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En casa de Ibón no había muchas
sorpresas. Dormían si había oscuridad y se reunían en el salón en momentos de luz.
No tenían mucho para gastar y por eso evitaban el consumo innecesario de
electricidad. Por el momento, ningún heraldo de la felicidad se había deslizado
por la chimenea o aparcado los camellos en doble fila. Pero aquella noche
indefinida algo maravilloso iba a ocurrir en los alicatados del corazón de Ibón
Zarzides.
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–Ho, ho, ho –dijo el recién
descendido.
Ibón se despertó sobresaltado. La
risa grave del obeso le había arrancado de sus dulces sueños. Intentó no hacer
caso y se dio media vuelta.
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Imperceptible a la bacanal
gastronómica del heraldo de la navidad anglosajona, tres pequeños fulgores de
oro, azul y verde penetraban por los resquicios de las ventanas del salón. Las
auras se hicieron intensas en el interior, y llegó un momento en que los cuatro
brillos eran tan luminosos que los ojos de Ibón se negaron a dejar la persiana
echada.
–¿Qué hacéis aquí, camelleros?
–expresó Santa Claus con poco alegría.
–Es Noche de Reyes, gordo cabrón
–replicó Gaspar, el del aura azul, con la misma falta de empatía.
–No, royo –se justificó Papá
Noel–. Es Nochebuena. Sobráis aquí los tres.
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–Royo es pelirrojo en fabla
–explicó el de rojo con cierto aire de superioridad–. Haber acabado la ESO.
–Lárgate de aquí –amenazó Melchor
envuelto en brillo dorado–. Ibón es nuestro.
–“Lárgate de aquí. Ibón es nuestro.” –parodió Santa con muy mala
baba–. Fuera vosotros, moros, africanos, sucios.
–Que ellos son asiáticos –aclaró
Baltasar con su aura verde–. Sólo yo soy africano. De Etiopía.
–Me da igual. Pirarse de aquí o
usaré mis poderes contra vosotros, que me tenéis hasta los cojones con vuestro
rollo. La puta cabalgata, los caramelos a tutiplén, los tronos esos de
cartónpiedra…
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–¿Y tú me lo dices, que no os
laváis ni pa’ atrás? El moreno apesta a cebolla, el royo lleva comida en la
barba, y tú llevas el pelo graso y las puntas abiertas. ¡Mira el mío qué bonito
es! –expresó Santa Claus con prepotencia.
–Putos americanos chauvinistas
–atacó Baltasar–. Primero os cargáis a todos los indios de las praderas en
nombre de la colonización, luego os suicidáis tomando Winston. “Bob, tengo
cáncer”, ¿recuerdas, eh, gordo cabrón?
–Uh, uh, uh –contestó Papá Noel
imitando los movimientos de brazo de los gorilas–. Cállate, Etoo.
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–Por no hablar de la política
intervencionista –añadió Melchor–, que os metéis en todas las guerras para dar
salida a vuestra potente industria armamentística, bien vendiendo fusiles y
tanques o mandando críos mal llamados patriotas a que les rebanen la cabeza con
un machete. Os ha pasado siempre, desde Vietnam, Nicaragua, Cuba, Irak, El
Salvador, Afganistán… ¿sigo, degenerado mórbido?
–¿Y vosotros, que no tenéis dónde
caeros muertos? ¡Si la gente no sabe si venís de Persia, Babilonia o Etiopía!
¡Yo me he enterado por la
Wikipedia, y cualquiera se fía de ella! ¡Sois unos apátridas!
–Calma –expresó Melchor con
mesura–. Esto no puede acabar así. Somos heraldos de la felicidad. Vamos a
llegar a un acuerdo. Seguro que hay sitio para todos.
–Los huevos –replicó Santa
viniéndose arriba–. Desde que aparecisteis han bajado la venta de juguetes en
Europa un 60% la semana de Navidad. Y los mamones de Toys R’US sólo me hicieron
contrato del 24 de noviembre al 25 de diciembre. Todo lo que se vende después
os lo lleváis vosotros, cabrones. Me estáis jodiendo el negocio.
–Santa, hombre, no seas así
–insistió Melchor–. Fijo que podemos llegar a un pacto. Somos mensajeros de la
felicidad. ¿Qué importa ganar más o menos dinero si un solo niño vive la magia
de la Navidad?
¿Si un pequeño olvida por unos instantes la enfermedad, el hambre, la
violencia, las guerras,
el Sálvame de Luxe, el analfabetismo, el frío, la
escasez, gracias a un juguete? ¿Y no es más importante su ilusión que ponerse
un jacuzzi nuevo en Laponia o cambiarse la jaima en el Sáhara?
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