viernes, 9 de octubre de 2009

El entierro (1/2)

El Doctor Matthews estaba de guardia aquella mañana cuando le tocó certificar tres fallecimientos acontecidos de repente en una misa por defunción. Nunca volvieron a verle.
La muerte de Bona emborrachó a sus interminables conocidos de gratos recuerdos. A nadie le produjo una pena especial pues llevaba cuarenta y dos años padeciendo ataques al corazón y varios derrames. Había enterrado seis hijos y tres nietos, y muchos juraban que no moriría nunca. Por eso su sepelio se tomó un tanto a risa: nadie creyó que San Pedro la llamara de veras.
Es por ello que, bien por incredulidad, bien por mortalidad anterior, su epitafio eucarístico presentaba un sinfín de notables ausencias. Y, pese a todo, la relación de caricaturescos personajes que velaban su ascensión a los cielos dibujaba una singular comitiva.
El sacerdote que oficiaba la ceremonia póstuma hablaba con voz tímida y confusa. Casi parecía que la había asesinado él incrustándole el crucifijo de plata en la sien o atragantándola con obleas sagradas mientras decía “te voy a matar a hostias”.
En primera fila una pareja de familiares cercanos aguardaban impacientes el final de la misa. El caballero lucía un hermoso solideo de calva circundado por grasientos y nevados cabellos. Sin embargo, la atención la captaban sus manos que jugueteaban nerviosamente con un aparatoso aro cargado de llaves para el coche, la oficina, la casa y si me apuras la Basílica de El Pilar. Su pomposa señora parecía en trance místico, y aunque para muchos profanos pudiera simular en perfecta armonía sacramental, los más íntimos sabían que su alborozo lo provocaba la estampa de verse rodeada de muebles del Ikea en breves minutos, pues el almacén sueco se encontraba a medio camino entre su vivienda y el cementerio, y teniendo la mañana libre por defunción las uñas se le hacían tornillos de gusto. Completaba el lugar de privilegio un abuelo con cara de amargado y una adolescente suicidada en pijismo y tontería. A cada frase que completaba el inopinado cura respondía el anciano con una sentencia tal que todos esperaban que rugieran truenos al acabar la oración. Cuando el oficiante retomaba la palabra de Dios la adolescente pija maldecía mediante un “tss” lleno de aburrimiento y tedio. Tras ello volvía a sumergirse en el rojo de sus uñas o en los huracanados soplidos que volteaban su flequillo.
En el segundo banco se agolpaban tres mujeres de fuertes convicciones religiosas. En el extremo exterior, como preparándose para salir la primera, se sentaba ingrávida una maruja irremediablemente escondida en sus enormes gafas de culo de vaso. En medio se aposentaba una monja de clausura con el uniforme perfectamente encasquetado como si formara parte de sí misma. A su lado una madurita con un moño surrealista se afanaba en dar punzadas a un absurdo jersey de lana gorda de colores entre apagados y horriblemente horteras. Mientras la costurera se limitaba a seguir al cura sin levantar la vista de tan minuciosa labor, la monja acentuaba cada impresión del sacerdote con un “amén” tan potente que a veces ensordecía las sentencias del abuelo de la primera fila. La maruja cuatrojos no respondía al cura, pero llevaba la voz cantante en las partes musicales del evento, y cuán potente y deliciosa era su timbre que nadie se atrevía a seguirla, acojonados por su entusiasmo y avergonzados por su propia carencia vocal. Tan sólo espetaba algún gorgorito un chaval de quince años con un ramalazo excesivo, el pelo teñido y el bigote rojo de pasarse la cera a tirón. El zagal, o zagala, cantaba como el culo pero pensaba en su enorme corazón que interpretaba con mucha mayor fortuna que la maruja celestial, y se venía arriba ante la risa incipiente de los ocupantes de los bancos posteriores, especialmente cuando se empecinaba en bailar a la vez que escupía su chorro de voz al mundo.
El tercer banco lo copaban el ya mencionado triunfito, una extraña pareja formada por un bolso gigante con su cuarentona dueña y el marido de la segunda, un ejemplar de calzonazos estándar.A su lado y con aires de córvido farfullaba anodinos chistes y chascarrillos varios una antigua promesa de Paramount Comedy, al que concedieron una audición para hacer monólogos y votaron a los cuarenta segundos de oírlo empezar.
A los treinta y dos minutos de comenzada la misa, o lo que es igual, a los nueve “amenes”, siete sentencias y trece “tss” de la pija apareció del fondo de la puerta una rubia de bote emperifollada y operada hasta las tetas, caminando como si montara a caballo e insistiendo en hacer un estruendo formidable con sus botas de Clint Eastwood. La rubia despertó el asombro de todos y la animadversión de la quinceañera, que vio rival cuando nadie disputaba antes su trono del “osea”. Atravesando la capilla con paso decidido aunque paradójicamente eterno, se colocó en el primer banco entre la adicta al Ikea y el abuelo sentencias, creando un espacio que no existía a base de codazos y empujones a ambos. La señora pomposa se limitó a mirarla mal, pero el sentencias dijo “lo que no puede ser no puede ser y además es imposible”. La voz angelical de la maruja devolvió la paz a la casa de Dios y las disertaciones desacertadas del cura sobre el budismo y la reencarnación engulleron los pensamientos mundanos de los presentes.
La ceremonia se hacia insufrible y el señor de la primera fila ya había ejecutado con el clink, clink, clink de sus llaves al menos siete piezas de los Beatles y el “Corrupción en Miami”, que tiene su mérito. La niña pija se había cansado de mirar de reojo y compararse con la rubia de bote y buceaba hace tiempo en su inseparable móvil. El marido calzonazos ya había metido la pata tres veces hablando de la militancia de Doña Bonifacia en el PP, cuando era roja convencida; de la existencia de un sobrino en Guadalajara, lo que inhabilitaba la herencia; y de que el nicho que les habían proporcionado no lo habían pagado pese a que el cura creyese lo contrario. La cuarentona del bolso enorme estaba escribiendo sobre un portátil que había extraído del fondo y el cómico fracasado llevaba doce chistes o fragmentos de monólogo sin producir en los oyentes nada más que una pegajosa irritabilidad.
En primera fila el abuelo, la adolescente ñoña y el clink, clink, clink ya habían sido despachados del banco y permanecían de pie en el pasillo o junto al pilar lateral, y sólo la señora del Ikea disputaba la supremacía a la rubia empujones, aunque apenas mantenía el tipo.

5 comentarios:

  1. Me ha encantado tu escrito,¿porqué una segunda parte?Besos
    Me gustó eso de las uñas se le hacian tornillos...xd

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  2. De todos los personajes descritos me quedo con la señora adicta al ikea... xDDD es genial¡¡¡¡

    dirty saludos¡¡¡¡

    A ver que nos trae la segunda parte...

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  3. ¿Esto está basado en un hecho real?

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  4. La segunda parte precipita los acontecimientos. Algunos personajes están basados en personas reales aunque no necesariamente en un evento como este.
    Un saludo a todos

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  5. De veras, deberías ser escritor profesional.

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