La comunicación humana está
trufada de cortocircuitos. A menudo uno llama instintivamente a un teléfono
mientras tiene otro en mente, o encuentra una cara conocida en la lejanía y se
debate entre la inseguridad de ser correspondido en el saludo o en la omisión
del mismo, generalmente para hacer exactamente lo contrario que la otra parte,
y derivando sólo en culpabilidad o sentimiento de estupidez.
De todos esos tropiezos, hay uno
que se repite hasta el vicio una y otra vez sin que el ser humano haya
conseguido ponerle remedio. El lapsus es inocuo e inocente, pero arrastra a
menudo secuelas milenarias. Hablamos de presentarse a alguien. Algo tan simple
y común nunca sale bien. Cuando nos dicen el nombre de una persona a la que
debemos saludar en el acto, rara vez nos quedamos con su apelativo. Nos
limitamos a desenfundar la mano como si fuera un duelo y dedicar la mejor de
nuestras cordialidades a la otra parte. Siempre oímos el nombre, pero jamás lo
escuchamos, envueltos como estamos en nuestro proceso de convención social primigenia.
Cuando pasa un segundo y ya se ha
empezado a destripar el sexo de las nubes o el color de los ángeles –aunque
todos sabemos que las primeras son asexuadas y los segundos incoloros–, y
aunque la conversación sobre el tiempo, el paro, la política o La Roja llenen el tedio y
rebasen la incomodidad del recién llegado, en el resquicio más social y
políticamente correcto de la mente queda una duda insondable: “¿Cómo se llamaba
este gachupino que me acaban de presentar?”
A partir de aquí, y aunque de
seguro al otro le pasa lo mismo, todo son estrategias de comunicación sin
vocativo, esperando que el dichoso nombre salga por generación espontánea, o
que aparezca un bocadillo misterioso flotando sobre su cabeza que nos desvele
el pseudónimo. En el mejor de los casos, un tercer hombre vendrá y dirá el
apelativo de fulano, y nosotros estaremos prestos a grabarlo a fuego en la
fragua de nuestra materia gris.
Otra opción es preguntarle al que
nos lo presentó, siempre y cuando tengamos oportunidad, y le demos a la otra
parte opción de hacer lo propio. También podemos contar una anécdota de
nosotros mismos e incluir deliberadamente nuestro nombre en ella, y esperar que
nuestro némesis haga lo propio; o jugárnosla. En este último caso, llamas a
fulano como crees recordar que era. Generalmente te colarás, y muchas veces el
otro no te sacará de tu terrible error, y gastarás meses de tu vida llamando
Enrique a Guillermo, o peor, Diana a Camila. Un nombre olvidado no es grave,
pero nos cuesta tanto recular que viviremos en la ignorancia o la confusión
hasta que algún alma caritativa nos libere de ella.
Estar al otro lado tampoco es
plato de gusto. Conociste a un pavo en una fiesta y hace semanas que te dice
Montesco y tú eres Capuleto. En lugar de corregirlo, esperas a que el fallo se
perpetúe por los siglos de los siglos. Lo dice uno que estuvo a punto de mandar
una invitación de boda a un tal Enrique y en realidad se llamaba Víctor.
Tal vez la situación sea
demasiado boba para dedicarle un ensayo, pero por extrañas razones de índole
social nos resulta difícil –a veces imposible– admitir un error, reconocer que
no sabemos algo o confesar que no somos multitarea, y que no podemos saludar y
recordar a quién lo estamos haciendo a un tiempo; tal vez en la nueva versión
de Windows del ser humano, aunque de seguro no será compatible con nuestro
sistema operativo actual. Al final, todo es cuestión de drivers neuronales y
plugins convencionales.
Bueno, tampoco se nos puede exigir tanto, y aunque dicen que el nombre tiene su importancia, a fin de cuentas si tenemos la precaución de poner delante el "perdona", tal y como tu pones en el título, pues se nos puede perdonar el olvido ¿no?.
ResponderEliminarUn abrazo
Lo peor de todo es cuando un tipo que se llama Jorge tiene cara de Pablo, o una tipa que se llama Marta tiene cara de María... Y por más que te lo digan, nunca aciertas. En el mejor de los casos, te quedas dudando media hora, para al final decantarte por la opción incorrecta dejando al otro en la más profunda de las desesperaciones.
ResponderEliminarAlgo que digo por experiencia, tanto por haberlo hecho como por habérmelo hecho la gente.
Extraño ritual el de las presentaciones, casi violento en ocasiones. A mí más de una vez me han estado llamando meses por un nombre que no era el mío, pero me divertia, casi estuve por ponérmelo jajaja.
ResponderEliminarComo siempre un buen análisis satírico de lo cotidiano.
¡¡¡Abrazos!!!
Jajajajaja! Con cada entrada te superas! Regreso después de un retiro aquí...y el porqué se vuelve evidente...siempre me arrancas la mejor de las sonrisas (y la más sonora de las risas :)
ResponderEliminarYo hasta hace poco le llamaba Borja a Álex y Pere a David...años hace que los conocía, pero claro, como me contestaban y eso pues al final me hice amiga de sus alter ego (o lo que es peor: yo creé sus alter ego XD!).
Grandiosa entrada, que contenta estoy de volver!!!
Tengo que ponerme al día :)
Un abrazo enorme guapo!!!
La comunicación en general es bastante complicada, pero el hecho de comenzar a presentarse está claro que marca y a menudo es imposible...Un saludo.
ResponderEliminarMi querido Fernando,...!perdón!.. quiero decir Dry!...ya ves como ando también yo con eso de los nombres, que me organizo un lío, uff! vamos! y no te digo ya con eso de las redes sociales que cada uno tiene su nick, al final ya no sé si les llamo por su nombre o su apodo cibernético. Fíjate que en ocasiones les llamo por su IP. Algo terrible. Di que en realidad que es el nombre!, ¿un chorro de agua fría que un cura nos echó por la cabeza? pues no, hoy en día vas tu y les llamas...Oye!! tú! si, es a ti coño, a quien va ser!!...y termina mirando, no falla.
ResponderEliminarBueno mi querido Antonio, ..y dale, sorry, querido Dry, como siempre un estupendo post como nos tienes acostumbrados!
Un abrazo