Miguel apagó la tristeza y se
dispuso a reiniciarse el alma. Debía dar lo mejor de sí mismo y convencer a los
demás de que aquello era real. Por eso se levantó pronto, preparó el equipo y
conquistó la calle Alfonso. Los camiones de basura eran como mamuts de metal,
pero él los ahuyentó con su aire de afanosidad.
Se maquilló a conciencia: sus
ojos grises perdieron contraste frente al metalizado de plata de la pintura; su
barba negra se hizo destellos argénteos; sus trapos de taparrabos tornaron
ceniza. Su aspecto hippie hizo el resto. Si no era el hijo de Dios crucificado
en vida y transformado en estatua, se le parecía mucho.
–Y que lo digas –respondió su
colega–. Le voy a echar un euro.–Joder, tío, no te herniarás.
–Pues depende de cuanto me agache
–contestó el otro a modo de broma.
Hacer de estatua puede parecer un
trabajo fácil, pero tiene su aquel. En el mejor de los casos, el mimo debe
permanecer impasible durante mucho tiempo, y sólo la recompensa del tintineo
monetario sobre su canasto de óbolos permite ciertas licencias, como
reverenciar a la generosa niña o al curioso pequeño. En caso contrario, todo
artista callejero que se precie debe quedarse literalmente petrificado o –según
se mire– metálicamente solidificado.
A mí no me parece un trabajo
fácil. Son muchas horas, pocas garantías salariales y cero cobertura sanitaria.
Por no hablar de prestaciones por desempleo o enfermedades laborales. Eso sí,
es de los pocos trabajos donde te pagan por no hacer nada. El problema es que a
veces esa improductividad es demasiado literal. El inmovilismo absoluto es lo
más cansado del mundo.
La noche echó el toldo hacia la
hora convenida. Era azul oscuro con estrellas bordadas y una media luna
preciosa, pero las farolas brillaban tan refulgentes que no se apreciaba nada
de lo anterior. Miguel volvió de la ronda de los vinos. Los caldos que se le
escurrieran por la barbilla hasta el torso desnudo le habían decolorado la
pintura gris plomo hasta volverla chicha. Llegó hasta su puesto, recogió el
canasto repleto de perras, se encasquetó la estatua bajo el brazo y se marchó a
casa. Qué duro era ser mimo de los que no se mueven.
Genial. Me ha encantado.
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ResponderEliminarMe encantan los mimos, y no sé porqué pero a veces me pone triste observarles. Tampoco creo que sea un trabajo fácil como bien dices...Y por supuesto,coincido con Víctor, me ha encantado tu relato, tiene sensibilidad y no está mal acordarse de los mimos que trabajan por nuestras calles, ya que despiertan emociones en nosotros, así como quién no quiere la cosa, mientras pasas o paseas...
ResponderEliminarUn abrazo Drywater
Creo es díficilisimo ser mimo, ¿en qué piensan mientras permanecen inmóviles? hay que tener un mundo interior muy grande y ser capaz de abstraerse de lo que te rodea para poder cumplir con eficacia.
ResponderEliminarPara mí merecen todo el respeto del mundo, lástima que como dices, ni tienen seguridad social ni nada les garantiza algo más que unas cuantas monedas cada día.
Creo que condensan la belleza de lo quieto en un mundo rápido e imparable.
Salud.