Las siguientes noches
descubrieron nuevos vicios del recién llegado. Y no sólo en las pernoctas. Una
mañana el hombre se asombró, al despertarse, de no verse entorpecido por el
dichoso cojín. Su alegría, sin embargo, se tornó susto en cuanto ganó la cocina.
¡El almohadón estaba desayunando en su silla! ¡Y para colmo, estaba usando su
taza de Dora la
Exploradora! El pobre Alin le hubiera cantado las cuarenta de
buena gana, pero recordó la tranquilidad y comodidad que el bicho había traído
a su querida mujer, y dio por bueno el abuso de confianza. A ver si le decía
algo y se marchaba. ¡Estonces sí que le caía una gorda!
Mientras retorcía su llave
inglesa contra la junta de la culata de un Citroen de la guerra, el rumano
intentó quitarle yerro al incidente. Por eso, cuando arribó a casa, irrumpió
con la mejor de sus sonrisas y la actitud del que no quiere montar en cólera.
Se metió en la ducha tras darle un besito a la tripa y a la boca de Yordanka, y
se fundió con el ardiente vapor quitagrasas de su mampara saunística. Salió
todavía mucho más relajado. Ni siquiera había visto al maldito cojín. Pero
cuando estaba ahí fuera, chipiando el felpudo y rebuscando su albornoz, todo
cambió.
–Ah, nada, lo lleva el cojín de
lactancia. Es que tenía frío.
–¡Pero cielo, que estoy
chorreando!
–Anda, hijo que te ahogas en un
mar de dudas. Pues coge el mío y ya está.
Alin se vistió con la prenda
recomendada mientras bufaba y mascullaba en voz baja. No quería enfadarse con
Yordanka. Bastante tenía con las hormonas y la tripa. El albornoz le llegaba
por encima de las rodillas y no podía cerrarlo, de modo que el cinturón dejaba
una erótica raya vertical de carne que abarcaba desde el cuello hasta las
calandracas. Sólo quedaban dos meses. Debía ser paciente.
Y lo fue. Marius nació cuando no
había cumplido ni un día de vida y todo eran parabienes y bendiciones
celestiales y familiares. Nadie se acordaba en la clínica del cojín de
impertinencia.
Pero todo lo bueno se acaba, y la
nueva familia feliz tuvo que volver a la realidad de su casa. Y ahí el cojín se
hizo mucho más que fuerte. Se volvió imprescindible. A Yordanka le gustaba
dormir agarrada a él, aunque ya no hubiera tripa que descansar. Y por supuesto,
el muy baboso se apuntaba a todas las tomas de leche, oteando y tocándolo todo
desde su privilegiada posición, y con intenciones mucho menos honorables que
las meras necesidades alimenticias del pequeño Marius.
Toda una tragedia familiar e irracional! ja ja ja ja....Hay que ver las cosas que pasan en los hogares, jamás podría imaginar viendo a Alin trabajando en el taller todo lo que se cuece en su casa, ¡jamás!...
ResponderEliminar(Sigue en negro...)
Un abrazo Drywater!
Jajaja, el cojín sigue haciendo de las suyas. Tiene desquiciado al pobre Alin.
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