Marta recorría los pasillos del instituto con el sigilo de un fantasma; aun así, cada pisada parecía retumbar con el peso de un elefante africano. Proyectaba la mirada al infinito, escapando quizá de los miles de ojos reprobatorios que desnudaban su ser con saña malintencionada. Sus compañeros callaban al verla aproximarse. Ella sentía cómo la escudriñaban con agreste descaro o leve disimulo. Luego se comunicaban con guiños cómplices. La situación era insostenible. Por eso a nadie sorprendió cuando una mañana se presentó desnuda con las nalgas prietas y los senos empitonados y comenzó a increpar a todos: “¡Fariseos, cotillas, malintencionados, hipócritas, capciosos, envidiosos, malvados, vampiros, patiños, megos, estúpidos… sólo espero que alcancéis eso por lo que vivís… y podáis moriros de asco!”
Ningún adulto se atrevió a cubrir sus partes pudendas, y ningún chico lo lamentó. Pudo soltar su arenga en plena desnudez mientras los chavales se amontonaban en los quicios de las puertas y en los petados pasillos del instituto para recrearse y soñar con sus curvas. Ellos no entendían de traiciones ni de condenas públicas, tan sólo veían que la profe de lengua estaba como un queso y sin envoltorio.
Por fin llegaron los efectivos policiales y taparon los sugerentes contornos de Marta ante la incómoda tensión de docentes y el abucheo de escolares. El equipo directivo no cursó denuncia alguna, tal vez sintiéndose culpable y partícipe de lo sucedido. Los padres sí cargaron duramente contra la “literafurcia”, pero sus causas siempre fueron sobreseídas. Marta fue inhabilitada como funcionaria del estado pero no ingresó en psiquiatría. Nadie de arriba lo creyó acertado. Especialmente con la que estaba cayendo. Simplemente se quedó en casa cobrando el paro y pensando en las extrañas y a la vez maravillosas circunstancias que le habían llevado a una situación tan desconcertante.
Era una guardia en el gimnasio. Sencilla. Sin complicaciones. Los chicos de 3ºA habían exprimido la hora jugando a baloncesto. Ya se habían marchado todos menos Saúl no sé qué, que se había empeñado en ducharse. Era muy fuerte hacerlo sabiendo que al otro lado del tabique esperaba Marta la de lengua, que estaba más rica que la brisa de mayo. De repente un crujido subido de decibelios los paralizó. El cielo se abrió. El sol entró por todas partes. La cubierta se vino abajo. Marta perdió el conocimiento. Cuando despertó estaban semienterrados en escombros. Pudo ver a Saúl desnudito y enjabonado mirándola asustado. No paraba de llorar. Le echó la culpa al jabón en los ojos. Marta intentó olvidarse del rojo goteo incesante de su frente abierta. Tranquilizó al muchacho. No podían moverse. Las piernas de la profesora y el torso de él se engarzaban en laberínticos hierros. Era un milagro que no hubieran muerto aplastados. La luz se tamizaba constante entre más y más hierros. Parecía un panteón funerario de hormigón y acero. Al menos, eso le pareció a Marta. Comenzaron a tejer un vínculo de eternidad. Pasaron las horas y Saúl empezó a aceptar que morirían allí. Ella lo había asumido mucho antes. Nadie los había echado en falta. Nunca saldrían vivos. Llevaban muchos minutos intimando. La mujer le había contado, por petición del zagal, su primera vez. Cuando llegó su turno, el muchacho admitió que no había nada que contar. Rompió a llorar otra vez. Le daba rabia morir sin haberse estrenado. Marta le consoló recordando su corta edad. Él lloró con más pena. Nunca había metido mano a una chica. Ni tan siquiera había palpado una teta. Ya tenía quince años. Su voz sonaba triste y resignada. Sabía que se morían de olvido y asco. Ella soltó la mano del adolescente que tan fuerte pretase durante tantas horas. Se quitó el tirante opuesto y mostró un sujetador blanco con puntilla. El pezón se marcaba con solvencia. Saúl no lo creía. Marta bajó el sostén y mostró un seno sonrosado, redondito, perfecto. Después tomó la mano sudorosa de Saúl y la puso sobre su pecho expectante. Estaba caliente, suave y palpitante. Ella le dijo: “Ahora no podrás decir que moriste sin haber palpado un seno”. Saúl la miró alucinado y sorprendido y adivinó en sus ojos una mezcla de complicidad, excitación y muchísima ternura. El pezón que apretaba como si fuera el mando de la play era la aventura más emocionante de su limitada vida. Ni siquiera le importó que la sangre le pusiese el pito gordo. Marta sonrió con condescendencia y le dijo: “Tal vez en otra vida, Saúl”. El manoseo fue tan intenso como breve. Cinco minutos después oyeron voces de megáfono y miles de sirenas. Marta agradeció que la caballería llegase a tiempo. Saúl no sabía si era tarde o no. Tampoco podía decidir si prefería una vida virgen o una muerte empezonada. En ningún caso pudo elegir: Se repuso en pocos meses.
Fue muy complicado explicar por qué la docente llevaba un pecho al aire manchado con las huellas inequívocas de unos dedos polvorientos. Especialmente difícil cuando ella no quiso dar explicaciones. ¿Por qué no se tapó cuando empezaron a retirar escombros? ¿Acaso se le olvidó su delicada situación con un alumno de tercero completamente desnudo y erecto a medio metro? Los rumores se propagaron durante meses. Marta Ciembres volvió a las siete semanas al instituto. Todo el mundo la crucificó. Al chico le costó tres meses y medio reincorporarse a la rutina escolar. Fue jaleado como un héroe sexual. Nadie sabía qué había pasado, pero todos elucubraban como si hubieran estado entre los malavenidos hierros del gimnasio. La situación se hizo insufrible para ella. Se ganó el cachondeo de los alumnos y el desprecio, indiferencia o reprobación de los profesores. Para él no era mucho mejor, pero en el peor de los casos aparecía como una víctima o un conquistador. Al final Marta perdió la batalla con la moralidad colectiva y se destapó a gusto.
Pero no acabó aquí la historia. Tras aquel bochornoso espectáculo de nudismo y juramentos varios, noventa y seis vídeos de móviles de diferente duración, peso y perspectiva mostraban a la titular de lengua caminando en porretas por el centro educativo e increpando a otros profesores que se escondían bajo sus gruesas gafas, las batas blancas manchadas de tinta y el poso magistral del pudor y la decencia. Los videos fueron colgados en la web y descargados en millones de ordenadores. Marta Ciembres se convirtió en la pornoprofe, y fue jaleada y llevada a los altares del imaginario colectivo; su cuerpo inigualable alegró calendarios de cartera y cabinas de camioneros, talleres de coches y cuarteles de soldaditos. Corrieron miles de leyendas urbanas sobre su persona, incluso una aseguraba que había vuelto a impartir en Teruel. Aquel curso se triplicaron las matrículas en los institutos turolenses. También se le había visto en varios clubs de carretera, haciendo películas pornográficas, incluso acompañando a Berlusconi. Y su fama duró tantos años que desbancó a Marilyns, Brigittes y Claudias. Aquellas imágenes permanecieron inalterables mientras ella se camuflaba en las arrugas y la sabiduría que traen de serie. Seguro que cuando decidió salir a la calle ya nadie la reconocía.
Sigo teniendo pelo, pero entre gris y cano. Mi hija me ha hecho abuelo por segunda vez, la muy coneja. Soy un jubilado feliz. Y desde hace unas horas soy un jubilado mucho más feliz. Ayer fui un rato al parque y me senté, como siempre, frente al cartel inmortal de Marta Ciembres desnudita con los brazos en jarras, los pezones rojos y el depilado brasileño. Creo que fue ahí cuando empezaba a despotricar contra el mundo adulto. Hay que admitir que, pese a estar hecha con un iPod, es una foto buenísima, que Marta está muy guapa. Por eso se hizo la imagen más popular del siglo XXI. Bien, estaba recordando los hechos de aquel 29 de enero cuando una pareja de ancianos se quedaron mirando la foto a la par que cubrían ligeramente con sus siluetas el rasurado pubis de mi admirada Marta. La mujer hablaba con voz calma y timbre embriagador, y el tono del caballero era impetuoso y tímido a la vez. Esa cualidad sonora era única en el mundo. Era Saúl. Saúl como se llamase. Él. El chico que lo empezó todo. El que palpó con agonía y deleite el seno izquierdo de la profesora más hermosa en un instante desesperado, casi místico. Pero mi sorpresa se quedó en nada ante la que me dio ella: Era Marta. Los tres nos tomamos un café riquísimo, lleno de dulzura y recuerdos.
Marta permaneció en su casa 167 días sin salir ni asomarse a la ventana. Después comenzó a dar breves paseos nocturnos. Once meses después de su salida del instituto aceptó una oferta de prejubilación a la baja del Ministerio de Educación. El gobierno temía por su imagen dado que la de la profesora no se debilitaba sino que se hacía más y más fuerte. Entonces apareció Saúl. Vino con todo. Le juró amor eterno. Sólo tenía dieciséis años. Y Marta pensó que con una ya valía. Lo largó y le prometió amor eterno y unos polvos de muerte al cumplir los 18. No tuvieron que esperar tanto. Saúl ayudó a Marta a mudarse a Argentina. Ella se llevó pocas cosas: libros y un muchachito de 17 años y dos meses. Fueron muy felices: los besos, incontables; los polvos, abundantes. Durante sesenta inviernos no pararon de ver a Marta desnudita por todas partes. Nunca nadie la reconoció.
Marta fue cinco minutos al lavabo. Saúl me miró con esos ojos de pillo que ponen los chicos cuando están salidos y me dijo: “984.457”. No lo entendí. Él amplió: “Son las veces que he acariciado el pezón izquierdo de Marta”. Le devolví una sonrisa tierna pero cómplice, que acabó en una risotada verderona. Hasta la camarera se escandalizó. A nosotros no nos importó un carajo. Tan sólo éramos dos abuelos salidorros que crecieron con el felpudo embelesador de una maestra de ensueño.
Por fin llegaron los efectivos policiales y taparon los sugerentes contornos de Marta ante la incómoda tensión de docentes y el abucheo de escolares. El equipo directivo no cursó denuncia alguna, tal vez sintiéndose culpable y partícipe de lo sucedido. Los padres sí cargaron duramente contra la “literafurcia”, pero sus causas siempre fueron sobreseídas. Marta fue inhabilitada como funcionaria del estado pero no ingresó en psiquiatría. Nadie de arriba lo creyó acertado. Especialmente con la que estaba cayendo. Simplemente se quedó en casa cobrando el paro y pensando en las extrañas y a la vez maravillosas circunstancias que le habían llevado a una situación tan desconcertante.
Era una guardia en el gimnasio. Sencilla. Sin complicaciones. Los chicos de 3ºA habían exprimido la hora jugando a baloncesto. Ya se habían marchado todos menos Saúl no sé qué, que se había empeñado en ducharse. Era muy fuerte hacerlo sabiendo que al otro lado del tabique esperaba Marta la de lengua, que estaba más rica que la brisa de mayo. De repente un crujido subido de decibelios los paralizó. El cielo se abrió. El sol entró por todas partes. La cubierta se vino abajo. Marta perdió el conocimiento. Cuando despertó estaban semienterrados en escombros. Pudo ver a Saúl desnudito y enjabonado mirándola asustado. No paraba de llorar. Le echó la culpa al jabón en los ojos. Marta intentó olvidarse del rojo goteo incesante de su frente abierta. Tranquilizó al muchacho. No podían moverse. Las piernas de la profesora y el torso de él se engarzaban en laberínticos hierros. Era un milagro que no hubieran muerto aplastados. La luz se tamizaba constante entre más y más hierros. Parecía un panteón funerario de hormigón y acero. Al menos, eso le pareció a Marta. Comenzaron a tejer un vínculo de eternidad. Pasaron las horas y Saúl empezó a aceptar que morirían allí. Ella lo había asumido mucho antes. Nadie los había echado en falta. Nunca saldrían vivos. Llevaban muchos minutos intimando. La mujer le había contado, por petición del zagal, su primera vez. Cuando llegó su turno, el muchacho admitió que no había nada que contar. Rompió a llorar otra vez. Le daba rabia morir sin haberse estrenado. Marta le consoló recordando su corta edad. Él lloró con más pena. Nunca había metido mano a una chica. Ni tan siquiera había palpado una teta. Ya tenía quince años. Su voz sonaba triste y resignada. Sabía que se morían de olvido y asco. Ella soltó la mano del adolescente que tan fuerte pretase durante tantas horas. Se quitó el tirante opuesto y mostró un sujetador blanco con puntilla. El pezón se marcaba con solvencia. Saúl no lo creía. Marta bajó el sostén y mostró un seno sonrosado, redondito, perfecto. Después tomó la mano sudorosa de Saúl y la puso sobre su pecho expectante. Estaba caliente, suave y palpitante. Ella le dijo: “Ahora no podrás decir que moriste sin haber palpado un seno”. Saúl la miró alucinado y sorprendido y adivinó en sus ojos una mezcla de complicidad, excitación y muchísima ternura. El pezón que apretaba como si fuera el mando de la play era la aventura más emocionante de su limitada vida. Ni siquiera le importó que la sangre le pusiese el pito gordo. Marta sonrió con condescendencia y le dijo: “Tal vez en otra vida, Saúl”. El manoseo fue tan intenso como breve. Cinco minutos después oyeron voces de megáfono y miles de sirenas. Marta agradeció que la caballería llegase a tiempo. Saúl no sabía si era tarde o no. Tampoco podía decidir si prefería una vida virgen o una muerte empezonada. En ningún caso pudo elegir: Se repuso en pocos meses.
Fue muy complicado explicar por qué la docente llevaba un pecho al aire manchado con las huellas inequívocas de unos dedos polvorientos. Especialmente difícil cuando ella no quiso dar explicaciones. ¿Por qué no se tapó cuando empezaron a retirar escombros? ¿Acaso se le olvidó su delicada situación con un alumno de tercero completamente desnudo y erecto a medio metro? Los rumores se propagaron durante meses. Marta Ciembres volvió a las siete semanas al instituto. Todo el mundo la crucificó. Al chico le costó tres meses y medio reincorporarse a la rutina escolar. Fue jaleado como un héroe sexual. Nadie sabía qué había pasado, pero todos elucubraban como si hubieran estado entre los malavenidos hierros del gimnasio. La situación se hizo insufrible para ella. Se ganó el cachondeo de los alumnos y el desprecio, indiferencia o reprobación de los profesores. Para él no era mucho mejor, pero en el peor de los casos aparecía como una víctima o un conquistador. Al final Marta perdió la batalla con la moralidad colectiva y se destapó a gusto.
Pero no acabó aquí la historia. Tras aquel bochornoso espectáculo de nudismo y juramentos varios, noventa y seis vídeos de móviles de diferente duración, peso y perspectiva mostraban a la titular de lengua caminando en porretas por el centro educativo e increpando a otros profesores que se escondían bajo sus gruesas gafas, las batas blancas manchadas de tinta y el poso magistral del pudor y la decencia. Los videos fueron colgados en la web y descargados en millones de ordenadores. Marta Ciembres se convirtió en la pornoprofe, y fue jaleada y llevada a los altares del imaginario colectivo; su cuerpo inigualable alegró calendarios de cartera y cabinas de camioneros, talleres de coches y cuarteles de soldaditos. Corrieron miles de leyendas urbanas sobre su persona, incluso una aseguraba que había vuelto a impartir en Teruel. Aquel curso se triplicaron las matrículas en los institutos turolenses. También se le había visto en varios clubs de carretera, haciendo películas pornográficas, incluso acompañando a Berlusconi. Y su fama duró tantos años que desbancó a Marilyns, Brigittes y Claudias. Aquellas imágenes permanecieron inalterables mientras ella se camuflaba en las arrugas y la sabiduría que traen de serie. Seguro que cuando decidió salir a la calle ya nadie la reconocía.
Sigo teniendo pelo, pero entre gris y cano. Mi hija me ha hecho abuelo por segunda vez, la muy coneja. Soy un jubilado feliz. Y desde hace unas horas soy un jubilado mucho más feliz. Ayer fui un rato al parque y me senté, como siempre, frente al cartel inmortal de Marta Ciembres desnudita con los brazos en jarras, los pezones rojos y el depilado brasileño. Creo que fue ahí cuando empezaba a despotricar contra el mundo adulto. Hay que admitir que, pese a estar hecha con un iPod, es una foto buenísima, que Marta está muy guapa. Por eso se hizo la imagen más popular del siglo XXI. Bien, estaba recordando los hechos de aquel 29 de enero cuando una pareja de ancianos se quedaron mirando la foto a la par que cubrían ligeramente con sus siluetas el rasurado pubis de mi admirada Marta. La mujer hablaba con voz calma y timbre embriagador, y el tono del caballero era impetuoso y tímido a la vez. Esa cualidad sonora era única en el mundo. Era Saúl. Saúl como se llamase. Él. El chico que lo empezó todo. El que palpó con agonía y deleite el seno izquierdo de la profesora más hermosa en un instante desesperado, casi místico. Pero mi sorpresa se quedó en nada ante la que me dio ella: Era Marta. Los tres nos tomamos un café riquísimo, lleno de dulzura y recuerdos.
Marta permaneció en su casa 167 días sin salir ni asomarse a la ventana. Después comenzó a dar breves paseos nocturnos. Once meses después de su salida del instituto aceptó una oferta de prejubilación a la baja del Ministerio de Educación. El gobierno temía por su imagen dado que la de la profesora no se debilitaba sino que se hacía más y más fuerte. Entonces apareció Saúl. Vino con todo. Le juró amor eterno. Sólo tenía dieciséis años. Y Marta pensó que con una ya valía. Lo largó y le prometió amor eterno y unos polvos de muerte al cumplir los 18. No tuvieron que esperar tanto. Saúl ayudó a Marta a mudarse a Argentina. Ella se llevó pocas cosas: libros y un muchachito de 17 años y dos meses. Fueron muy felices: los besos, incontables; los polvos, abundantes. Durante sesenta inviernos no pararon de ver a Marta desnudita por todas partes. Nunca nadie la reconoció.
Marta fue cinco minutos al lavabo. Saúl me miró con esos ojos de pillo que ponen los chicos cuando están salidos y me dijo: “984.457”. No lo entendí. Él amplió: “Son las veces que he acariciado el pezón izquierdo de Marta”. Le devolví una sonrisa tierna pero cómplice, que acabó en una risotada verderona. Hasta la camarera se escandalizó. A nosotros no nos importó un carajo. Tan sólo éramos dos abuelos salidorros que crecieron con el felpudo embelesador de una maestra de ensueño.
Me alegra volver a leer uno de tus relatos.
ResponderEliminarVaya ida de tarro ¿No? La verdad que es original y surrealista.
ResponderEliminarxDDD. ¿Contaba las veces que le había tocado el pezón? Ya hay que tener memoria para eso ya, jajaja.
ResponderEliminarMe encantó la historia y me hizo reír. Muy buena. Así que al final acabaron juntintos y dándose placer el uno al otro. Esas cosas no pasan en la vida real xD.
Un saludo.
Si es que los maestros están muy expuestos, pobre Marta, aunk después de todo tuvo un final feliz¿? Lo tendría ya todo así pensado Saúl desde el principio¿?
ResponderEliminarY ya tenía que ser Marta un pibón, para desbancar a Marilyn...
dirty saludos¡¡¡¡
Wau!!No deja de sorprenderme tu facilidad para escribir relatos... me gusta, si señor! q tal la vuelta al cole??
ResponderEliminarMe ha encantado... GENIAL!!!
ResponderEliminarVaya, muchas gracias a todos por vuestras amables palabras.
ResponderEliminarLa vuelta al insti ha sido... intensa y multirracial.
Un poco sobrado, ¿no crees? ¡Pero me ha gustado!
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