![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgm7uCZL7_-UmLMgnjzbWehHuJd1YU_86aTAnfTKzw2T4J5bMRVssg0pT6J75w4l4AQJWs9p6TAeCWcYC08ZBuSSW6V_TR-cZTM7QkbBpWe2DFeGaV_ZXUnfN5iFMvjamQrRFarQcPI01C4/s1600/insignificante.jpg)
Hablemos de lenguas, por ejemplo. Se estima que existen más de 6000 lenguas
en el mundo. Bien, nadie es capaz de nombrar más de ¿20? Como mucho, nos
pondríamos a inventarnos los dialectos acuñando los gentilicios.
¿Cómo vamos a
expresarnos en tegulú, maratí, bashkiro, gagauzo o kikapú si no sabemos que
semejantes insultos son idiomas? Un ciudadano medio puede hablar entre una y
tres lenguas y reconocer vagamente otras cuatro o cinco. A mí me ponen un chino
jurando en bereber y pensaré que se expresa en cantonés. Por mucho que un
europeo o americano engreído considere su inglés nativo o foráneo la panacea de
todas las lenguas, y pueda expresarse en ruso, francés, alemán o castellano,
seguirá habiendo millones de personas a las que nunca les podrá decir “buenos
días”. Para coronar nuestro analfabetismo lingüístico, ni siquiera somos
expertos en nuestro idioma.
Un hablante medio utiliza una media de tres mil
vocablos de los más de cien mil que puede tener su código lingüístico.
Partiendo de que esta generalización es una barbaridad tremendamente inexacta,
somos todos unos zoquetes. Basta con fijarse en el pasapalabra.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi4rF9o2bpFoX2rdhMiGKIcmHB-EG00_t9earRDIgodqRTMzgTH3wqjJ_nSTFg8TTPlcATA6FOHBnLKTeEgJwPIPs62rFqrO_z8JjaedJSeDvfrgrDcY5Pyb0B5s7AidI29IXFwkkOe8WZL/s1600/chs.jpg)
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¿Y los sabores? ¿Tú sabes la cantidad de gustos que nunca descubrirás? Lo
mismo la cucaracha asada es el mejor manjar de la
Vía Láctea. Yo, desde luego, nunca lo
sabré, pero las gentes que viajan a países exóticos y superan sus barreras
culturales se introducen en universos gastronómicos de riquezas y magnitudes
inimaginables. Aún recuerdo cuando le di a probar horchata a un amigo inglés.
Le supo a cuernos. El caso es que hay tanto por llevarse a la boca que
podríamos estar una vida entera sin repetir menú.
Suena excesivo, pero, ¿a que
no han degustado la yuca, los hagis, el canguro, la mandioca, el tamari, los
dedos de mono, la kambucha, las hormigas rojas o el cuy? Tampoco hay que
atragantarse de aprensión. Aquí comemos sangre de cerdo y ancas de rana. Si
somos lo que comemos, somos muy poca cosa y bastante niquitosa.
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Las gentes. Hoy en día tenemos miles de amigos tuentísticos o
facebookísticos. Creemos que somos los mejores amigos de un buen puñado de
personas maravillosas, que nuestros hijos cantan en el festival del colegio
como Madonna y que nuestros colegas son únicos e irrepetibles. No seré yo quién
deshaga el hechizo –siempre he creído que la amistad y el cariño se forja en
momentos vividos–, pero una cosa es cierta:
por cada ser humano que lleguemos a
conocer habrá un millón con los que nunca articularemos palabra. La cantidad de
personas interesantes e enriquecedoras que nunca nos aportarán nada es
abrumadoramente impensable. Casi entran ganas de salir a la calle en plan loco
y gritar al mundo “Me llamo Mengano y quiero conoceros a todos, menos a las
suegras”. Lo malo es que en el fondo no estamos sinceramente interesados en
intimar con casi nadie. Todo eso que nos perdemos.
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¿Cuál es su paisaje soñado? ¿Una playa caribeña, una pradera de ligera
brisa acariciando trigales, nevadas montañas, frondosos valles, ciudades de
neón, horizontes de foresta, desiertas dunas, helados glaciares, mares
atardecidos, carreteras sin final? Yo todavía no he encontrado el mío. Y tal
vez nunca lo haga. La inmensidad paisajística que nos perdemos cada día que
morimos un poco más nos lo pone difícil.
Cada lugar tiene una orografía mítica,
esculpida por los pueblos próximos y remotos que la han cincelado con sangre y
esperanzas. La belleza que vemos es sólo residual, y está altamente manipulada
por parámetros de luz, climatología, fauna y flora autóctonas y temperatura. Si
no me creen caminen por las calles de Madrid un domingo de madrugada en agosto
y lo cotejan con una tarde navideña por las mismas aceras. Así, una playa con
focas mejorará la estampa, y un atardecer con nubes nunca será igual al
siguiente. Un paisaje es su quietud mezclado con el instante irrepetible, como
en un volcán vomitando o unas torres gemelas echando humo. Todas las postales
mueren en el momento.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEikb38QRX4Qq9_2P4dQonh9TfgmvyDnqfbhK3jt1M7CK_n5lIOF6JbScneFhT0-5-zw1rjT3n53JZRLlnMAbC1m5W_Orp0v67mFdRk3m2ZnfgE2F9SisruswrrehcKIhD6uVL6ibcSaY03K/s1600/lsce.jpg)
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg0G-AgIiDI-3ctVcaudsaf7WmEGN4tdiSfcSykEWnvBb6-nvXowR33Vr4y5hbdzLN8XLY64ZPeP_yMCkAImQ1hRCGj3G2ADmcpt5_CbbJR2jpwFZAjb5JQsWQ0DS8YOeOxOStBTO0Lc6yq/s1600/br.jpg)
Una estupenda muerte, si las hay así. Es cierto, somos vulnerables y limitados. Eso es banal. La conciencia de ello es lo que nos hace humanos conscientes y tolerantes. Y, en el breve tiempo que nos ha sido concedido, podemos buscar. La búsqueda es el propio viaje. Está muy bien recordarlo.
ResponderEliminarUn saludo :)
Hace un par de domingos salí con el telescopio a observar las estrellas (ya hacía más de un año que no lo hacía) y me tropecé, por casualidad, con una galaxia enorme, preciosa, maravillosa, desconocida para mí. Fue algo emocionante, y una prueba de la mierdecilla que somos en este infinito universo.
ResponderEliminarUn saludo.