Desde luego tiene un gran
componente simbólico. No hay nada más representativo de uno mismo que su
apelativo. Claro que algunos son tan comunes que se disfrazan de anónimos. ¿De
qué sirve ser José, María, Pilar, Javier, Ana o Francisco si a cada patada de
piedra aparece otro, o cuatro o doce con el mismo nombre y esclavizándonos al
apellido discriminatorio, al mote ingenioso o al gentilicio, cuerpo, sección o
curso académico? Los que no poseen pseudónimo corriente se revisten a veces de
un aura de originalidad, de exótica diferenciación, aunque a veces no se puedan
pronunciar o provoquen cierta legítima hilaridad.
El nombre es una de las primeras
cosas que sabemos de una persona, pero rara vez lo recordamos cuando nos la
presentan, por esa extraña limitación mental que nos impide decir “Hola. ¿Qué
tal?” y memorizar cómo se llama el recién introducido. No pasa nada.
Probablemente, si el némesis no es comercial, habrá sufrido el mismo lapsus
coordinatorio. Esto que parece tan estúpido puede llevar a las personas a
evitar los vocativos durante días, a veces semanas, hasta que un tercero nos
chiva el apodo olvidado o lo buscamos en las taquillas del vestuario o en los
listados de contingencias varias.
¿Puedes enamorarte de alguien por
su nombre? Yo creo que no, pero desde luego perjudica o ayuda. Cuando conoces a
una persona y sopesas si te compensa o no iniciar o continuar una relación con
ella, nimiedades como si su apelativo te gusta o te desagrada pueden inclinar
una balanza dubitativa. Del mismo modo, son miles las madres –porque
admitámoslo, los nombres los ponen siempre las parturientas– que descartan usar
en sus retoños ciertos apodos porque sus amigas ya lo han usado, la bruja del
trabajo se llama así o la rival del colegio ya les hizo aborrecer esa
denominación. Pues mal hecho. Si un nombre te gusta, lo usas y punto. Poco
importa que Sabrina fuera tetona o que “Hasta luego” precediera a Lucas. Si
eliminamos todos los pseudónimos que asociamos a circunstancias desagradables,
cómicas o reiterativas, llegará un momento en que tendremos que llamar a
nuestro hijo invitado 45617.
El mundo está empeñado en
catalogar seres vivos y objetos inertes. Todo está clasificado, tipificado y
estructurado. Existir sin nombre es casi una quimera inalcanzable. No podemos
referirnos a algo que no se llama de ninguna manera. Y sin embargo, algunos de
los mejores personajes westernianos de Clint Eastwood eran Predicador, Socio,
Rubio o Manco. Vaqueros sin identidad; misteriosos, desconocidos y
apocalípticos. No tener apelativo es un signo inequívoco de soledad, de pasado
oscuro, de enigma inconcluso. No es crucial poseer alias, pero si a nadie le
importa significa que uno está muerto en vida. O peor, de facto.
Importa si nosotros queremos darle importancia.
ResponderEliminarUn abrazo Drywater
Supongo que al apelativo te lo ponen o bien cuando te tienen cierto aprecio o bien cuando te odian a muerte. Quizás esas sean los dos únicas formas de trascender, pasar desapercibido es siempre sinónimo de olvido.
ResponderEliminarAbrazos.
Es algo que es profundamente tuyo, pero que es usado por los demás como le viene en gana...y no soy nominalista, así que no importa demasiado. Pero que no me lo manoseen...
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