lunes, 31 de octubre de 2011

Dioses comiendo moscas, de Ernesto Sierra Sanz, Sergio Perales Tobajas y Jorge Biarge Fanlo (3/3)

Aguas blandas, de Ernesto Sierra

No sé si fueron las abundantes especies vegetales del texto anterior, las llamadas al orden de mi cansancio o la brevedad del relato, pero no consigo salir del diluvio universal en esta ocasión. Tal vez tenga que zambullirme un poco más aquí para poder mojarme en condiciones.
Segundo intento. Aguas blandas recuerda en tono y ritmo al relato anterior: abundantes descripciones, dibujos literarios y detalles para revestir una trama en la que parece que no pasa nada. A veces la riqueza de un texto no reside en qué nos cuentan, sino en cómo lo hacen. Ésta es la historia de una inundación, de sus gentes y de sus hábitos doblegados a la naturaleza. De precisión milimétrica y costumbrista, uno acaba la historia como el que pasaba por ahí y sólo ve unos fotogramas de la película.

La sed de Ícaro, de Jorge Biarge

Jorge vuelve a inspirarse en las tradiciones religiosas o mitológicas para ahondar en las relaciones humanas –en el caso que nos ocupa, en las paterno-filiales–. Este “pararrelato” viste y justifica las horas previas a la leyenda de Dédalo e Ícaro, sus motivaciones y sus anhelos. No contento con eso, y en pleno desparrame de osadía, el autor presenta a los personajes como principios dicotómicos de disciplinas artísticas y científicas, de naturaleza excluyente y acusadas hacia sus defectos: la dispersión, la estética y la belleza frente al pensamiento práctico, la lógica y la física. Al final, como siempre, los hombres se dividen en dos: y pongan tantas dicotomías como quieran, pero incluyan los de ciencias frente a los de letras. Y eso que se dice que todo el saber es integrador y está interconectado. Tal vez la pasión y la razón nunca podrán llevarse del todo bien.


El amor es más frío, de Sergio Perales

Hay muchos títulos que soslayan la realidad que su relato esconden. Otros delatan su naturaleza y atisban su desenlace con disimulado descaro. La historia que nos ocupa pertenece a la segunda categoría. Sergio está tan enamorado de Berlín como Bluma de Adler, la pareja protagonista de “El amor es más frío”. Por ambos motivos, el lector respira la atmósfera gélida del invierno alemán, la precisión germánica, sus métodos de investigación, su propia idiosincrasia, hasta su curioso sentido del humor. Sin embargo, ninguno de estos elementos se presentan tan terribles entre las páginas como la soledad que criogeniza los sentimientos, ésa que Bluma se empeña en compartir con todos como fórmula de acompañamiento y resultando en depresión colectiva. Leer esta historia no deja buen poso. No la recomiendo en días grises. O tal vez sí, pero si en ese instante les apetece inundarse en su propia miseria. Por lo demás, el desenlace es sorprendentemente redondo, y desesperadamente gélido. Aportar un componente mágico a la trama produce una sensación de desasosiego que no conseguirían una banda de psicópatas apostados tras la puerta. Para inquietar o entristecer no siempre hace falta un asesino o un niño llorando. La nostalgia también mata.


Vitezslav, el pintor, de Sergio Perales

Los actos más básicos y primarios son los más bellos. El instinto puede más que el raciocinio, es más sublime y da mejor en el cuadro o en la foto. Para un artista como Vitezslav, el placer, el dolor o la agonía esconden un potencial pictórico nunca igualado por una pose premeditada. ¿Todo vale en la búsqueda de la perfección artística? Para nuestro oscuro dibujante de gritos de Bohemia no hay respuesta, sencillamente porque nunca le hubieran formulado tan obvia pregunta.
Sergio hace, otra vez, un ejercicio de recreación histórica hermoso y certero. Refleja la sociedad subterránea de Praga y la convulsiona con trazos agresivos y colores sórdidamente desgarradores. La superstición y la amenaza de la muerte rondando sobre las cabezas de los secundarios hacen el resto. Para finalizar, un consejo: hagan el amor con derroche, pero sin excesos acústicos; a ver si el pintor y el griticultor van a formar una sociedad limitada intertextual de consecuencias inesperadas para los desenfrenados escandalosos.


Cachano, de Jorge Biarge

Sencillo, detallista, reflexivo, Cachano es tres textos en uno. Comienza con un prodigioso ensayo sobre una de las figuras más fascinantes de la mitología religiosa, su incidencia en el agnosticismo actual y su dudosa perdurabilidad en el futuro laico. Casi sin avisar, Jorge nos invita a visitar una de las ciudades más fascinantes del urbanismo europeo. Con una descripción poética, inspirada y detallada de miles y pequeños aspectos que sólo se sienten a pie de calle, el autor nos va ganando hasta introducirnos en el nudo de la acción: uno de los personajes menos fascinantes de este volumen, pero uno de los más reales. Vicente es de carne y hueso, tiene miedo, problemas y pocas soluciones. Hasta aquí puedo leer. Después el hombre acechará por las calles de su vieja urbe buscando salidas en los escenarios de la descripción y con un consejero tan vivido como el del ensayo del principio. Pero no se vayan todavía: el final también trae moraleja.


Aun después de muerto, de Jorge Biarge

La primera vez que leí esta pseudo autobiografía alternativa me quedé prendado. La segunda ha sido mucho mejor. La historia la escriben los vencedores. Pocas veces escuchamos a los que pierden. O peor, pocas veces oímos a los que aparentemente vencieron pero quedaron en una situación claramente inferior a la que disfrutaban antes del conflicto, fuera el que fuera. Que nadie se asuste: la historia no habla de belicismo. Más bien vuelve a jugarse con el tópico de lamentar que aquello que deseaste se hiciera realidad irrevocablemente. Hay que tener mucho cuidado con la felicidad por encargo. Cuando uno no se la gana acaba volviéndose una rémora eterna.
Jorge Biarge vuelve a un personaje histórico y le da la vuelta a su existencia, cuestiona sus motivos, analiza sus vivencias, y las reviste de una dosis de realismo empático que pocos son capaces de desarrollar. Tal vez esté escribiendo demasiado, pero el protagonista del relato, además de ser personaje de moda en la literatura contemporánea por sus condiciones sobrenaturales, me recuerda irremisiblemente a Connor MacLeod y a Queen cantando “Who wants to live forever?” El final deja abierto el debate con una cuestión interesante: ¿Quién te ha pedido que me salves? ¿Por qué no respetas mi muerte, mi suicidio o mi autodestrucción? Tal vez el libre albedrío debería contemplarse en espinosos dilemas de eutanasias, impulsos tanáticos y ganas de dejar de vivir. ¿No es eso la libertad? ¡Te obligo a ser libre! Qué paradójico.

viernes, 28 de octubre de 2011

Dioses comiendo moscas, de Sergio Perales Tobajas, Jorge Biarge Fanlo y Ernesto Sierra Sanz (2/3)

Dentro de algo pequeño, de Ernesto Sierra

El progreso trae a veces contradicciones aparentes, paradojas socarronas, guiños del destino. Sólo así se entiende que la tecnología supere el desamor a golpe de robótica y naufrague estrepitosamente ante las plagas de la postmodernidad, sean del tipo que sean.
La historia nos vuelve a ubicar en un futuro cercano, deshumanizado y tiranizado por los mismos males de siempre: la dependencia emocional, el asesinato del amor a manos del matrimonio y la rutina, las segundas oportunidades y las enfermedades terminales que lo arruinan todo irreversiblemente, recordándonos que lo único invencible es la muerte, y que pudimos haber vivido nuestra infelicidad de un modo mucho más beneficioso. De fondo aparecen las referencias a Rick Deckard y Rachael jugando a la familia feliz. Ernesto también reflexiona sobre la soledad, los vínculos afectivos y la fidelidad, estableciendo un sutil enfrentamiento entre las emociones humanas y las robóticas. ¿Adivinan quién gana?


Abecedario, de Ernesto Sierra

En Dioses comiendo moscas abundan los malabarismos estructurales, la ruptura de convenciones formales y las casas construidas por el tejado. El resultado en Abecedario es desigual, porque consigue un texto rico en complejidad argumental, pero difícil de comprender para el espectador: demasiados personajes, muchísimos datos, y excesivos cabos por atar. La historia, con todo, promete. Una segunda lectura ha de sacarme de un montón de dudas.
Desisto. Perdónenme, arrastren mi nombre por el fango, humillen mi memoria y mancillen a mis vástagos, pero no he concluido Abecedario la segunda vez. Las tramas confluían, los personajes se entrelazaban, las letras parecían formas palabras con sentido, pero algo faltaba: coger un papel y escribirlo todo; asociar hechos; unir cabos. No pienso hacerlo. Me ha dejado buen sabor, pero no voy a estudiar el relato, no voy a realizarle una autopsia. No sería justo con mi crítica. Tan sólo quería mirarlo a los ojos y entender su esencia. Al final, solamente la he intuido.



Metamorfosis para todos los públicos, de Sergio Perales

Una de las cosas que separa a un escritor de un aficionado a algo es la manera de describir una misma realidad. Sergio Perales –a saber de dónde habrá salido éste– afronta la tauromaquia con la pasión de un escultor de palabras: contenido, estético, descriptivo hasta el detalle, firme, manejando el ritmo y preparando la faena hasta su inevitable desenlace, que por otra parte sí se puede evitar, o cambiar por otro. Admitiré que he seguido las instrucciones y me he negado a leer la opción A –yo aposté por la B– y quedé muy complacido.
Hay corridas que pueden marcar la historia. También las de toros. La de Mezquino pudo ser una de ellas. No tanto por su final al estilo de “Elige tu propia aventura” como por el olor de las farias en la plaza, el murmullo y caspa del respetable, el sabor a tradición de cada envite, y las voces enardecidas de los acólitos del dios-toro.


Estado Vertical, de Sergio Perales

Cuánto recuerda la sociedad vertical a los delirios ochentaycuatronescos de George Orwell, con sus verdades ocultas a las masas, con esa obsesión con el control y el poder.
Se dice que una de las fuerzas más imparables es la palabra. En Estado Vertical cobra vida física y se reparte y raciona como moneda de cambio: tanto tienes, tanto puedes hablar, en el sentido más “literal” de la palabra.
Los medios de comunicación de masas son los grandes tiranos de los tiempos que vivimos. No resulta difícil imaginar un mundo distópico en el que se reparte al gusto del poderoso. La información es el último tesoro del hombre contemporáneo, y el lenguaje el más perfecto código de transmisión de todos esos datos, a excepción frecuente de la imagen. Por eso, que se discrimine su uso y se censuren términos que revelan o desnudan realidades supone la más obscena de las prohibiciones. En Estado Vertical no se esconden los paisajes, sólo se castigan sus descripciones. De ese modo no queda otra que visitarlos por uno mismo y dejar el veto a la altura del precio de la arena del desierto.
Apocalíptico, sociológico, insostenible, impepinable. Un “must” dentro de este universo de deidades tragadípteros.


Griticultor, de Jorge Biarge

Lo primero que a uno le viene a la cabeza, con semejante comienzo y la ilustración de “Justino, un asesino de la tercera edad”, es que el acechador es un labriego jubilado y que la barra de hierro que empuña es una azada de las de mala hierba para acallar aullidos. Seguro que el pobre hombre quedó tarado de por vida oyendo chillar a los tocinos cuando les enfundaban una gargantilla de filo y cuchillo en la garganta.
Pero no del todo. El macabro personaje tiene sus similitudes, pero no es sino un vecino pausado, homofóbico y necesitado de silencios. De seguro en su otra existencia portaba tiza en secundaria o rumiaba padrenuestros en un monasterio monacal.
Jorge traspasa la barrera del narrador protagonista y se enchufa el traje de escritor-testigo, rol que ninguno de los relatos anteriores nos ofrecían nuestra tríada de plumas. Hasta ahora el prota nunca era la voz de su creador. Aquí el autor se viste de secundario y contempla una relación de amor imposible con semejantes vecinos. Embarca, además, a Sergio y Ernesto en su aventura literaria y les depara buenos y placenteros encuentros con el amor y el desenfreno. Saquen sus propias conclusiones. Pero si hacen el amor o follan, eyaculen en silencio.


Ciudad Jardín, de Jorge Biarge

Cómo sacar lógica de una situación surrealista, o manual de realismo desde un punto de partida indiscutiblemente absurdo. Jorge Biarge arrastra a sus personajes a la aventura de su vida, los zarandea por la involución humana y concluye que la civilización no es necesariamente el mejor lugar para vivir. Admitir que el progreso no es sino una tremenda forma de esclavitud y alienación no deja de resultar un ejercicio de osadía contemporánea.
Con todo, lo que realmente atrapa de la historia no son sus aplastantes moralejas difuminadas, sino la riqueza descriptiva del paisaje vegetal, los avances de los supervivientes, el concepto de tribu y su evolución natural, la convivencia humana y su inclinación hacia los impulsos animales. Todo eso revaloriza una idea sencilla pero bien desarrollada y vestida de hermosos oropeles lingüísticos. Al final, el instinto es lo que prevalece y la lógica analítica pierde su validez cuando no hay medios ni instrumentos para desmenuzar la sociedad. A veces ni siquiera hay sociedad. Una historia espesa en detalles y frondosa en conceptos. Llévense el machete.

martes, 25 de octubre de 2011

Dioses comiendo moscas, de Jorge Biarge Fanlo, Sergio Perales Tobajas y Ernesto Sierra Sanz (1/3)

Introducción

Segundo malabarismo grupal de Jorge, Sergio y Ernesto sobre la misma cuerda literaria, con la ventaja de los años de entrenamiento juntos o por separado y la confianza que dan las arrugas cuando salen en compañía de los amigos.
Para este segundo compilado de cuentos se han tomado un tiempo suficiente para evolucionar y pulir su estilo, apostando por el continuismo realista, los equilibrismos futuristas o la concreción introspectiva.
Leí o escuché en algún sitio acerca de la naturaleza fantástica del libro. Discrepo absolutamente. O mejor dicho, matizo: Ernesto Sierra es fantástico; ya no por sus cualidades literarias. El cielo me libre a un pobre diablo como yo de valorar los méritos literarios de estos tres escritores. Decía que Ernesto es quién sostiene la parte futurista del volumen, el que bucea entre neones del mañana y artilugios difícilmente imaginables para el lector de hoy. La ciencia-ficción es patrimonio casi exclusivo del “tímido” del grupo, como él mismo se autodefinió en la presentación del libro en Fnac, no sé si con fines autobiográficos o vocación irónica. Incluso en “Phenomena”, escrito entre los tres, se nota quién sacó la idea de la manga. Si no fue Ernesto, influyó mucho en sus compañeros para que se la inventaran en su lugar.
Si en “Triángulo escaleno” era Sergio Perales el que más se desmarcaba del estilo de sus compañeros con su universo onírico, sus personajes fronterizos entre la vida y la muerte y la abstracción total de símbolos e ideas, en “Dioses comiendo moscas” el papel de nota discordante –que no malsonante– la pone Ernesto. Los relatos de Jorge Biarge navegan entre un océano de cotidianidades llevadas al extremo y ligeros goteos históricos revestidos de humanidad y sentimientos encontrados. En el caso de Sergio Perales también se alternan los escenarios contemporáneos con alguna secuencia sacada del ayer. Contrasta especialmente en su caso el cambio de registro entre su estilo anterior, críptico, difícil, laberíntico, simbólico, con su nueva manera de plasmar las inclinaciones literarias: descripciones generosas, personajes borrachos de nostalgia, constreñidos por la pasión, desenlaces inequívocos y universos mucho más reconocibles para el lector de a pie. Jorge, por su parte, sigue fiel a un estilo único, engalanado, reflexivo, rico en vocablos y de ligera vocación ensayística. ¿Quién dijo que no se podía opinar desde la ficción?
Antes de pasar a desmenuzar cada uno de los cortes de este maravilloso disco narrativo, quiero mostrar mi falta de discernimiento sobre el orden de los mismos. Futurismo al principio, presentismo salteado en medio y ligeros guiños al pasado en el final. La secuencia, sin embargo, no es cronológica. Ahí sobresale “La sed de Ícaro” para desmontar mi teoría temporal invertida. Tampoco podemos acogernos a la autoría: todo Ernesto de primero y Jorge y Sergio alternándose el segundo plato y el postre. Ni la longitud ni la temática aglutinan los cuentos. Si el orden obedece a algún patrón establecido, se escapa a mi razonamiento.
Ah, el prólogo es de Luis López Nieves, prestigioso escritor portorriqueño dos veces ganador del Premio Nacional en su tierra; la portada es de Patricia Calvano y las ilustraciones de Ismael Blasco. Me he tomado la licencia de tomarlas para mi crítica. Si desean más información sobre la obra, pinchen sobre el enlace:
http://www.grupoajec.es/index.php?option=com_sobi2&sobi2Task=sobi2Details&sobi2Id=170&Itemid=
Les dejo con un escáner literario de unos esqueletos de letras muy bien plantados. Sus padres los criaron bien. Si en algún momento se aburren de tanta paraliteratura, abandonen estas líneas y empiecen a comer moscas, se transformarán en dioses.


Última estrella fugaz, de Ernesto Sierra

Cuidado con lo que deseas. Podría hacerse realidad.
Las personas fantaseamos con lo imposible. Nos gusta imaginar cómo serían las cosas si pudiéramos doblegarlas a nuestro antojo, pintarlas de horrendos colores con trazos anárquicos y rasgar después la chapuza cromática. Así somos los humanos. Caprichosos. Frívolos. Fallidos.
Los personajes del primer relato de Dioses comiendo moscas son seres de esta naturaleza. Viven y tropiezan en su microcosmos futurístico con la misma torpeza que nosotros en la actualidad. Es terrible que la tecnología rellene el mundo de metal y circuitos electrónicos. Una y otros son fríos, inanes, inteligentes pero deshumanizados, perfectos pero vacíos.
En Última estrella fugaz la humanidad se muestra como una secuencia cíclica. Las preocupaciones que nos ahogan desde hace milenios siguen torturando nuestro devenir con las mismas posibilidades, pero con más recursos. Ernesto Sierra nos demuestra que la ciencia ficción, el progreso y los neones, sin cordura ni sensatez, son poco menos que pistolas cargadas en manos de niños de gatillo fácil. Pero no dejen que lo profundo de la moraleja les aparte de la belleza descriptiva del cuento. Imaginar un futuro próximo y pintarlo de palabras es un ejercicio de gran plasticidad. ¿Quién necesita pincel teniendo tan colorido repertorio? Para dibujar no siempre hace falta una paleta de ricas texturas.



Daguerrotipo, de Ernesto Sierra

Louis Daguerre creó en 1839 el primer aparato de exposición fotográfica, y Ernesto Sierra tituló a su segundo relato en Dioses comiendo moscas de esta guisa después de someter a sus personajes a abusivas ingestas de nostalgia y memoria con la eterna juventud como efecto secundario.
No se puede engañar a la muerte. Pero puede inyectársele botox hasta reventar. Lo malo es que a veces te queda la cara echa un cristo y las cuencas de la calavera rebosan toxina botulínica por todos los poros.
El protagonista del cuento decide parar el reloj biológico y estirar la existencia como si fuera un chicle boomer. Hasta aquí todo parece inquietantemente tentador. Pero Mary Shelley ya nos enseñó en El moderno Prometeo que jugar a ser Dios sólo puede salir de dos maneras: mal y peor. No queda muy claro si el destino del narrador es incierto o de una certeza desoladora, pero en todo caso su existencia queda cristalizada en un cuerpo que no envejece y una mente que se satura de memorias y pasados relucientes. El hombre dura lo que dura, poco, y si no supera el centenar de abriles tal vez sea porque nos han programado así, o porque la única fuerza capaz de alimentar un cuerpo marchito no son implantes milagrosos de nanotecnología avanzada, sino el más puro e intenso de los sentimientos, ése que aguanta hasta que la muerte nos separe y a veces incluso más. Como dijeron Farrokh Bursala, Brian Blessed y Christopher Lambert, “¿Quién quiere vivir para siempre?”


Phenomena, de Jorge Biarge, Sergio Perales, Ernesto Sierra

Jugar con cruceros de lujo en el tiempo es algo que todo futurista alucinado sueña, pero nunca antes habíamos presenciado el viaje como un ejercicio de introspección nostálgica y batalla de egos personales. Jorge, Sergio y Ernesto se embarcan en la difícil aventura de aderezar todos los condicionantes de tan manida receta dándole un toque personal y original. El yo se desdobla entre el hoy y el mañana del protagonista, en continua lucha por la supremacía del ser.
“Regreso al futuro” como nunca lo habíamos visto. Tal vez porque el retorno al pasado se desgaja desde una perspectiva novedosa, tomando el punto de vista del otro yo y no el propio, burlando el egocentrismo narrativo y propinándole unas buenas patadas en la autoestima. No hay nada más catárquico que recordarse uno mismo cuarenta años antes, o imaginarse cómo será ocho lustros después. A veces uno no tiene nada que ver con la sombra de lo que fue. El desenlace de la historia, para viajeros intrépidos y curiosos. Aquí no vamos a abrir más latas de spoiler.

sábado, 22 de octubre de 2011

¿El aplauso o el lujo?

Cuando veo a cantantes, actores, futbolistas, telebazofios, nobles, motoristas, modelos, bailarines, tenistas, presentadores y resto de personajes principales o secundarios del circo del ego, con sus domadores de leonas, equilibristas ebrios, payasos sin gracia, lanzacuchillos que lo clavan, hombres que se vuelven mujeres, enanos bufonescos, fieras corrupias, deformes contrahechos, bellas sin alma de neurona, feos por dentro y demás maravillas frikis de la caprichosidad natural…no puedo evitar pensar: ¿Están ahí por el dinero o por la fama?
Es evidente que nadie escoge el apartamento de la playa o el de la montaña si puede tener los dos. Eso mismo les pasa a mis amigos de arriba. ¿Por qué deberían elegir el reconocimiento público o la más hipócrita de las sonrisas en las tiendas de ropa cara si pueden tener ambos, al vulgo jaleando su nombre en un delirio eterno y coleccionar supercoches como si fueran micromachines?
Por abstracto que resulte, imaginemos que las dos circunstancias –ser rico y ser famoso–, tan íntimamente ligadas, fueran excluyentes una de la otra, que la riqueza trajera rechazo, como les pasa a los políticos, y que la popularidad fuera signo irrenunciable de pobreza, como debió sucederle deliberadamente a Sócrates.
El afecto masivo, la deificación incondicional, la idolatría universal ha sido el sueño secreto de muchos mortales. ¿Quién no ha deseado ser jaleado, querido y añorado como un héroe único e irrepetible? ¿Que igual regala sus preciosas sonrisas y su semblante divino a las muchedumbres hambrientas de magia, virtud y mitos? La gratitud colectiva parece el más excesivo de los delirios de grandeza, el más duradero baño en los turbios lagos del egocentrismo. Porque uno lo vale. Aglutinar el amor de todos. Sentirse un dios y poder perdonarle la vida a los pobres mortales que se humillan al paso. ¿Tentador?
Mucho, pero el plan B tampoco es desdeñable. ¿Se imaginan no planchar jamás una camisa? ¡Qué coño! ¿Pueden asimilar no ponerse jamás las mismas ropas dos veces? Poseer una casa en cada continente, cambiar de vehículo cada día como si fueran zapatos, no cocinar nunca, adquirir todo lo que la codicia humana pueda ofrecer, incluyendo petardeos varios, innumerables reverencias –a veces con final feliz–, compra de amigos, novias e hijos, censura de fotos y situaciones perniciosas para el interesado, vicios infinitos, y tantas excepcionalidades como puedan hacerse a cambio de un generoso puñado de euros. El dinero no da la felicidad. La compra a tocateja. Otra cosa es que luego no se sepa gestionar un índice de alegría con tantos ceros.
Ambos provocan caídas desbocadas cuando uno se tropieza desde tan arriba. Y la ostia es como para no recuperarse. Sobrevivir a un codicioso pasado multimillonario es muy complicado. Todo cuanto estaba antes al alcance de la mano sólo puede imaginarse después. Y sentir el cariño indiscriminado de enfervorizados que se harían el hara-kiri con un boli bic con una mirada tuya, y perder de repente tamaña inversión de querencia generalizada, puede enloquecer a cualquiera y destapar sus miserias hasta que la soga, la cuchilla, los barbitúricos o la ventana otorguen merecido descanso al ídolo caído en una ciénaga de excrementos movedizos. Perder la fama de un plumazo como si lo exigiera el guión debe ser absolutamente insoportable. De hecho muchos no lo superan nunca. Nosotros podemos estar contentos. Con suerte, nunca nos veremos en una de esas horribles tesituras. En la de las perras tampoco.

martes, 18 de octubre de 2011

Lo sé de buena tinta

Elena no se quitó el bikini. Cierto que estaba empapada y el agua de la poza amenazaba con criocristalizarse sobre su suavidad cutánea, pero el trayecto hasta el hotel era escaso. Si acaso 10 km en coche. Por eso se abrazó a la toalla y subió al vehículo. Se cambiaría en la intimidad de su habitación. El viaje no tomaría más de seis minutos, pero la Guardia Civil ralentizó el momento. La Benemérita hizo parar a Miguel. Buscaban terroristas y arquitectos de goma dos. El agente invitó a la pareja a salir del coche. Miguel vestía cortos y camiseta. Elena bikini y toalla escotera. “Parece que las etarras van mejorando”, pensó el cabo. Miguel no encontraba la documentación del coche. Tampoco el agente mientras rebuscaba en el maletero metralla y dinamita. Elena se malsujetaba la toalla en torno a sus curvas. Pero la tela se resbalaba. El cabo sudaba en frío. Elena se moría de vergüenza. Le faltaban catorce manos y le sobraban ocho miradas. Miguel encontró lo que buscaba. No eran explosivos, eran papeles. El coche estaba en regla. La Guardia Civil les dejó marchar. El pudor, la risa y la vergüenza no se fueron.

Elena le contó la aventura a Marisita: “Jo, qué fuerte, tía. Estábamos en una poza en el Pirineo. Íbamos directos al hotel. Pues dije, “para lo que queda no me quito el bikini. Ya me cambiaré allí”, ¿sabes? Y nos para la Guardia Civil. Y yo con la toalla que se me caía. Y Miguel que no encontraba los documentos. El cabo buscando bombas. Y el guardia venga a mirarme. Y yo, “por favor que encuentre Miguel la tarjeta del vehículo”. Al final nos dejaron marchar. Qué vergüenza, tía.”

Marisita le narró la anécdota a Crisp y a la Puff: “El Miguel y la Elena, que lo estaban haciendo en un pozo y les pilla la Guardia Civil. Les sacan de ahí y les revisan el coche. Buscaban explosivos. Y como no les dejaban marcharse Elena tuvo que quitarse la toalla. Los polis aplaudieron y se fueron supercontentos.”

La Puff habló con Pasju y le relató el notición: “Pascual Julián, que Elena y Miguel son terroristas. Les han pillado montando una bomba en un pozo del Pirineo. Los han detenido y los iban a meter un puro pero entonces Elena se desnudó y se dio un revolcón con el escuadrón de los Geos y les dejaron marchar.”

Pasju rajó de lo lindo con Vertedera: “Ayyyyyyyyyy, pobre Miguel. Elena es etarra. Él se dio cuenta y llamó al ejército. Cuando vino la división de emergencia resulta que estaban compinchados. Le dieron una paliza a Miguel y le inculparon de preparar seis bombas y esconder material explosivo en un zulo bajo una poza. Encima Elena es ninfómana y se pasó por la piedra a los 35 militares corruptos que vinieron. Además obligaron a Miguel a verlo.”

El periódico de Perdiguera abrió al día siguiente con un bombazo informativo: “Detenido un vecino de Leciñena por terrorismo, proxenetismo y trata de blancas. El inculpado prostituía a su novia con los mossos de escuadra a cambio de pasar goma dos impunemente en un pozal”.

miércoles, 12 de octubre de 2011

¿Qué no tienes Facebook?

¿Y Twitter tampoco? ¿tuenti? ¿hi5? Pero, ¿de qué caverna platónica has salido? ¿Cómo puedes vivir en este mundo y no estar en ninguna red social que se precie?
No, no tengo Facebook ni falta que me hace. No necesito contar a mis amigos que hoy se me ha roto una uña, que mi bebé caga pelotas azules o que se ha muerto el abuelo de la montaña. Bien por trivial, por escatológico o por delicado, no parece el mejor tablón de anuncios del mundo virtual o real.
Hace once años me rendí ante el móvil. Sólo puedo aducir que fue una derrota impepinable: incomunicado durante cuatro noches y cinco días, sin cabinas a mano y sin un minuto de ocio. Aquel verano de prostitución laboral me gasté el primer sueldo en un par de teléfonos duados Alcatel Zapato y les sacamos muchísimo partido. Nada fue lo mismo desde entonces.
Hoy puedo presumir que no soy un esclavo del móvil. Está conectado 24 horas y raro es que suene más de dos veces al día, en ocasiones ni eso. Como busca cumple su función. No tenemos sexo ni le he prometido amor eterno. Cuando no responde a mis escasas demandas lo cambio por otro. El último es un cutrimóvil para tontos o jubilados, sin chuminadas ni pantallas táctiles coñazos para enganchar a los ninis. Procuro llamar poco y me da una pereza inmensa devolver un mensaje.
El ordenador es otra cosa. Me tiene pillado como radio, biblioteca infinita, máquina de escribir, tienda de discos, mapa de carreteras, correo digital, ventana al mundo, almacén de zarrios virtuales, periódico online y fuente de la eterna desinformación. Me costaría vivir sin mi dosis de blog diaria o semanal.
Pero Facebook… eso es otra historia. No le veo la gracia a comentar cosas con gente a la que verás al día siguiente, gastando tu preciosísimo tiempo en lugar de emplearlo en abrir emails estúpidos de cadenas de solidaridad discapacitoria o amor incondicional a las personas que más quieres. Esto último me parece un ejercicio gratuito y barato de falta de originalidad. La red social al menos te sirve para compartir un trozo de tu mundo y cotillear perversamente el de los demás. Allá tú. En mi casa se ve Telecinco. Nadie es perfecto, que decía Joe E. Brown a Jack Lemmon.
La especie humana camina hacia el progreso con una absoluta dependencia de sus mejoras tecnológicas. Los ipad, ordenadores, webcams, blueteeth, gepeeses, móviles, licuadoras, casas domóticas y pañales con disco duro se nos están comiendo. Llegará un momento en que no sabremos arribar a Cuenca sin el Sistema de Posicionamiento Global –o brújula para idiotas–, ni reconocer nuestras propias faltas de orticultura si no las subraya Microsoft Word, ni dibujar sin Corel Draw o entretenernos sin electricidad o microchips. ¿Alguien sabe aún hacer restas con llevada a pelo?

jueves, 6 de octubre de 2011

Simplicidad mujeril

Soy un hedonista de la psique bajo los efectos de las sustancias y sus revelaciones oníricas y alucinatorias. Vivo en un mundo que trasciende las convenciones de éste.

Para vosotros las féminas son retorcidas y multipoliédricas, sutiles y eficaces. Eso os pasa porque no viajáis en la mente como yo. Basta con rendirse al alcohol, doblegarse a María o invocar a las píldoras. Entonces todo es diferente. Las mujeres también.
Lo cierto es que no huelen una. Si les das una patada bajo la mesa para que no cuenten eso tan indiscreto no hacen sino quejarse: ─¡Ay, cuqui, que me has dado un puntapie! Que estaba contando cuando te operaron de hemorroides de caballo─. Si te has hecho la depilación láser integral y te presentas ante ella no se le ocurrirá otra cosa que decirte que estás echando tripa. Si insistes en que no puedes comer con su madre porque tienes partido, la chica rasgará tu coartada recordándote que juegas a las ocho. Así son ellas.
Y si pasas el aspirador mientras tu querida plancha podrás comprobar que ha quitado las arrugas imposibles de tu camisa de paño en el tiempo que tú has devorado 105 metros de pelusas. Cose perfecto, pero tarda seis horas en fijar un botón. Friega hasta volver transparente el vaso tintado, pero no tendrá tiempo de lavar ningún vajillo más. Y para hacer una tortilla de concurso manchará más cazuelas de las que caben en una tienda de menaje. Así son: impecables, pero eternas.

sábado, 1 de octubre de 2011

Paredes de papel (60 gr.) (3/3)

La madre de Pollo trabajaba hasta las diez aquella tarde. Su padre estaba devorando solitarios en el ordenador, aunque siempre argumentaba que el trabajo se le comía.

POLLO: Ko, papá, tenemos que hablar, ko.
PADRE: ¡Hombre, si está aquí el capitán Granos!
POLLO: Ko, papá, que no me llames así, ko.
PADRE: Hombre, pues tú dirás cómo te llamo, paella. Ja, ja, ja.
POLLO: Ko, eso menos, ko.
PADRE: Que no digas ko todo el rato, hombre, que ya te he dicho que no me gustan las mulatillas, hombre.
POLLO: Ko, no lo puedo evitar, ko, papá, ko.
PADRE: Hombre, cómo va a hablar bien mi hijo con esa cara de arroz que tiene, hombre.
POLLO: ¡Papá, koo!
PADRE: Hombre, ya lo dejo, hombre, pero no digas más mulatas.
POLLO: Tenemos que hablar de hombre a hombre, ko.
PADRE: Hombre, de hombre a pichón, querrás decir, hombre. Venga, hombre, suéltalo ya por ese pico de oro, aguilucho, hombre.
POLLO: Ko, que me me palo, ko.
PADRE: Ala pues, hombre. Déjame pues que voy a seguir con el solit…trabajo de la empresa, hombre. Que algunos también echamos la tarde currando, hombre.
POLLO: Ko, pero insiste un poco, que quiero decirte algo, ko, papá.
PADRE: Hombre, pues si quieres hablar, habla, hombre. Y deja ya las mulatillas, hombre.
POLLO: Ko, que se os oye todo y no me dejáis dormir, ko. Ya está ko, ya lo he dicho, ko.
PADRE: Hombre, pero ¿qué me estás contando, hombre?
POLLO: Que os oigo darle por las noches, ko. Que me parece muy bien lo que hagáis, ko, pero que no dejáis dormir.
PADRE: Hombre usted, pe…pero pichabrava, ¿quién cojones eres tú para estar escuchando a tus padres, hombre? ¿Pero te cruzo la cara o te reviento la cabeza, niñato de los cojones? ¡Hombre ya!
POLLO: Ko, papá, que no me amenaces, ko. Que la culpa es tuya, que mamá no quiere encima, ko. Que lo sabe ya todo el vecindario que hacéis un ruido del carajo, ko.
PADRE: ¡Hombre, a ver si ahora va a resultar que un mierdacrío me va a decir a mí cuando se folla en esta casa y en que postura, hombre! ¡Será posible, hombre!
POLLO: Ko, a mí no me grites que ya no soy un crío, ko. Si te jode que te oigan no le des tanto tute al colchón, o aprovecha al medio día que no molestas, ko.
PADRE: Per…, pero, ¡hombre!
POLLO: Ko, deja ya de decir hombre, ko. Tanto que hablas de las mulatas y tú no paras de usarlas, ko.
PADRE: Hombre, pues ya que estamos así de sinceros te voy a decir cuatro cosas, hombre.
POLLO: Ko, no me taladres, ko. Sólo quiero dormir que al día siguiente voy al instituto, ko.
PADRE: Hombre, ¿y yo no voy a currar todos los días para que el príncipe azul tenga un ipod y las zapatillas de marca? Hay que joderse, hombre, con el pichabrava.
POLLO: Vale, ko, valeeeeeeeee.
PADRE: No, no vale, hombre. Lo primero: follo cuando me da la gana que para eso estoy en mi casa, pagando la hipoteca de mi bolsillo, y con mi mujer, hombre. Segundo: me pongo en la postura que me da la gana que para eso pago yo la hipoteca levantándome todos los días a las seis de la mañana, hombre.
POLLO: Ya, ko, yaaaaaaa.
PADRE: No, hombre, no. Hasta que no acabe, te callas ya, hombre, Jorge Carlos.
POLLO: Ko, me llamo José Carlos, ko.
PADRE: Lo que sea, hombre. Cállate y déjame hablar, hombre. Lo del nombre es lo de menos, José Luis, hombre. Cuarto: “Se cree el ladrador que todos son de su clasificación.”
POLLO: Ko, ¿y eso que quiere decir, ko?
PADRE: Hombre, pues que el que hace algo cree que todos lo hacen igual, hombre. Que nosotros también te oimos a ti, zagal, dándole a la zambomba a todas horas como si fueras un mono, hombre.
POLLO: Ko, qué dices, ko.
PADRE: Que no digas criollas, hombre.
POLLO: ¿Ko, que estás diciendo, ko?
PADRE: Que tu madre y yo estamos hartos de que te pegues los días pelando la pava en lugar de estudiar, hombre. Que haces un ruido del carajo, hombre. Que si el grifo por aquí, la revista por allá, los videos del ordenador, Juan Carlos, hombre, que no estamos sordos y sabemos lo que tienes entre manos, hombre.
POLLO: Ko, pero, ko, ¿hace cuánto que lo sabéis, ko? ¿Eh, ko? ¿Ko?
PADRE: Que no digas más maletillas, hombre. Hombre, pues unos cuantos años, pichica brava. Que no te digamos nada no significa que no nos enteremos, hombre.
POLLO: Ko, pero, ko, ko, pero ko, esto no está pasando, ko.
PADRE: Que dejes ya los coletazos, hombre, tanto ko y tanta gallina hormonada, hombre.
POLLO: Ko, que no sabía que lo sabíais, ko.
PADRE: Pues mira a ver si te cortas un poco, hombre, que tu madre no puede dormir la siesta, hombre. Y además me dice que no te diga nada que estás en una edad difícil. Difícil los cojones, hombre ya, tanto criajo pajero y tanta hostia ya, hombre.
POLLO: Ko, lo siento…ko.
PADRE: Sobre todo el volumen de las pelis, pichabrava, que gritan mucho las zorrys, hombre.
POLLO: Ko, vale, ko, déjalo que me muero de vergüenza, ko. ¡Papá, ko!
PADRE: Hombre, qué, Jesús Carlos, hombre.
POLLO: Ko, de esta conversación a mamá ni pío, vale, ¿ko?
PADRE: Hombre, por favor, nada de nada. Esto es una charla de hombres, hombre.
POLLO: Vale, ko, pues ya pondré el ordenador sin volumen, ko.
PADRE: Bien, hombre, y yo intentaré hacer menos ruido si tienes colegio, hijo, hombre.
POLLO: Ko, que es instituto, pero que es igual, ko.
PADRE: ¿No vas a quinto de primaria, hombre?
POLLO: No, ko. Tercero de ESO, ko.
PADRE: Y los pijamas, hombre, Julián Carlos, que tu madre dice que se pasa todo el día con la lavadora puesta, hombre.
POLLO: Ko, vale, ko, no me lo digas más, ko.
PADRE: Adiós, hijo, José Calixto, hombre, y no digas coletazos.
POLLO: Creo que se dice coletas, ko, papá, ko.
PADRE: Lo que sea, hombre, lo que sea. Y modérate un poco con el chat, hombre, que me salen niñas en porretas cada dos por tres, hombre.
POLLO: Vale, ko, vale.

Azorado y ruborizado hasta inventar el color encarnado, Pollo no sólo no montó el ídem sino que se lo montaron a él, y tragó vergüenza hasta que se le murieron las pulsiones en los siguientes dos meses. La mañana siguiente a su primera charla “entre hombres” con su padre, completó el episodio con un discurso de agradecimiento a Ganso.

GANSO: Che, vos hablaste con tu papá, ¿sí? ¿Por qué no me contás?
POLLO: Ko, VETE A LA MIERDA, ko.