miércoles, 28 de octubre de 2009

Los hijos que no crecían

El agente de la gorra torcida flipaba en colores. Tan sólo era un madero canijo e inexperto que se había sacado la plaza para tener un sueldo fijo y una estabilidad laboral. Le faltaba mano izquierda pero tampoco abusaba de la pipa, la multa o la porra. Todo lo solucionaba con un grito afónico que infundía risa pero insuflaba temor a futuras represalias policiales, sobre todo de su compañero, el larguirucho de mente despierta. El alto de los pantalones por los tobillos se quejaba siempre de la talla 44 de la policía local: Parecía un agente de obras y jardines dispuesto a regar macetas. Decían que era más largo que un día sin pan. Él sí creía en proteger y servir, se tragaba todas las series policiales americanas y se había leído la literatura completa de Conan Doyle, Agatha Christie, Poe y P.D. James. Su sueño era llegar a detective y cualidades no le faltaban. Enchufe sí.
Gorra torcida se quería ir a casa de una puta vez. Día sin pan, por el contrario, se encontraba en un estado de paroxismo absoluto. Era su primer gran caso, su mejor partida de ajedrez, sus quince minutos de gloria. El niño estaba empeñado que aquella no era su madre. La maruja juraba y perjuraba que sí. El poli canijo no tenía duda alguna: Un criajo enfadado y malcriado jodiendo a la marrana de su madre. El estirao sabía que había trampa, y así estaban. Era la pausa del café y decidieron dejarlo. Gorra torcida por su devoción a los donuts; Sin pan, para pensar en silencio como si fuera una cordillera de hemorroides. ¿Cómo podía ser que el nene ese fuera más rubio que un danés y con los ojos más marrones que nunca presumiera ningún elfo de la Tierra Media o del medio del Moncayo? Su madre era de piel más rojiza, de largos cabellos azabache y unas pupilas azul mar que se contagiaban en cada gene. No. No eran madre e hijo. Les estaban tangando.
Gorra Torcida pasó la noche viendo el Alcorcón- Barcelona. Día sin pan gastó todo el turno de noche buscando hijos desaparecidos y madres desencontradas en la base de datos de la comisaría. Sin cobrar horas extras, claro. Y cuando detectó que el rubiales cambiaba de colegio cada dos años lo flipó en colores. Más todavía cuando nunca pasaba de segundo de primaria. O era un inmortal que se había estancado en los siete años desde hace cuatro o el nene debería cursar sexto. El largo se metió en el despacho del comisario y mandó un correo electrónico a todos los directores de colegio del país. Bastaba apretar una tecla.
Al cuarto día le contestó un centro de Mérida: Tenían un alumno parecido al descrito: Once años, sexto de primaria, cabello negro y ojos de un azul intenso y hermoso, piel rojiza y cara de shock cuando le enseñaron la foto de la maruja de Barcelona. Aquella era su madre, y no la extremeña rubia de marrones ojos con la que vivía. Día sin pan rellenó el papeleo y al poco se produjo la reunión de madres e hijos. Los hijos reconocieron al instante a sus madres biológicas, y se fundieron en sendos abrazos repelidos por ambas al grito de “quita, quita, no te conozco de nada”. Pero los borrachos y los niños siempre dicen la verdad.
Se descubrió el pastel y sabía amargo como la tónica con pomelo: La rubia odiaba a su hijo pequeño, dependiente y palizas. Prefería uno más mayor. La morena azabache no quería que su hijo creciera, y ante la imposibilidad de peterpanizarlo buscó por Internet alguna alma caritativa para permutar los chicos. Encontró a la rubia y tras varias conversaciones de chat decidieron cambiar a sus peduguines. Los chavales gritaron como berracos pero se aburrieron de llorar. Las madres se mudaron de ciudad y al cambiar de colegio colocaron a sus nuevos hijos donde les tocaría por edad. No hubo preguntas. Nadie revisa esos aburridos expedientes escolares, sobre todo si los han falsificado bien. Respecto a que los chicos negasen a sus madres, sólo se consideró un trastorno enajenante transitorio.
Las madres cambalache fueron encarceladas por sus trapicheos menores y la custodia de ambos querubines pasó a sus exmaridos, los padres de los niños. Sin embargo, los peques odiaban a sus papis, y sus progenitores no aguantaban la rebeldía incipiente de sus repelentes vástagos. Por ello nadie se quejó cuando el rubiales dejó de acudir a casa de su padre y comenzó a vivir en el hogar del otro, mientras el ojazos azules se trasladó a la vivienda del primero. Día sin pan se percató de la jugada pero no le hicieron caso. Eso sí, lo mandaron a patrullar en moto con una rubia más sota que la de bastos. Seguro que su madre la cambió al cumplir los diez años por una pelirroja con cara de galleta.

5 comentarios:

  1. Al final tenía razón día sin pan XDDDD y pudo tener la satisfacción de que resolvio ¿un gran caso?
    Me ha gustado mucho el relato...

    dirty saludos¡¡¡

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  2. Otro éxito. Un placer leer las historias q salen de esa cabecita.

    Un besote!

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  3. Estás nominado, pásate por el blog...

    dirty saludos¡¡¡

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  4. Original, muy original.

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