O tal vez se equivoque de día, mes o año, pero siempre a su favor. La muerte nos invade, nos pasa al lado y se toma unas cervezas con aquellos con los que otrora hablábamos. Después de la juerga siempre vuelve sola.
En los últimos años he asistido a la temprana desaparición de varios amigos y compañeros de trabajo o estudio con edades tan irreverentes como 32, 45, 36 y 55 años. Dos cánceres de páncreas y dos derrames han zanjado el asunto sin reclamación posible. Así no se le puede regatear a Hades.
Cuando se marcha la parca con la guadaña goteante uno se debate entre los dientes prietos de rabia y la sensación de que los años que hemos vivido se gastan como una vela cuya longitud desconocemos. Entonces el hombre, fallido y tocado, se apresura a ponerse en paz con sus dioses por si volviera prematuramente el segador y se lanza al mundo como hippie en campo de margaritas, gritando “paz y amor” y queriendo a todos el doble, sabedor quizá de que esto se acaba y no te enteras. No se puede ser feliz mañana; hay que serlo hoy y a ser posible que nos quitaran lo bailado ayer. Tal vez sea lo único que la juventud puede enseñar de verdad a las canas: vivir el presente como si fuera el último día, porque tal vez lo sea. Aunque claro, tampoco es cuestión de vivirlo de manera que efectivamente acabemos con nuestro organismo esa misma madrugada.
Una de las cosas que más preocupa al mortal de la desaparición es el dolor; también el olvido, el sueño eterno y la tremenda incertidumbre. ¿Cómo será dejar de ser cuando sólo tenemos recuerdos de haber sido? ¿De veras veremos a nuestros queridos a través de un agujerito desde nuestros cúmulo-nimbos tirarse pedos en la ducha o disfrazarse de cuero en su estricta intimidad? ¿Se nos caerán los mitos al ver a nuestro sobrino angelical robar dinero a su madre o a la vecina vendiendo droga a los niños? A pesar de nuestra mezquindad a veces nos parece que las cosas malas que hacemos no las hace nadie más. Tal vez esa revelación celestial sea suficiente motivo para no querer morirse.
Pero, superando el concepto de que el fallecer nos traerá visión mundial omnipresente, ¿qué nos da tanto miedo de dejar de existir? Para muchos, yo me incluyo, es el dolor. Si por mi fuera una inyección y a tomar por culo. A veces clasifico las peores muertes en los ránkines morbosos de mi sesera, y aunque cambio el orden algunos siempre golean: morir abrasado debe quemar mucho, y doler infinitamente en comparación a la caricia de la plancha, el aceite bravucón de las patatas o el puto cigarrillo del fumeras de al lado. Pero dejar de respirar por no poder tomar aire también lo adivino tediosamente angustioso: ya sea en agua o en vacío la muerte por asfixia se lleva la palma. Las amputaciones me parecen impresionantes, que no buenas. ¿Y la tortura? Es difícil ponderar tanta brutalidad. Mejor inclinemos la balanza al peso más amable. Si me dejaran escoger cómo morir, además de la jeringa sombría escogería unas buenas venas rasgadas o un fallo cardiaco a mitad de sueño, que dicen que ni te enteras.
Luego está lo precipitado de la despedida. Casi nadie tiene tiempo de decir “me muero, te quiero mucho, sé feliz; el dinero está dentro del pisapapeles de mármol.” El final pocas veces aparece como en las películas, tras unas epitáficas palabras en el lecho almohadillado y rodeado de tus hijos, esposa o mejor amigo. Casi siempre ataca por la espalda cuando sales a por tabaco o acabas de discutir con tu hermano del alma, incluso recién has grabado un disco, publicado un libro o ganado un Nobel. La muerte viene cuando has hecho el ruido necesario para llamar su atención y ella sopesa tus méritos como suficientes para convertirte en pena, mito, promesa o santo.
Yo pienso que la muerte debería ser algo pactado y acordado con mucha antelación. Incluso sería interesante que uno pudiera elegir cómo y cuándo morirse. ¿Por qué agonizar enchufado a un tubo de oxígeno durante interminables lunas o esperar el fin dentro de tu cuerpo chamuscado al 70 % en lugar de ordenar “dale al stop que me bajo de la vida. Adiós, papá y mamá, sacad a Toby a pasear y decidle a Sandra que su peinado de capas le quedaba horroroso”? No tiene sentido morir cuando se está malviviendo, cuando ya no se quiere seguir o uno no puede despedirse con tiempo y honores. La transición debería cuando menos parecerse a ese barco caróntico que Frodo Bolsón tomaba en el crepúsculo de su existencia manteniendo un mínimo de dignidad y cuatro palabras de despedida con sus hobbíticos camaradas, un “hasta aquí he llegado, adiós y pensad en mí” y no un final abrupto como tomate escachado por rueda de todo terreno. La muerte llega cuando llega, somos nosotros los que no queremos citarnos con ella unos días (o años) antes de provocar en nuestros amados contradictorios y culpables sentimientos cruzados entre la pena y la liberación física y emocional de cargar con nuestro peso agonizante. Tal vez deberíamos tener más respeto por el oscuro segador y menos miedo a su segura asistencia. Así evitaríamos su acecho traidor y adornaríamos su sola presencia de solemnes rituales mucho menos dolorosos que los fúnebres adioses a destiempo. Tal vez así me hubiera podido despedir de casi todos mis compañeros.
En los últimos años he asistido a la temprana desaparición de varios amigos y compañeros de trabajo o estudio con edades tan irreverentes como 32, 45, 36 y 55 años. Dos cánceres de páncreas y dos derrames han zanjado el asunto sin reclamación posible. Así no se le puede regatear a Hades.
Cuando se marcha la parca con la guadaña goteante uno se debate entre los dientes prietos de rabia y la sensación de que los años que hemos vivido se gastan como una vela cuya longitud desconocemos. Entonces el hombre, fallido y tocado, se apresura a ponerse en paz con sus dioses por si volviera prematuramente el segador y se lanza al mundo como hippie en campo de margaritas, gritando “paz y amor” y queriendo a todos el doble, sabedor quizá de que esto se acaba y no te enteras. No se puede ser feliz mañana; hay que serlo hoy y a ser posible que nos quitaran lo bailado ayer. Tal vez sea lo único que la juventud puede enseñar de verdad a las canas: vivir el presente como si fuera el último día, porque tal vez lo sea. Aunque claro, tampoco es cuestión de vivirlo de manera que efectivamente acabemos con nuestro organismo esa misma madrugada.
Una de las cosas que más preocupa al mortal de la desaparición es el dolor; también el olvido, el sueño eterno y la tremenda incertidumbre. ¿Cómo será dejar de ser cuando sólo tenemos recuerdos de haber sido? ¿De veras veremos a nuestros queridos a través de un agujerito desde nuestros cúmulo-nimbos tirarse pedos en la ducha o disfrazarse de cuero en su estricta intimidad? ¿Se nos caerán los mitos al ver a nuestro sobrino angelical robar dinero a su madre o a la vecina vendiendo droga a los niños? A pesar de nuestra mezquindad a veces nos parece que las cosas malas que hacemos no las hace nadie más. Tal vez esa revelación celestial sea suficiente motivo para no querer morirse.
Pero, superando el concepto de que el fallecer nos traerá visión mundial omnipresente, ¿qué nos da tanto miedo de dejar de existir? Para muchos, yo me incluyo, es el dolor. Si por mi fuera una inyección y a tomar por culo. A veces clasifico las peores muertes en los ránkines morbosos de mi sesera, y aunque cambio el orden algunos siempre golean: morir abrasado debe quemar mucho, y doler infinitamente en comparación a la caricia de la plancha, el aceite bravucón de las patatas o el puto cigarrillo del fumeras de al lado. Pero dejar de respirar por no poder tomar aire también lo adivino tediosamente angustioso: ya sea en agua o en vacío la muerte por asfixia se lleva la palma. Las amputaciones me parecen impresionantes, que no buenas. ¿Y la tortura? Es difícil ponderar tanta brutalidad. Mejor inclinemos la balanza al peso más amable. Si me dejaran escoger cómo morir, además de la jeringa sombría escogería unas buenas venas rasgadas o un fallo cardiaco a mitad de sueño, que dicen que ni te enteras.
Luego está lo precipitado de la despedida. Casi nadie tiene tiempo de decir “me muero, te quiero mucho, sé feliz; el dinero está dentro del pisapapeles de mármol.” El final pocas veces aparece como en las películas, tras unas epitáficas palabras en el lecho almohadillado y rodeado de tus hijos, esposa o mejor amigo. Casi siempre ataca por la espalda cuando sales a por tabaco o acabas de discutir con tu hermano del alma, incluso recién has grabado un disco, publicado un libro o ganado un Nobel. La muerte viene cuando has hecho el ruido necesario para llamar su atención y ella sopesa tus méritos como suficientes para convertirte en pena, mito, promesa o santo.
Yo pienso que la muerte debería ser algo pactado y acordado con mucha antelación. Incluso sería interesante que uno pudiera elegir cómo y cuándo morirse. ¿Por qué agonizar enchufado a un tubo de oxígeno durante interminables lunas o esperar el fin dentro de tu cuerpo chamuscado al 70 % en lugar de ordenar “dale al stop que me bajo de la vida. Adiós, papá y mamá, sacad a Toby a pasear y decidle a Sandra que su peinado de capas le quedaba horroroso”? No tiene sentido morir cuando se está malviviendo, cuando ya no se quiere seguir o uno no puede despedirse con tiempo y honores. La transición debería cuando menos parecerse a ese barco caróntico que Frodo Bolsón tomaba en el crepúsculo de su existencia manteniendo un mínimo de dignidad y cuatro palabras de despedida con sus hobbíticos camaradas, un “hasta aquí he llegado, adiós y pensad en mí” y no un final abrupto como tomate escachado por rueda de todo terreno. La muerte llega cuando llega, somos nosotros los que no queremos citarnos con ella unos días (o años) antes de provocar en nuestros amados contradictorios y culpables sentimientos cruzados entre la pena y la liberación física y emocional de cargar con nuestro peso agonizante. Tal vez deberíamos tener más respeto por el oscuro segador y menos miedo a su segura asistencia. Así evitaríamos su acecho traidor y adornaríamos su sola presencia de solemnes rituales mucho menos dolorosos que los fúnebres adioses a destiempo. Tal vez así me hubiera podido despedir de casi todos mis compañeros.
Pues a mi me da mucho miedo la idea de que me voy a morir, de si voy a sufrir... pero todavia me da más miedo la muerte de la gente a la que quiero y en la que me apoyo.
ResponderEliminarHasta hace no mucho tiempo, tenía metido en el cerebro que tenía que pensar siempre en el futuro (bueno, me metieron esa idea casi obsesiva en el colegio) y estaba tan convencido. Pero cada día que pasa y me llevo algún batacazo...tengo más claro que hay que vivir siempre el presente y plantearse las cosas cuando tocan, no hacer castillos en el aire...no sabes lo que puede pasar.
ResponderEliminaruFFF Todavía ando digiriendo el artículo éste que te has marcado, que vaya tela... ;P la reflexión que has hecho me parece de p. m. pero me ha dejado pensando y lo único que saco claro es que cuando me muera quiero que me incineren y me echen al mar y que hay que vivir el día a día, que nunca se sabe cuando anda por ahí el de la guadaña, que espero esté de momento lo más lejos... ;P
ResponderEliminardirty saludos¡¡¡
Es jodido valorar qué es peor, si morirse uno o que se te mueran los tuyos. Personalmente creo que es más duro sobrevivir a una pérdida que ser tú esa pérdida.
ResponderEliminarY estoy con vosotros, hay que vivir el día que tal vez la noche no llegue...
Yo más que la incineración, espero que hagan de mí un buen troceo para repartirme por los cuerpos de los necesitados: pulmones de ex-fumador, ojeras del quince, tabique torcido, flotador aceptable, corazón blandito, 43 de pie, pancreas pasable, ojos mini, miembro standard, intestinos con la ITV pasada (2009), manos de árbol, cerebro LOGSE...
Interesados pasarse por el blog, ¡pero esperad a que me muera!
Ahora en serio, cuando me toque espero servir a otras personas a vivir un poco más (¡qué menos que eso!).
Un saludo a todos
Buff!! prefiero no pensar en eso y me gustaría morir de viejecita con hijos y nietecitos y todo eso... el sueño de cualquiera.
ResponderEliminarYo creo que la pérdida de un ser querido es peor que la nuestra por motivos egoístas, al fin y al cabo, si el que caes eres tú, ya no te enteras, sin embargo, las pérdidas cercanas las sufres y como decías, el dolor y el sufrimiento también nos da miedo.
Haz un tema menos oscuro para el próximo día, que este me ha dejao un poco de mal cuerpo, la verdad.;P
Besotessssssssssssssssss
Richi dijo:
ResponderEliminarA mí también me has dejado mal cuerpo, pero me ha gustado lo que dices.
Un saludo
kyrie 9
ResponderEliminarbape clothing
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