viernes, 28 de octubre de 2011

Dioses comiendo moscas, de Sergio Perales Tobajas, Jorge Biarge Fanlo y Ernesto Sierra Sanz (2/3)

Dentro de algo pequeño, de Ernesto Sierra

El progreso trae a veces contradicciones aparentes, paradojas socarronas, guiños del destino. Sólo así se entiende que la tecnología supere el desamor a golpe de robótica y naufrague estrepitosamente ante las plagas de la postmodernidad, sean del tipo que sean.
La historia nos vuelve a ubicar en un futuro cercano, deshumanizado y tiranizado por los mismos males de siempre: la dependencia emocional, el asesinato del amor a manos del matrimonio y la rutina, las segundas oportunidades y las enfermedades terminales que lo arruinan todo irreversiblemente, recordándonos que lo único invencible es la muerte, y que pudimos haber vivido nuestra infelicidad de un modo mucho más beneficioso. De fondo aparecen las referencias a Rick Deckard y Rachael jugando a la familia feliz. Ernesto también reflexiona sobre la soledad, los vínculos afectivos y la fidelidad, estableciendo un sutil enfrentamiento entre las emociones humanas y las robóticas. ¿Adivinan quién gana?


Abecedario, de Ernesto Sierra

En Dioses comiendo moscas abundan los malabarismos estructurales, la ruptura de convenciones formales y las casas construidas por el tejado. El resultado en Abecedario es desigual, porque consigue un texto rico en complejidad argumental, pero difícil de comprender para el espectador: demasiados personajes, muchísimos datos, y excesivos cabos por atar. La historia, con todo, promete. Una segunda lectura ha de sacarme de un montón de dudas.
Desisto. Perdónenme, arrastren mi nombre por el fango, humillen mi memoria y mancillen a mis vástagos, pero no he concluido Abecedario la segunda vez. Las tramas confluían, los personajes se entrelazaban, las letras parecían formas palabras con sentido, pero algo faltaba: coger un papel y escribirlo todo; asociar hechos; unir cabos. No pienso hacerlo. Me ha dejado buen sabor, pero no voy a estudiar el relato, no voy a realizarle una autopsia. No sería justo con mi crítica. Tan sólo quería mirarlo a los ojos y entender su esencia. Al final, solamente la he intuido.



Metamorfosis para todos los públicos, de Sergio Perales

Una de las cosas que separa a un escritor de un aficionado a algo es la manera de describir una misma realidad. Sergio Perales –a saber de dónde habrá salido éste– afronta la tauromaquia con la pasión de un escultor de palabras: contenido, estético, descriptivo hasta el detalle, firme, manejando el ritmo y preparando la faena hasta su inevitable desenlace, que por otra parte sí se puede evitar, o cambiar por otro. Admitiré que he seguido las instrucciones y me he negado a leer la opción A –yo aposté por la B– y quedé muy complacido.
Hay corridas que pueden marcar la historia. También las de toros. La de Mezquino pudo ser una de ellas. No tanto por su final al estilo de “Elige tu propia aventura” como por el olor de las farias en la plaza, el murmullo y caspa del respetable, el sabor a tradición de cada envite, y las voces enardecidas de los acólitos del dios-toro.


Estado Vertical, de Sergio Perales

Cuánto recuerda la sociedad vertical a los delirios ochentaycuatronescos de George Orwell, con sus verdades ocultas a las masas, con esa obsesión con el control y el poder.
Se dice que una de las fuerzas más imparables es la palabra. En Estado Vertical cobra vida física y se reparte y raciona como moneda de cambio: tanto tienes, tanto puedes hablar, en el sentido más “literal” de la palabra.
Los medios de comunicación de masas son los grandes tiranos de los tiempos que vivimos. No resulta difícil imaginar un mundo distópico en el que se reparte al gusto del poderoso. La información es el último tesoro del hombre contemporáneo, y el lenguaje el más perfecto código de transmisión de todos esos datos, a excepción frecuente de la imagen. Por eso, que se discrimine su uso y se censuren términos que revelan o desnudan realidades supone la más obscena de las prohibiciones. En Estado Vertical no se esconden los paisajes, sólo se castigan sus descripciones. De ese modo no queda otra que visitarlos por uno mismo y dejar el veto a la altura del precio de la arena del desierto.
Apocalíptico, sociológico, insostenible, impepinable. Un “must” dentro de este universo de deidades tragadípteros.


Griticultor, de Jorge Biarge

Lo primero que a uno le viene a la cabeza, con semejante comienzo y la ilustración de “Justino, un asesino de la tercera edad”, es que el acechador es un labriego jubilado y que la barra de hierro que empuña es una azada de las de mala hierba para acallar aullidos. Seguro que el pobre hombre quedó tarado de por vida oyendo chillar a los tocinos cuando les enfundaban una gargantilla de filo y cuchillo en la garganta.
Pero no del todo. El macabro personaje tiene sus similitudes, pero no es sino un vecino pausado, homofóbico y necesitado de silencios. De seguro en su otra existencia portaba tiza en secundaria o rumiaba padrenuestros en un monasterio monacal.
Jorge traspasa la barrera del narrador protagonista y se enchufa el traje de escritor-testigo, rol que ninguno de los relatos anteriores nos ofrecían nuestra tríada de plumas. Hasta ahora el prota nunca era la voz de su creador. Aquí el autor se viste de secundario y contempla una relación de amor imposible con semejantes vecinos. Embarca, además, a Sergio y Ernesto en su aventura literaria y les depara buenos y placenteros encuentros con el amor y el desenfreno. Saquen sus propias conclusiones. Pero si hacen el amor o follan, eyaculen en silencio.


Ciudad Jardín, de Jorge Biarge

Cómo sacar lógica de una situación surrealista, o manual de realismo desde un punto de partida indiscutiblemente absurdo. Jorge Biarge arrastra a sus personajes a la aventura de su vida, los zarandea por la involución humana y concluye que la civilización no es necesariamente el mejor lugar para vivir. Admitir que el progreso no es sino una tremenda forma de esclavitud y alienación no deja de resultar un ejercicio de osadía contemporánea.
Con todo, lo que realmente atrapa de la historia no son sus aplastantes moralejas difuminadas, sino la riqueza descriptiva del paisaje vegetal, los avances de los supervivientes, el concepto de tribu y su evolución natural, la convivencia humana y su inclinación hacia los impulsos animales. Todo eso revaloriza una idea sencilla pero bien desarrollada y vestida de hermosos oropeles lingüísticos. Al final, el instinto es lo que prevalece y la lógica analítica pierde su validez cuando no hay medios ni instrumentos para desmenuzar la sociedad. A veces ni siquiera hay sociedad. Una historia espesa en detalles y frondosa en conceptos. Llévense el machete.

3 comentarios:

  1. Si el libro es tan bueno como la critica merece la pena

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  2. La crítica es colosal. Pero para que una crítica sea colosal sólo puede haber un origen que la sustente: en este caso, este libro. Doy fe. Una pasada.

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