¿Alguna vez te ha fallado aquel que juró con sangre defenderte a muerte, ese con el que hacías eses cuando miccionabais en cualquier garaje de madrugada, el que nunca le entraba a la chica que te gustaba, aquel que prometió a la luz de las cervezas que jamás te iba a traicionar?
A mí no. Nunca he hecho dibujitos meando, o al menos me faltaban diez años para poder beber cerveza.
La amistad está idealizada. Se crean vínculos que parecen eternos y que inescrutablemente nos llevarán por iguales derroteros, por los mismos y dantescos infiernos, por similares valhalas y paraísos. Sin embargo, en cuanto los caminos se divorcian un centímetro el sentimiento noble y genuino se tambalea, se resquebraja y a veces hasta se hace añicos.
Cuando una amistad se rompe tendemos a hablar de traición, de pecado imperdonable y de inmensa decepción. Parecemos poco dispuestos a admitir que los apegos duran lo que duran, y que cuando los intereses paralelos se hacen convergentes acaban por cruzarse. Después de eso sólo queda la divergencia, el alejamiento y una falta de afinidad que hace la relación virtualmente imposible. Los amigos no nos traicionan. Simplemente, en un momento dado, sus objetivos y los nuestros dejan de parecerse.
Nadie se hace cercano a otra persona pensando: “Me voy a hacer tu amigo, te voy a usar y luego te dejaré tirado como una colilla.” Las cosas pasan porque pasan y de la misma manera dejan de ocurrir. No hay que darle más vueltas, por mucho que duela al que se queda y por mucha culpa que queramos endosarle al que se va. ¿Fallar? Todos fallamos a todos, pero no tenemos esa percepción. Más bien pensamos que ya no queremos participar en esa o aquella fiesta.
Pero los cambios son traumáticos, especialmente para el que no lo decide. Cuando dos personas dejan de llamarse pueden hacerlo por discrepancia, pereza o aburrimiento, pero normalmente uno es el que causa el cambio por acción u omisión, y el otro el que debe acostumbrarse al nuevo statu quo. Ese sentimiento de abandono, de tristeza por tener que asumir un final que no deseábamos es lo que provoca la sensación de traición, porque sentimos que el otro ha reventado una situación idílica. Y sin embargo, ni la situación era estupenda ni hubiera durado eternamente. Si no la hubiera desmontado el malo habríamos sido nosotros los encargados de desmantelarla un poco más adelante.
Ante un afecto que muere de sopetón o agonizando, lo mejor es asumirlo y encajarlo sin resquemores, y recordar los buenos momentos que trajo aquella historia. De otro modo sólo nos quedará rencor y sensación de acupuntura severa en todas las vértebras cervicales. Y antes de recordar todas las puñaladas traperas que nos han dado por la espalda, sería bueno recordar cuántas hemos hincado nosotros y si teníamos más saña que el otro. La traición no existe, sólo las amistades agotadas y la incapacidad de asumirlo. Y es que ser amigos cuando te llevan en Audi y los semáforos están en verde es sencillísimo. Lo difícil es quedarse en un seiscientos esperando el paso a nivel y con los chistes de Arévalo en el cassette.
La amistad está idealizada. Se crean vínculos que parecen eternos y que inescrutablemente nos llevarán por iguales derroteros, por los mismos y dantescos infiernos, por similares valhalas y paraísos. Sin embargo, en cuanto los caminos se divorcian un centímetro el sentimiento noble y genuino se tambalea, se resquebraja y a veces hasta se hace añicos.
Cuando una amistad se rompe tendemos a hablar de traición, de pecado imperdonable y de inmensa decepción. Parecemos poco dispuestos a admitir que los apegos duran lo que duran, y que cuando los intereses paralelos se hacen convergentes acaban por cruzarse. Después de eso sólo queda la divergencia, el alejamiento y una falta de afinidad que hace la relación virtualmente imposible. Los amigos no nos traicionan. Simplemente, en un momento dado, sus objetivos y los nuestros dejan de parecerse.
Nadie se hace cercano a otra persona pensando: “Me voy a hacer tu amigo, te voy a usar y luego te dejaré tirado como una colilla.” Las cosas pasan porque pasan y de la misma manera dejan de ocurrir. No hay que darle más vueltas, por mucho que duela al que se queda y por mucha culpa que queramos endosarle al que se va. ¿Fallar? Todos fallamos a todos, pero no tenemos esa percepción. Más bien pensamos que ya no queremos participar en esa o aquella fiesta.
Pero los cambios son traumáticos, especialmente para el que no lo decide. Cuando dos personas dejan de llamarse pueden hacerlo por discrepancia, pereza o aburrimiento, pero normalmente uno es el que causa el cambio por acción u omisión, y el otro el que debe acostumbrarse al nuevo statu quo. Ese sentimiento de abandono, de tristeza por tener que asumir un final que no deseábamos es lo que provoca la sensación de traición, porque sentimos que el otro ha reventado una situación idílica. Y sin embargo, ni la situación era estupenda ni hubiera durado eternamente. Si no la hubiera desmontado el malo habríamos sido nosotros los encargados de desmantelarla un poco más adelante.
Ante un afecto que muere de sopetón o agonizando, lo mejor es asumirlo y encajarlo sin resquemores, y recordar los buenos momentos que trajo aquella historia. De otro modo sólo nos quedará rencor y sensación de acupuntura severa en todas las vértebras cervicales. Y antes de recordar todas las puñaladas traperas que nos han dado por la espalda, sería bueno recordar cuántas hemos hincado nosotros y si teníamos más saña que el otro. La traición no existe, sólo las amistades agotadas y la incapacidad de asumirlo. Y es que ser amigos cuando te llevan en Audi y los semáforos están en verde es sencillísimo. Lo difícil es quedarse en un seiscientos esperando el paso a nivel y con los chistes de Arévalo en el cassette.
wow
ResponderEliminargrandes verdades drywater...
ResponderEliminarse sabe al final si continuas cultivando a los pimientos? o te han mandado a otro huerto?
un saludoo
A veces las amistades se diluyen con el tiempo sin que haya motivo. simplemente dejas de verte o de trabajar juntos. Al principio haces por quedar o llamarte... pero el paso del tiempo y la separación física pesan mucho.
ResponderEliminarEstimada laykirishilffs -joder con el nombrecito-:
ResponderEliminarLos pimientos tendrán labrador el día 31, tanto si soy yo como si no, cosa que no puedo asegurar.
Un abrazo
PD: Te iba a escribir una postdata, pero me parece demasiado personal. Otra vez será. Tal vez el día 8.
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