lunes, 20 de agosto de 2012

Insignificancia

La pequeñez en la que estamos inmersos es gigantesca. Nuestra vida está esculpida de muchos más errores y lagunas que de certezas y preceptos. El microcosmos en que nos movemos es tan ridículo que nunca nos daremos cuenta de nuestra propia miseria. Pese a ello, somos ignorantemente felices.
Hablemos de lenguas, por ejemplo. Se estima que existen más de 6000 lenguas en el mundo. Bien, nadie es capaz de nombrar más de ¿20? Como mucho, nos pondríamos a inventarnos los dialectos acuñando los gentilicios. ¿Cómo vamos a expresarnos en tegulú, maratí, bashkiro, gagauzo o kikapú si no sabemos que semejantes insultos son idiomas? Un ciudadano medio puede hablar entre una y tres lenguas y reconocer vagamente otras cuatro o cinco. A mí me ponen un chino jurando en bereber y pensaré que se expresa en cantonés. Por mucho que un europeo o americano engreído considere su inglés nativo o foráneo la panacea de todas las lenguas, y pueda expresarse en ruso, francés, alemán o castellano, seguirá habiendo millones de personas a las que nunca les podrá decir “buenos días”. Para coronar nuestro analfabetismo lingüístico, ni siquiera somos expertos en nuestro idioma. Un hablante medio utiliza una media de tres mil vocablos de los más de cien mil que puede tener su código lingüístico. Partiendo de que esta generalización es una barbaridad tremendamente inexacta, somos todos unos zoquetes. Basta con fijarse en el pasapalabra.
¿Y los sabores? ¿Tú sabes la cantidad de gustos que nunca descubrirás? Lo mismo la cucaracha asada es el mejor manjar de la Vía Láctea. Yo, desde luego, nunca lo sabré, pero las gentes que viajan a países exóticos y superan sus barreras culturales se introducen en universos gastronómicos de riquezas y magnitudes inimaginables. Aún recuerdo cuando le di a probar horchata a un amigo inglés. Le supo a cuernos. El caso es que hay tanto por llevarse a la boca que podríamos estar una vida entera sin repetir menú. Suena excesivo, pero, ¿a que no han degustado la yuca, los hagis, el canguro, la mandioca, el tamari, los dedos de mono, la kambucha, las hormigas rojas o el cuy? Tampoco hay que atragantarse de aprensión. Aquí comemos sangre de cerdo y ancas de rana. Si somos lo que comemos, somos muy poca cosa y bastante niquitosa.
Las gentes. Hoy en día tenemos miles de amigos tuentísticos o facebookísticos. Creemos que somos los mejores amigos de un buen puñado de personas maravillosas, que nuestros hijos cantan en el festival del colegio como Madonna y que nuestros colegas son únicos e irrepetibles. No seré yo quién deshaga el hechizo –siempre he creído que la amistad y el cariño se forja en momentos vividos–, pero una cosa es cierta: por cada ser humano que lleguemos a conocer habrá un millón con los que nunca articularemos palabra. La cantidad de personas interesantes e enriquecedoras que nunca nos aportarán nada es abrumadoramente impensable. Casi entran ganas de salir a la calle en plan loco y gritar al mundo “Me llamo Mengano y quiero conoceros a todos, menos a las suegras”. Lo malo es que en el fondo no estamos sinceramente interesados en intimar con casi nadie. Todo eso que nos perdemos.
¿Cuál es su paisaje soñado? ¿Una playa caribeña, una pradera de ligera brisa acariciando trigales, nevadas montañas, frondosos valles, ciudades de neón, horizontes de foresta, desiertas dunas, helados glaciares, mares atardecidos, carreteras sin final? Yo todavía no he encontrado el mío. Y tal vez nunca lo haga. La inmensidad paisajística que nos perdemos cada día que morimos un poco más nos lo pone difícil. Cada lugar tiene una orografía mítica, esculpida por los pueblos próximos y remotos que la han cincelado con sangre y esperanzas. La belleza que vemos es sólo residual, y está altamente manipulada por parámetros de luz, climatología, fauna y flora autóctonas y temperatura. Si no me creen caminen por las calles de Madrid un domingo de madrugada en agosto y lo cotejan con una tarde navideña por las mismas aceras. Así, una playa con focas mejorará la estampa, y un atardecer con nubes nunca será igual al siguiente. Un paisaje es su quietud mezclado con el instante irrepetible, como en un volcán vomitando o unas torres gemelas echando humo. Todas las postales mueren en el momento.
Pero sin duda, la mayor fuente de desconocimiento lo genera la cultura: miles de millones de canciones que nunca escucharemos, de libros de los que nunca oiremos hablar, de películas que nunca desfilarán por nuestras retinas. Vestimentas que nos quedarían como un guante si supiéramos que existen, artículos y revistas que abrirían nuestra retrógrada mentalidad, hábitos que modelarían nuestras costumbres. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir. Al menos, para esta digresión.

2 comentarios:

  1. Una estupenda muerte, si las hay así. Es cierto, somos vulnerables y limitados. Eso es banal. La conciencia de ello es lo que nos hace humanos conscientes y tolerantes. Y, en el breve tiempo que nos ha sido concedido, podemos buscar. La búsqueda es el propio viaje. Está muy bien recordarlo.

    Un saludo :)

    ResponderEliminar
  2. Hace un par de domingos salí con el telescopio a observar las estrellas (ya hacía más de un año que no lo hacía) y me tropecé, por casualidad, con una galaxia enorme, preciosa, maravillosa, desconocida para mí. Fue algo emocionante, y una prueba de la mierdecilla que somos en este infinito universo.
    Un saludo.

    ResponderEliminar