada, pero
él no cometía más errores.
Al día quince sucedió algo. Día
encontró una nota en su mesa que decía: “7 a 1 es un buen cambio, ¿no, Largo? Al
principio no comprendió la misiva, pero de repente escuchó un estruendo
terrible en cocheras. Bollitos Martínez había atropellado a ¿Qué coño miras? en el garaje de vehículos policiales. Pudo
haber frenado pero en lugar de eso aceleró todavía más. Lo reventó contra el
muro hasta el punto que no se sabía qué era carne y qué radiador. Lo único que
permaneció inalterable fue su cuchillo nada reglamentario, pero eso sí, al baño
sangría.
Bollitos fue ingresado con una
crisis de ansiedad. El peritaje demostró que el coche oficial había sido
trucado: la dirección invertida, el freno cambiado por el acelerador, la marcha
atrás por la sexta, el freno de mano inutilizado, y además, el volante estaba
teledirigido con un mando auxiliar cercano. Todo esto no se hubiera sabido si
el cuchillaco de ¿Qué coño miras?
no se
hubiera clavado entre el detonador y la carga explosiva de una bomba menor en
el motor del coche, suficiente para destruir todas las pruebas. La suerte esta
vez se aliaba con los buenos.
Por fin Gordo pero que Manda más
que el Rey comprendió que había un topo dentro. Tampoco es que eso cambiara
mucho las cosas, pero al menos extremarían las precauciones. Largo pidió dos
pares de pantalones nuevos de talla especial y un nuevo compañero, toda vez que
¿Qué coño miras? ya no volvería a mirar con chulería a nadie más.