Cuando veo a cantantes, actores, futbolistas, telebazofios, nobles, motoristas, modelos, bailarines, tenistas, presentadores y resto de personajes principales o secundarios del circo del ego, con sus domadores de leonas, equilibristas ebrios, payasos sin gracia, lanzacuchillos que lo clavan, hombres que se vuelven mujeres, enanos bufonescos, fieras corrupias, deformes contrahechos, bellas sin alma de neurona, feos por dentro y demás maravillas frikis de la caprichosidad natural…no puedo evitar pensar: ¿Están ahí por el dinero o por la fama?
Es evidente que nadie escoge el apartamento de la playa o el de la montaña si puede tener los dos. Eso mismo les pasa a mis amigos de arriba. ¿Por qué deberían elegir el reconocimiento público o la más hipócrita de las sonrisas en las tiendas de ropa cara si pueden tener ambos, al vulgo jaleando su nombre en un delirio eterno y coleccionar supercoches como si fueran micromachines?
Por abstracto que resulte, imaginemos que las dos circunstancias –ser rico y ser famoso–, tan íntimamente ligadas, fueran excluyentes una de la otra, que la riqueza trajera rechazo, como les pasa a los políticos, y que la popularidad fuera signo irrenunciable de pobreza, como debió sucederle deliberadamente a Sócrates.
El afecto masivo, la deificación incondicional, la idolatría universal ha sido el sueño secreto de muchos mortales. ¿Quién no ha deseado ser jaleado, querido y añorado como un héroe único e irrepetible? ¿Que igual regala sus preciosas sonrisas y su semblante divino a las muchedumbres hambrientas de magia, virtud y mitos? La gratitud colectiva parece el más excesivo de los delirios de grandeza, el más duradero baño en los turbios lagos del egocentrismo. Porque uno lo vale. Aglutinar el amor de todos. Sentirse un dios y poder perdonarle la vida a los pobres mortales que se humillan al paso. ¿Tentador?
Mucho, pero el plan B tampoco es desdeñable. ¿Se imaginan no planchar jamás una camisa? ¡Qué coño! ¿Pueden asimilar no ponerse jamás las mismas ropas dos veces? Poseer una casa en cada continente, cambiar de vehículo cada día como si fueran zapatos, no cocinar nunca, adquirir todo lo que la codicia humana pueda ofrecer, incluyendo petardeos varios, innumerables reverencias –a veces con final feliz–, compra de amigos, novias e hijos, censura de fotos y situaciones perniciosas para el interesado, vicios infinitos, y tantas excepcionalidades como puedan hacerse a cambio de un generoso puñado de euros. El dinero no da la felicidad. La compra a tocateja. Otra cosa es que luego no se sepa gestionar un índice de alegría con tantos ceros.
Ambos provocan caídas desbocadas cuando uno se tropieza desde tan arriba. Y la ostia es como para no recuperarse. Sobrevivir a un codicioso pasado multimillonario es muy complicado. Todo cuanto estaba antes al alcance de la mano sólo puede imaginarse después. Y sentir el cariño indiscriminado de enfervorizados que se harían el hara-kiri con un boli bic con una mirada tuya, y perder de repente tamaña inversión de querencia generalizada, puede enloquecer a cualquiera y destapar sus miserias hasta que la soga, la cuchilla, los barbitúricos o la ventana otorguen merecido descanso al ídolo caído en una ciénaga de excrementos movedizos. Perder la fama de un plumazo como si lo exigiera el guión debe ser absolutamente insoportable. De hecho muchos no lo superan nunca. Nosotros podemos estar contentos. Con suerte, nunca nos veremos en una de esas horribles tesituras. En la de las perras tampoco.
Por abstracto que resulte, imaginemos que las dos circunstancias –ser rico y ser famoso–, tan íntimamente ligadas, fueran excluyentes una de la otra, que la riqueza trajera rechazo, como les pasa a los políticos, y que la popularidad fuera signo irrenunciable de pobreza, como debió sucederle deliberadamente a Sócrates.
El afecto masivo, la deificación incondicional, la idolatría universal ha sido el sueño secreto de muchos mortales. ¿Quién no ha deseado ser jaleado, querido y añorado como un héroe único e irrepetible? ¿Que igual regala sus preciosas sonrisas y su semblante divino a las muchedumbres hambrientas de magia, virtud y mitos? La gratitud colectiva parece el más excesivo de los delirios de grandeza, el más duradero baño en los turbios lagos del egocentrismo. Porque uno lo vale. Aglutinar el amor de todos. Sentirse un dios y poder perdonarle la vida a los pobres mortales que se humillan al paso. ¿Tentador?
Mucho, pero el plan B tampoco es desdeñable. ¿Se imaginan no planchar jamás una camisa? ¡Qué coño! ¿Pueden asimilar no ponerse jamás las mismas ropas dos veces? Poseer una casa en cada continente, cambiar de vehículo cada día como si fueran zapatos, no cocinar nunca, adquirir todo lo que la codicia humana pueda ofrecer, incluyendo petardeos varios, innumerables reverencias –a veces con final feliz–, compra de amigos, novias e hijos, censura de fotos y situaciones perniciosas para el interesado, vicios infinitos, y tantas excepcionalidades como puedan hacerse a cambio de un generoso puñado de euros. El dinero no da la felicidad. La compra a tocateja. Otra cosa es que luego no se sepa gestionar un índice de alegría con tantos ceros.
Ambos provocan caídas desbocadas cuando uno se tropieza desde tan arriba. Y la ostia es como para no recuperarse. Sobrevivir a un codicioso pasado multimillonario es muy complicado. Todo cuanto estaba antes al alcance de la mano sólo puede imaginarse después. Y sentir el cariño indiscriminado de enfervorizados que se harían el hara-kiri con un boli bic con una mirada tuya, y perder de repente tamaña inversión de querencia generalizada, puede enloquecer a cualquiera y destapar sus miserias hasta que la soga, la cuchilla, los barbitúricos o la ventana otorguen merecido descanso al ídolo caído en una ciénaga de excrementos movedizos. Perder la fama de un plumazo como si lo exigiera el guión debe ser absolutamente insoportable. De hecho muchos no lo superan nunca. Nosotros podemos estar contentos. Con suerte, nunca nos veremos en una de esas horribles tesituras. En la de las perras tampoco.
Sí. Como decía aquél: "Me gusta ser mediocre...duermo mejor" ;)
ResponderEliminarFabulosa argumentación sobre las diferencias entre el poder adquisitio y el PODER, a secas :)
Un abrazo!!!
Creo que el dinero prevalece. Sentirse querido siempre por la gente es imposible, e incluso cualquier disidencia en ese afecto momentaneo puede suponer una cargaatroz. Supongo. El ego, a la larga, es completamente imposible de saciar. El afán de dinero, casi lo mimso...pero casi.
ResponderEliminarInteresante reflexión, un saludo :)
Si tuviera que elegir, sin duda me quedo con lo de ser asquerosamente rico... ya me encargaría de contratar a alguien que me idolatrase ;P
ResponderEliminardirty saludos¡¡¡¡¡
Una duda eterna, eso mismo en mi sector pensarían en su día personas como Emma García, una periodista que empezó de reportera haciendo buenos trabajos y ha terminado presentando programas como "Mujeres y hombres y viceversa", o Pipi Estrada, un excelente periodista de deportes en la radio que ahora colabora para dicho programa.
ResponderEliminarYo les admiro como profesionales, pero como muchos, han terminado optando por un trabajo mucho más cómodo y que da mucho más dinero pero menos ético y serio (Al final es lo que harían muchos si tienen esa oportunidad que te permite trabajar sentadito en un plató antes que pudriéndote de frío en la calle esperando a que el cámara te de la señal, y que además está llena de ceros en el cheque).
La cuestión es saber dónde está la delgada linea que separa el tener un trabajo más cómodo con más dinero y fama, de la ética profesional (Por ejemplo, Telecinco se ha pasado llevando a uno de sus programas a la madre de un presunto cómplice de asesinato, creo que siempre hay que tener bien presente esa línea para no saltársela nunca).
Manu UC.
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