miércoles, 29 de agosto de 2012

La oposición

 
Alberta Lourdes Mínguez de las Azuladas era una profesora de inglés como otra cualquiera. Su pronunciación se acercaba al nativismo pero con un deje mañico irrenunciable, amén de cierto acento highlandernés. Es lo que tiene hacer el Erasmus en Inverness. Era más ducha en la corrección gramatical que en la interpretación de la norma, y a menudo hacía las cosas como un hablante genuino: bien pero sin saber por qué. Era experta en encontrar videos en Youtube y sabía ganarse la clase a base de sonrisas cómplices antes que a gritos y amonestaciones. Los chicos la adoraban. Usaba la pizarra digital con maestría, pero no abusaba de ella. Jamás castigaba a los muchachos. Nunca llegaba un buen motivo. Con los compañeros se llevaba o muy bien o nada de nada, pero evitaba hacer enemigos. 
Sin embargo, arrastraba un defecto grave: era interina. A sus 56 años había visto pasar las oportunidades como salmonetes que se deslizaban resbaladizos de entre sus torpes manos. Le había tocado vivir la escasez de vacantes en los noventa, y la bonanza de plazas en los tardíos 2000. En unas y otras citas siempre había alguien mejor que ella. Al principio despreciaba a los interinosaurios que se anquilosaban en su posición privilegiada de la lista. Ésos que preferían suspender y mantener su puesto 7 de la clasificación de interinos antes que hacer un esfuerzo –mínimo–, sacar un mísero 5 y convertirse en funcionarios de carrera. Estaba claro que estos pseudoindividuos preferían ser cabeza de ratón que cola de dragón. Al fin y al cabo, los interinos de pata negra elegían lo mejor de lo que quedase, normalmente Zaragoza, mientras los recién aprobados tenían que largarse durante tres, cuatro y hasta diez años de la capital. Berta siempre se había dicho a sí misma que aprobaría en cuanto pudiera, que no sería un fósil sin plaza toda su vida. Pero las convocatorias iban pasando y Alberta Lourdes Mínguez de las Azuladas no hacía sino quedarse con frecuencia a las puertas de la vacante. Siempre sacaba el examen con holgura, si 6’3, 8’1, 7’5, 8’9, 8’6, 7’3, 8’3 y 7’9 se podían considerar notas holgadas. Pero nunca le llegaba para plaza. A su derredor aparecían dinosaurios con milagrosas empolladas aliñadas con millones de puntos de antigüedad o pollitas recién horneadas con notazas en los exámenes. De un modo o de otro, a Berta se le comían las esperanzas por todos los flancos. Ya no creía en el sistema. Ella era una profesora eficiente, entretenida y trabajadora, pero en los exámenes no daba más de sí. ¿Qué tenía que ver saberse la vida y obra de Shakespeare, conocer las inclinaciones freudianas que arrastraba Hamlet frente al conflicto y tragedia de sus progenitores, empalmar 2300 términos acuñados por derivación o distinguir la competencia comunicativa de la lingüística con meterse en un aula con 37 adolescentes hormonados, ganárselos día a día y además enseñarles un poco de lengua inglesa para que pudieran pedir una hamburguesa en el Kentucky Fried Chicken cuando visitaran Londres? Enseñar no tenía ninguna relación con opositar. El formato era subjetivo y dependía mucho de los condicionantes humanos. Así era. Un tribunal de cinco profesores como ella dirimía quién merecía la plaza y quién no. Cosas tan accidentales como ser afín a ellos o haber trabajado codo con codo durante años en el mismo lugar podían inclinar la balanza descaradamente. Pero Berta se había rendido. Ya no quería aprobar. Tenía casi 57 y gracias a sus larguísimos años de cotización podía permitirse la jubilación a los 60. Le salía más a cuenta suspender a propósito y quedar de las tres o cuatro primeras de la lista de interinos. Por ese motivo se presentó a los exámenes con una tranquilidad desconocida. No tomó valerianas las tres semanas previas, ni repasó un solo tema. No repasó a los miembros de su tribunal por si los conocía, y se limitó a firmar el primer examen.
El día de la encerrona Alberta Lourdes Mínguez de las Azuladas se topó con las mismas caras de siempre: Martínez Urquijo, Martínez Vera, Merino, de Miguel, Minguillón, Miñón, Minosa y Moaxaca. Estaban todos atacadísimos, y contagiaban su nerviosismo hablándose unos a otros sobre programaciones, unidades didácticas y guiones. A ella le daba igual, y apenas participaba de la orgía de tembleques. Los demás se sorprendían de su entereza y lo achacaban a una autoconfianza a prueba de bombas o a un desencanto indolente del sistema de oposición. De un modo de otro, los demás opositores fueron envejeciendo años en pocas horas y ella mantenía su serenidad.
Llegó el momento de entrar y Berta lo hizo con paso firme, deseando leer el título de su tema y quedarse callada, para después hacer su exposición con una duración estimada de 15 ó 20 segundos, lo justo para que el tribunal se diera cuenta que sólo aspiraba al 0. Pero las golosinas que da la vida siempre saben a imprevisto. Algunas son demasiado dulces, y otras amargan. Ante la mirada incrédula de Alberta Lourdes Mínguez de las Azuladas se erigían los cinco del patíbulo, y lo que en cualquier otra ocasión se hubiera convertido en la mejor de las sorpresas, en ésta torció para siempre el curso de los acontecimientos. El tribunal no era desconocido, ni mucho menos. Era normal, después de tantos años, toparse con algún excompañero o cara conocida, pero lo extraordinario venía hoy: Yanela era su cuñada, mujer de su hermano; Blanca Rosa era su mejor amiga de la carrera, aprobó hacía diez años; Gustavo trabajó con ella seis años, eran muy amigos; Carmen había sido su compañera este curso, y no le había dicho nada; por último, Jesús Juan era el mejor amigo de su cuñada Yanela, la primera del tribunal. Berta estaba alucinada. Las cinco personas más afines a ella estaban sentadas enfrente con todo el poder para decidir su futuro laboral.

YANELA:                   ¡Qué pasa, bicha!
BLANCA ROSA:       ¡Joder, qué callado te lo tenías, tía!
BERTA:                      ¿El qué?
GUSTAVO:                Pues que nos conocías a todos, Bertita, tonta.
CARMEN:                 Yo sabía que estabas en mi tribunal, pero como no decías nada… Yo pensaba que era para que la gente no sospechara.
BERTA:                      Que no, tía, que no tenía ni idea de que estabais aquí todos. ¡Qué fuerte!
JESÚS JUAN:            Bueno, ¿qué tal te ha ido en Escocia, Lourditas?
BERTA:                      ¡Que no me llames así, Jesús Juan!
CARMEN:                 Bueno, pues si te parece acabamos con tus papeles y nos pegamos una charradita, ¿vale?
BERTA:                     Vale, pero no he escrito nada, ¿veis? Leo el título y ya. Y tampoco voy a defender tema.
CARMEN:                Aaaaaaaaaaah, qué perrilla. Ya sabías que éramos nosotros y te has marcado la chulería de dejar el tema en blanco. Podías haber sido un poco más disimulada, tía, que igual canta.
BERTA:                      ¿Qué igual canta el qué?
GUSTAVO:                Pues el 10, Bertita, que la gente es muy malpensada.
BERTA:                      ¡Pero qué 10!
YANELA:                   Pues el tuyo, bicha. Lo que dice Carmen es que está genial que vengas con lo puesto, pero que aparentes un poco, que luego hablan mogollón.
BERTA:                      ¡Pero que yo no quiero aprobar, Yanela! Que sólo he venido a firmar y ya. No he escrito nada. Ya no quiero la plaza. Es que no me compensa.
GUSTAVO:                Anda, Bertita, nos seas vacilona.
BLANCA ROSA:       Tía, que no pasa nada. ¿Cuánto necesitas? ¿Te ponemos un 9’8 o quieres el 10? Yo lo que digas, que lo mismo me da. A ver si porque no se note te quedas sin plaza.
JESÚS JUAN:           Que no, Blanca, que tiene muchos puntos. Con un 9’7 se la saca fijo.
YANELA:                  Bueno, pero por si acaso te ponemos el 10 y ya está. Y luego, con que sigamos cargándonos a la gente, plaza seguro.
BERTA:                     Que no me es-táis es-cu-chan-do. Que no quie-ro sa-car-me la pla-za.
CARMEN:                Que no te cre-e-mos, tí-a. Que te va-mos a po-ner un diez, co-ño.
BERTA:                     Y dale perico al torno.

La opositora siguió insistiendo en su inocencia hasta que se cansaron de negociar la nota. En su lugar hablaron de mil y una anécdotas mucho más entretenidas que los phrasal verbs o los textos científicos y tecnológicos. Berta pasó un rato ameno, alejado del estrés añejo de otras veces. Sin embargo, cierto hilo de desconfianza se enredaba en su cabeza.
Alberta Lourdes Mínguez de las Azuladas sacó un 10’00 en la oposición. Obtuvo la primera plaza de las cuatro que se habían convocado. De nada le sirvió jurar y perjurar que se trataba de un error. Pasó un curso en Zaragoza en prácticas y luego le dieron un flamante destino en Castejón de Sos con horario diurno y nocturno. Un planazo. No pudo renunciar a la plaza porque decaería de la lista de interinos. Afortunadamente, el gobierno aprobó una ley que aumentó los años de jubilación mínimos. Berta no estuvo en Castejón hasta los 60. Se quedó hasta los 68. El último día de trabajo antes de su merecido descanso recogió sus bártulos, lloró sus lágrimas frente al powerpoint jubilatorio que le habían montado sus compañeros, cogió el coche y pinchó cruzando el Congosto del Ventamillo. Su vehículo se despeñó por el barranco y tardaron quince días en recuperar los hierros. A la pobre Berta los buitres la dejaron en los huesos.
El accidente mortal de la desdichada profesora de inglés causó una gran consternación en la comunidad. El Ministerio de Interior y Obras Públicas cambió el trazado del Ventamillo con un espectacular voladizo colgante y dos carriles en cada sentido. La velocidad mínima era de 90 km. El instituto de Castejón de Sos dejó de ser sección de Graus y lo renombraron como IES Alberta Lourdes Mínguez de las Azuladas. Además le quitaron el horario nocturno e incluyeron una casa de profesores cedida por los habitantes del pueblo. Aramón Cerler regala todos los cursos un bono anual a los profesores del centro. El IES Alberta Lourdes Mínguez de las Azuladas es el primero que se agota en la elección de destinos de septiembre.

3 comentarios:

  1. Buníiiiisimooo!!!! Qué irónico eres!!!

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  2. Excelente narración. Si Alberta Lourdes hubiera vivido esta crisis, probablemente se hubiera evitado el traslado a Castejón de Sos: no se hubiera tenido que presentar a ningún tribunal porque no hubiera habido oposiciones o, en su defecto, podría haber sido objeto de despido , como tantos otros interinos en otras comunidades.
    Salud.

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  3. Tienes toda la razón Pierre Miró!

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